Río Usumacinta
Después de hablar con un comerciante, informé a Carlos de que la única manera práctica de regresar a la costa era hacerlo por el río.
—Podemos caminar por el fango durante semanas, abrirnos paso en la selva con los machetes, o bien alquilar embarcaciones y disfrutar de un tranquilo viaje río abajo que sólo durará unos días.
Nadie quería abrirse paso a golpes de machete hasta la costa.
—¿Es muy grande ese río que quieres que naveguemos? —quiso saber Carlos.
—He oído decir que es bastante grande. El Usumacinta es ancho y profundo, y su corriente es fuerte hasta el mar. Será un viaje de placer, amigo.
No mencioné que también me habían dicho que el río estaba infestado de piratas indios que atacaban las embarcaciones con sus canoas, cocodrilos que eran dos o tres veces más largos que un hombre y mosquitos que, se decía, eran tan grandes como colibríes y voraces como buitres. Bueno, la verdad es que estaba harto de abrir paso con el machete por la selva, sacar a las mulas del barro y cargar a gachupines en mi espalda herida.
Tardamos varios días en vender las mulas y conseguir transporte en tres grandes barcazas, cada una de unos doce metros de largo y tripuladas por tres hombres que utilizaban largas pértigas para empujar las embarcaciones por las aguas calmas y apartarlas de las riberas y los bancos de arena. Comenzamos el viaje no en el poderoso río Usumacinta, sino en un pequeño, poco profundo y fangoso canal. Los hombres que manejaban las pértigas nos empujaron por el agua marrón mientras nosotros nos asábamos al sol y éramos picados hasta casi volvernos locos por los implacables mosquitos.
En un momento de enajenación mental, se me ocurrió preguntarle al sacerdote inquisidor por qué Dios había creado los mosquitos, y él me replicó, furioso:
—¡Cuestionar los actos de Dios es un sacrilegio!
Por fin llegamos al gran río y comenzamos a navegar corriente abajo con una ligera brisa que nos mantenía a salvo de los mosquitos. El trayecto era muy agradable, si no tenías en cuenta los centenares de cocodrilos que dormitaban en las riberas o nos miraban al acecho desde el agua.
—¡Ay de mí! Son como monstruos —le dije a uno de los marineros.
—Es verdad —asintió él—. De vez en cuando, algún pasajero cae por la borda. A menos que consiga subir en el acto, lo arrastran al fondo y el agua hierve roja con su sangre. Algunas de esas criaturas son lo bastante grandes como para tragarse a una persona entera. Un cazador mató a uno de gran tamaño, y cuando lo abrieron encontraron en su vientre a un hombre totalmente vestido.
A media tarde, el cielo se tornó rápidamente negro como el infierno. Un fuerte viento se levantó sin previo aviso, azotándonos con la lluvia. Sólo estábamos a unos sesenta centímetros por encima del agua, y el viento encrespaba el río en un furioso frenesí que casi hizo zozobrar las barcazas y enviamos a todos al agua infestada de cocodrilos. Pero la violenta tormenta pasó con la misma rapidez con la que había comenzado. En un momento dado, las furias nos azotaban; al siguiente, la brillante luz del sol borró la penumbra infernal y el cielo volvió a ser de un brillo cegador.
Como la selva, el aire de nuestra laguna Estigia era caliente y húmedo, tan denso que te bañabas en él. Pero no encontramos ni una gota de sombra, ni un vestigio de alivio.
No pasamos por ninguna ciudad durante los dos primeros días de navegación, y no vimos otra cosa en las orillas que cocodrilos, una vegetación interminable y alguna choza perdida de cazadores y pescadores indios.
El tercer día, río abajo, llegamos a un poblado llamado Palizada, un depósito para los troncos que transportaban por el río, donde nos aguardaba una desagradable sorpresa. Una partida de alguaciles con guías aztecas nos esperaba cuando nuestras barcazas se acercaron a la orilla. Ya casi estaba dispuesto a jugármela con los cocodrilos cuando los vi. Casi, digo. Sólo lo inevitable de verme descuartizado por aquellas enormes bestias me impidió zambullirme en el agua.
Convencido de que me iban a arrestar, me encogí de hombros y le dirigí una mirada de «lo siento, amigo», a Carlos, que miró a los alguaciles y después a mí, con aire interrogativo.
—Manuel Díaz, adelántese —gritó el jefe de los alguaciles.
Yo ya había dado un paso adelante instintivamente, cuando me contuve. Estaba llamando a Díaz, el ingeniero militar, a quien muy pronto tuvieron bajo su custodia, encadenado, y cuyo equipaje comenzaron a revisar mientras él miraba asombrado, como una vaca en el matadero.
Largas conversaciones tuvieron lugar entre los alguaciles, el ingeniero y el señor Pico, el jefe de la expedición, antes de volver a embarcar y reemprender la navegación río abajo. Cuando ya estábamos de camino, Carlos y yo encontramos un lugar tranquilo en la popa de la barcaza, donde nos tendimos sobre los equipajes mientras él me explicaba lo sucedido.
