CUARENTA Y OCHO

Yucatán

Continuamos corriente abajo, navegando por el ancho río Usumacinta y el río Palizada hasta la laguna de Términos, una grande y poco profunda laguna separada del mar por una angosta franja de tierra que algunos llamaban Términos y otros Carmen.

Aunque se extendía muchas leguas en cada dirección, la laguna sólo tenía unos dos metros de profundidad, pero compensaba su poco calado con la abundancia de peligros. A un lado estaban los manglares infestados de cocodrilos. Las tormentas del norte azotaban continuamente la laguna, haciendo zozobrar las embarcaciones y engordando las flotillas de cocodrilos, pero la cruzamos en un día tranquilo.

Tan pronto como dejamos atrás los bancos de fango de los pantanos, izamos las velas y pillamos una brisa fresca. La isla de Términos apareció en el horizonte, sus blancas casas se hacían bien visibles.

—Muchos piratas han ocupado Términos —me dijo Carlos—. Los ingleses, los franceses, los holandeses, incluso los españoles se turnaron en dominar la isla en el siglo siguiente a la conquista. Hace menos de cien años que un español expulsó a los piratas. El mayor interés de Términos, además de ser una base para atacar la navegación, era el control de la madera, que se cortaba río arriba y era transportada por las barcazas.

La ciudad principal de la isla consistía en dos largas calles paralelas de casas y otros edificios, con un fuerte que vigilaba la entrada del puerto. Los barcos de más de tres metros de calado tenían que mantenerse apartados de la costa, donde eran cargados y descargados con pequeñas embarcaciones llamadas gabarras.

En la ciudad no encontré ningún barco que hiciese la carrera a La Habana. Así que tendría que tomar una nave de cabotaje para ir a los puertos donde los barcos llegaban con mayor frecuencia, ya fuera Veracruz o los puertos de Campeche y Sisal en Yucatán. No quería embarcar en Veracruz, que sin duda estaría lleno de alguaciles del rey, todos ellos atentos a la búsqueda de espías. El plan de la expedición era ir en barco hasta Campeche, el puerto de Yucatán más cercano, luego viajar por tierra a través de varias antiguas ciudades mayas antes de acabar el trayecto en Mérida, la localidad principal de la península, y el puerto de Sisal. Mi único recurso era quedarme con la expedición hasta llegar a Campeche, incluso hasta Sisal, si no había ningún barco disponible allí.

Para el viaje a lo largo de la costa hasta Campeche, toda la expedición fue embarcada en un bungo, una embarcación de fondo plano y dos mástiles de unas treinta toneladas de desplazamiento que transportaba troncos río abajo y a lo largo de la costa. Una vez más, las mulas se quedaron atrás, vendidas a un traficante por un precio mucho más bajo del que se hubiera pagado por ellas en Campeche.

Carlos tenía poco que decir después de su confesión en el río. La mayoría de los miembros de la expedición habían sufrido mucho por las condiciones de vida en la selva, Carlos entre ellos. Todo el grupo parecía estar enfermo y debilitado, y casi todos padecían de las fiebres. Me pareció curioso que los porteadores, incluido yo mismo, habíamos soportado los miasmas de la selva mejor que los gachupines.

Dos días de navegación a lo largo de la costa, en dirección a la península de Yucatán, nos llevaron a Campeche, una ciudad levantada entre dos zonas fortificadas. Desembarcamos en un largo muelle de piedra que se adentraba unos doscientos cincuenta pasos en la bahía.

Antes de la conquista, Campeche era una ciudad importante de la provincia de Ah-Kim-Pech, que significa «serpiente-garrapata», en referencia a la boa, un reptil que infestaba la región de Yucatán. La comunidad que había vivido allí antes de la conquista había sido considerable: varios miles de habitantes.

Los españoles tardaron más en dominar Yucatán de lo que habían tardado con el corazón de la colonia. Se necesitaron dos años de sangrientos combates para conquistar a los aztecas. En la región maya de Campeche, las luchas duraron más de dos décadas antes de que Francisco de Montejo hijo conquistara la región entre 1540 y 1541 y fundara la ciudad de Villa de San Francisco de Campeche en el lugar donde estaba el pueblo maya de Kimpech. Campeche se convirtió en uno de los principales puertos del golfo, controlando la exportación y la importación en aquella parte de Yucatán. Las mercancías más importantes eran la sal, el azúcar, las pieles y la madera.