—Hay sorprendentes noticias, todas ellas muy importantes. Díaz, el ingeniero militar, ha sido arrestado por espionaje. —Carlos me miró con una mezcla de emociones a flor de piel: miedo, horror, asombro…—. Los inspectores de aduana registraron a un hombre que intentaba abordar un barco francés en Veracruz y hallaron en su poder planos de las instalaciones militares de Nueva España.
Sombras de la condesa Camila. Era obvio que sólo habían encontrado al mensajero, no al verdadero espía. La condesa sin duda se había ganado el pasaje acostándose con el virrey.
—Díaz ha sido arrestado por traición, acusado de suministrar a los franceses los secretos de las defensas de las colonias. —Hablaba como si le arrancasen las palabras, como si fuera algún otro el que lo hiciera. Sabía que Díaz era inocente, y eso lo estaba destrozando por dentro.
»También tenemos noticias de España. Algo terrible ha sucedido. Los franceses se han apropiado del país. —Me miró; su rostro era la viva imagen de la angustia—. Napoleón ha tomado prisioneros al rey Carlos y a Femando y los tiene en Francia, en Bayona. Después ordenó que toda la familia real fuese llevada a Francia. En Madrid, la gente se enteró de que el hijo menor del rey, el príncipe don Francisco, de nueve años, sería llevado a Francia. Angustiados por la toma francesa de la nación, y con sus líderes sin hacer nada para oponerse, los ciudadanos se reunieron frente al palacio real. En el momento en que llegaron los carruajes para llevarse al joven príncipe y a su comitiva, el pueblo intervino.
Carlos comenzó a sollozar.
—Ocurrió el 2 de mayo. El pueblo impidió que los franceses secuestrasen al príncipe, y las tropas napoleónicas abrieron fuego contra los ciudadanos con mosquetes y cañones, matando a carniceros, panaderos y tenderos que sólo intentaban proteger su país —manifestó con voz ahogada.
»Cuando corrió la noticia de la masacre, la gente, hombres, mujeres e incluso niños, cogieron las armas que encontraron. Con cuchillos de cocina, viejos mosquetes, garrotes, palas, y algunos con las manos desnudas, se enfrentaron a las mejores tropas de Europa, los soldados del emperador Napoleón, y lucharon contra ellos. Durante dos días fue una masacre terrible. El ejército francés mató a miles de personas.
Carlos se desmoronó. Vi que la misma noticia también había provocado un gran revuelo en las otras embarcaciones. Algunos hombres lloraban, otros gritaban palabras coléricas, había quien sólo miraba el río. Pero las lágrimas no duraron mucho tiempo; una furia helada pareció dominar a los españoles.
Ay, si hubiesen sabido que Carlos había espiado para los franceses.
Mi amigo y mentor cayó en una profunda depresión y permaneció en ese negro abismo la mayor parte del día. No volvió a hablar conmigo hasta última hora de la tarde.
—Debo decirte algo.
—No debes decirme nada.
En realidad, yo quería olvidar todo el asunto. Carlos era demasiado propenso a dejarse llevar por las emociones. Quizá decidiría confesar el espionaje y hacer que nos arrestasen a ambos… No, no seríamos arrestados, a juzgar por el estado de ánimo de los miembros de la expedición; nos harían un funeral vikingo…, mientras aún seguíamos con vida.
Él me miró.
—Por alguna razón, confío en ti. Sé que el rostro que muestras al mundo es, como el mío, una máscara. —Apartó los mosquitos, un gesto inútil que todos hacían—. Yo soy el espía que buscan, no el ingeniero. —Me soltó las palabras, a la espera de una reacción.
Exhalé un suspiro.
—Por tu admiración por Napoleón y sus reformas, sabía que eras partidario de los franceses. Pero ¿por qué espiar?
Sacudió la cabeza.
—Te hablé de mi profesor, el que murió en una mazmorra de la Inquisición… Él me introdujo no sólo en los libros prohibidos, sino que también me presentó a otros de la misma opinión, personas que habían leído la literatura de los revolucionarios. Nos reuníamos en secreto y discutíamos ideas que se podían exponer en cualquier café de París o Filadelfia pero que nos hubiesen enviado al potro en España.
»¿Comprendes mi frustración, Juan? Sólo se nos permitía leer libros aprobados por el rey y la Iglesia. Dichos libros hablaban de la infalibilidad de los reyes y los papas, rasgos que nosotros sabíamos que no eran ciertos. Y al otro lado de nuestras fronteras, un hombre había surgido de los fuegos de la Revolución francesa y estaba transformando Europa.
Yo nunca había pensado en Napoleón como un salvador de la justicia y la verdad, sino como un hombre dedicado a la conquista y el poder. Había puesto la corona en su cabeza, no en la del pueblo. Pero Carlos no estaba en condiciones de ver desafiados sus ideales.
Se frotó el rostro con las manos.
—Comenzamos haciéndonos pasar por una sociedad literaria, pero no éramos sólo un cenáculo, nos reuníamos para discutir las ideas prohibidas. Algunas de esas reuniones tenían lugar en la casa de una noble, una persona de alto rango.
Sí, y yo la había conocido. Ella me había apuñalado con su daga y yo la había apuñalado con mi propia herramienta.
—Es una mujer con un gran… poder de persuasión y una gran pasión, para muchas cosas.
«Pobre tonto», pensé. Sin duda se lo había llevado a la cama y él creía que la condesa lo amaba.
—Cuando se presentó la oportunidad de unirse a esta expedición, ella me llamó para que cumpliese con mis ideales.
Ella lo había «llamado». Ella lo había engatusado para llevárselo a la cama, le había cogido la garrancha y se la había sacudido mientras le susurraba al oído. Los hombres eran unos idiotas cuando se trataba de los ardides de una mujer. Cuando la condesa acabó con él, Carlos seguramente estaba dispuesto a vender a su madre y a sus hermanas a los soldados franceses.
—Es mi deber confesar mi traición.
Solté una exclamación, sintiendo la cuerda que pondrían alrededor de su cuello también apretarse alrededor del mío. En un gesto instintivo, tracé la señal de la cruz para hacerle saber a Nuestro Salvador que todavía pertenecía a su necesitado rebaño.
—Eso sería una idiotez, amigo.
—No puedo dejar que Manuel Díaz asuma la culpa; lo ahorcarán.
Descarté con un gesto de la mano el cuello estirado de Manuel.
—Eso no es verdad. Tú copiaste su perfecto dibujo con un burdo trazo, ¿no?
Carlos me miró boquiabierto.
—¿Cómo lo sabes?
Me encogí de hombros.
—Lo he adivinado. Tu burda copia salvará al ingeniero. ¿Cómo pueden acusarlo de darle dibujos al enemigo cuando es obvio que no fueron hechos por su mano? Tan pronto como comparen los dibujos del ingeniero con los capturados al espía, verán que los planos son los robados.
Su rostro se iluminó.
—¿Estás seguro?
—Seguro. —Me incliné hacia él—. Don Carlos, resulta ser que tengo un considerable conocimiento y experiencia con el trabajo de los alguaciles en la colonia. Puedes confiar en mi palabra como si Dios mismo la hubiese grabado en piedra.
—¿Así que Manuel no sufrirá ningún daño?
—Amigo mío, puedes estar tranquilo. Manuel recibirá un trato especial.
Un trato muy especial. Los alguaciles seguramente ya le estaban rompiendo los huesos porque no escuchaban las respuestas que querían oír. En cuanto a comparar los dibujos robados con el original, si Manuel tenía dinero y familia, quizá podrían intervenir y salvarlo de ser descuartizado, el castigo para los traidores, pero sólo después de que lo hubiesen destrozado en el potro y se hubiera podrido en una mazmorra durante años.
Pero no veía ningún sentido a preocupar a Carlos con tales cosas y hacerle regurgitar confesiones que sólo conseguirían arrestarnos a nosotros y de nada ayudarían a Manuel. Me sorprendía que él no supiese que yo estaba al corriente de su espionaje. Por alguna razón, la condesa no se lo había contado.
Carlos sacudió la cabeza.
—No lo sé, Juan. Todavía temo por Manuel…
—Teme por ella, amigo.
—¿Ella?
—Tu noble dama. Si te detienen y te sacan la verdad con la tortura, como sin duda harán, ¿qué le pasará a ella?
—Tienes razón. La arrestarían. Ellos…
No pudo decirlo, así que yo imité el movimiento de un puñal cortando mi garganta.
—Primero se aprovecharán de ella, cada uno de los carceleros, esas apestosas, repugnantes criaturas que nacen y mueren en las mazmorras. Cuando acaben, se la pasarán a cualquier preso que pueda pagarla. Después, cuando sea el momento de ejecutar la justicia del rey, la atarán de brazos y piernas a cuatro caballos para descuartizarla. Azotarán a los animales en cuatro direcciones diferentes y las bestias le arrancarán los miembros, arrastrando sólo sus piernas y sus brazos chorreando sangre.
Se puso pálido como un fantasma, y su respiración sonó como el estertor de un moribundo. Creí que se iba a desmayar y me preparé para sujetarlo. En cambio, se inclinó sobre la borda y vomitó en el río. Le di una chupada al apestoso cigarro indio y lo sostuve por el cuello mientras devolvía.
¿He dicho ya que los hombres son unos idiotas cuando hay faldas de por medio?
Carlos no confesaría a los hombres del rey y pondría en peligro a la condesa. Pero tendría mucha suerte si lograba que siguiera con vida; como cualquier hombre bueno con una conciencia, su próximo pensamiento sería el suicidio.
¡Ay!, esos sabuesos habían vuelto a encontrar mi rastro, y muy pronto estarían lanzando dentelladas a mis talones. Tendría que moverme de prisa, y la expedición avanzaba demasiado despacio. Tan pronto como llegásemos al lugar correcto, abandonaría a los eruditos y los mosquitos y subiría a un barco con destino a La Habana.