Los piratas habían saqueado la localidad de forma sistemática. En el siglo XVII, sir Christopher Mims tomó la ciudad para los ingleses, y otros bucaneros la hicieron suya dos veces más en los veinte años siguientes. En 1685, los piratas de Santo Domingo incendiaron la ciudad y saquearon los campos en cinco leguas a la redonda. Quemaron enormes depósitos de palo de tinte porque las autoridades no quisieron pagar el rescate exigido por la madera.

Para rechazar los ataques piratas y defenderse de la amenaza inglesa en alta mar, Campeche se había transformado en una ciudad bien fortificada. Rodeada por una muralla y un foso seco, disponía de cuatro puertas, incluida una que se abría al muelle. Bien protegida contra los ataques por tierra y mar, con fuertes al este y al oeste —con dos baterías debajo del occidental—, dominaba el terreno elevado.

Al entrar en la ciudad me encontré con una elegante comunidad con algunas construcciones de estilo árabe y español; los edificios rodeaban la plaza mayor con arcadas a los lados, una fuente y un jardín tropical en el centro.

Carlos y los demás miembros de la expedición se alojaron en dos posadas, una frente a la otra, cerca de la plaza mayor, mientras que a mí me dieron una habitación en un establo cercano.

—Eres un privilegiado al dormir entre los animales —comentó Carlos con una sonrisa—. ¿Acaso Nuestro Señor Jesús no nació en un establo?

Mientras paseaba por la ciudad, comí uno de los platos locales de más fama, un sabor que no había probado antes: tiburón joven estofado con ajo y chiles. Bebí una botella de vino y miré con lujuria a las adorables señoritas. Muy pronto, me encontré en el puerto, preguntando por las naves que partían hacia La Habana, y me dijeron que una saldría a la mañana siguiente, con el alba.

Estaría a bordo. El barco, que calaba mucho más que el bungo de fondo plano que nos había traído a la ciudad, no podía fondear más cerca de un par de leguas de la orilla. Hablé con un barquero para que me llevase al bajel antes del amanecer. Para comprar un pasaje no hacía falta nada más que mi presencia y dinero. Iba corto de dinero, pero había servido bien a Carlos, nada menos que lo había salvado del verdugo, y mi conciencia no se sentiría ofendida si me quedaba con un poco de su oro.

Cuando fui a la posada donde se alojaba Carlos lo encontré en la cama, víctima de la fiebre que había castigado a tantos hombres de la expedición. La piel le ardía, y sufría de escalofríos y tembleques. El ataque podía durar horas, quizá hasta la mañana siguiente. Le di una dosis de la medicina que utilizábamos para la fiebre, una sustancia obtenida de la corteza del árbol llamado quino.

Al bajar la escalera, oí las palabras que cruzaban los miembros de la expedición en la sala y que me hicieron temblar más que la malaria.

¡Alguaciles! Díaz, el ingeniero, había convencido a las autoridades de que le habían robado y copiado los planos, por lo que se inspeccionaría el equipaje de todos los miembros de la expedición.

Corrí escaleras arriba. ¿Era posible que Carlos todavía tuviera los planos en su equipaje? Ni siquiera él podía ser tan ingenuo y tan estúpido, me dije.

Sin embargo, estaba en un error. ¡Santa María, Madre de Dios! Aún tenía el dibujo de una fortificación cerca de Puebla. El muy idiota nunca debería haber salido de España; era un peligro para sí mismo cuando salía de las sacrosantas aulas de la universidad.

Las alternativas volaron a través de mi mente, incluida la de saltar por la ventana y correr al puerto para buscar un bote de remos que me llevase de inmediato a la nave con destino a La Habana. Pero no podía dejar a Carlos enfermo e indefenso; era mi amigo, y no había tenido muchos en mi corta vida. No podía dejar que se enfrentara al peligro solo. Pensé en quemar los papeles, pero eso dejaría las cenizas delatoras, por no mencionar que no tenía el fuego encendido en la habitación. Para el momento en que consiguiese encenderlo, los alguaciles estarían a mi lado. Incluso si me comía el papel, actuaría de forma implacable, a menos que encontraran al criminal y la prueba. Necesitaban completar su misión.

La única opción posible era entregarles la prueba y al culpable y rogar que eso los satisficiese. Si los alguaciles todavía estaban por allí al día siguiente, haciendo preguntas, y Carlos había superado la fiebre, idiota como era, acabaría por confesarles sus pecados y nos arrestarían a ambos.

Cogí el plano robado, salí de la habitación y me apresuré a ir por el pasillo hasta la puerta donde había visto salir antes a fray Benito. Ahora estaba abajo con los otros miembros de la expedición, hablando con los alguaciles. Su arrogante tono mientras discurseaba sobre lo que se debía hacer con los traidores llegaba hasta mis oídos.

Busqué entre su equipaje y encontré el libro que llevaba el falso título de la vida de un santo. Le quité la cubierta para que el contenido pornográfico fuese obvio. Metí el plano entre las páginas y volví a guardar el libro en el equipaje.

Salí de la habitación y apenas si había conseguido llegar al cuarto de Carlos cuando oí el ruido de las botas de los alguaciles que subían por la escalera. Estaba sentado junto a Carlos, enjugándole el sudor del rostro, en el momento que los alguaciles abrieron la puerta.

—Mi patrón está enfermo, señor —le dije al alguacil que estaba en el umbral. Él miró al hombre que tenía detrás. Ninguno de los dos parecía interesado en entrar en el cuarto de un hombre enfermo.

—Dile al sirviente que arroje las maletas aquí —ordenó el otro hombre—. Las revisaremos primero, y después haremos que trasladen al hombre para poder inspeccionar la habitación.

Con un par de «sí, señores», dejé las maletas de Carlos en el pasillo. Estaban revisándolas cuando otro alguacil llegó corriendo de la habitación de fray Benito.

—¡Los he encontrado! —gritó—. Y mirad qué más había: ¡un pornographos!

No puedo explicar hasta qué punto alivió las cicatrices de mi espalda ver cómo se llevaban al fraile de la posada, las manos y los pies encadenados. Tracé la señal de la cruz cuando el asombrado fraile pasó por mi lado. El jefe de la expedición y el sargento al mando de la guardia me vieron y ambos imitaron el gesto. Sin duda creían que había pedido a Dios que salvase el alma del pobre fraile. Era verdad que le estaba dando las gracias a Dios; ahora sabía a ciencia cierta que el cielo estaba de mi lado.

Admito que no dejaba de sorprenderme cada vez que sobrevivía a algún demoníaco plan que atraería la áspera soga del verdugo hacia la suave carne de mi cuello. La única cosa a la que podía atribuirlo era a la experiencia conseguida en las muchas veces que había cazado bestias salvajes. Ninguno de los animales de dos piernas que había encontrado era tan difícil de aventajar como un jaguar o un lobo.

La nave a Cuba partió sin mí, y seguí junto al lecho de Carlos a la mañana siguiente. Se encontraba lo bastante bien como para sentarse y beber chocolate. No podía escapar y dejar que Carlos hallase que otro hombre había sido arrestado por sus pecados. Tenía que estar allí para explicarle lo sucedido.

Le hablé del fraile.

—Don Carlos, confieso que me sentí impulsado a hacer esto en parte porque a todas luces era un hombre malvado. Además de mi deseo de protegerte, era necesario ofrecerles de nuevo a los hombres del virrey una distracción para que no buscasen a la condesa. Ambos debemos rezar… —Tracé la señal de la cruz. Sentí que así manifestaba que tenía la bendición divina.

Él escuchó en silencio, y me sorprendí por la calma con la que aceptó las noticias. Cuando acabé, me dijo:

—He conocido muchos buenos sacerdotes, a menudo he encontrado que aquellos que son párrocos llevan una vida de duro trabajo y sacrificio por su rebaño, pero fray Benito era de la peor clase, tan malo como los inquisidores. El mundo se beneficiará si lo despojan de sus hábitos. También me siento descargado del peso de la culpa ahora que Díaz, el ingeniero, ha sido declarado inocente de los cargos.

—Yo también estoy aliviado —manifesté—. Ahora iré a buscar tu desayuno.

Me levanté, pero me detuvo cuando me disponía a abrir la puerta.

—¿Cómo has sabido que era una condesa?

Hice una pausa y enarqué las cejas.

—¿Señor?

—No recuerdo haber mencionado su título.

—Lo hiciste cuando delirabas —mentí y salí de la habitación.

—Don Juan…

Asomé la cabeza.

—¿Señor?

—Eres un hombre muy peligroso.

—Sí, señor.

Cerré la puerta y me apresuré a bajar la escalera.

¿Qué había querido decir con eso?