CUARENTA Y SEIS

Cuando llegamos a nuestro destino en la antigua ciudad, Carlos dijo:

—Anoche me enteré por el mayordomo de que Cortés había pasado cerca de aquí varios años después de la conquista de los aztecas. Un hombre fascinante, el gran conquistador… Supongo que era un ejemplo de lo que se necesitaba para descubrir, conquistar y explotar nuevos mundos. ¿Conoces su recorrido por Honduras?

—De nuevo, confieso mi ignorancia.

—Como muchos otros acontecimientos en la era de la conquista, es un relato de aventuras, asesinatos y quizá incluso un poco de locura. Comenzó cuando Cortés envió a uno de sus capitanes, Cristóbal de Olid, a fundar una colonia en Honduras. Muy lejos de la supervisión de Cortés, Olid se dejó llevar por la ambición, y desapareció su buen juicio. El conquistador se enteró en Ciudad de México de que su capitán ya no obedecía sus órdenes, sino que actuaba con total independencia.

»Te diré una cosa, Juan, Olid era un loco. Sabía lo duro que era Cortés, sabía que el conquistador era tan tenaz que había quemado su propia flota para obligar a sus hombres a luchar contra los aztecas cuando se asustaron y reclamaron regresar a Cuba.

«Si no hay arrestos, no hay gloria, eh…»

—Olid creyó que, dada la distancia entre él y Cortés, podía desafiarlo. Pero se equivocó. Cortés primero envió a un capitán de confianza, Francisco de las Casas, para que convenciese a Olid de sus errores. Las Casas naufragó en la costa, y cayó en manos de Olid. Pese a encontrarse cautivo, las Casas convenció a los hombres de Olid, montó una rebelión, arrestó a Olid y lo decapitó. No obstante, sólo la noticia del naufragio le llegó a Cortés en Ciudad de México, así que partió para Honduras con un ejército de unos ciento cincuenta españoles y varios miles de indios junto con una compañía de bailarines, titiriteros y músicos. Así y todo, la aspereza del terreno hizo que el viaje fuese infernal.

»Guatemozín, el último emperador de los aztecas, estaba con Cortés, sin duda porque el conquistador temía dejarlo en la capital. Cuando Guatemozín y los demás indios vieron que los europeos estaban agotados y famélicos, planearon matar a los españoles y exhibir la cabeza de Cortés en una lanza todo el camino de regreso hasta Ciudad de México, para animar así a los nativos a levantarse contra los españoles.

»Cortés se enteró de la conspiración, de nuevo a través de doña Marina, y organizó un juicio en el que Guatemozín defendió su inocencia. El español mandó que lo ahorcaran junto con otros líderes.

Carlos sacudió la cabeza.

—Más allá de que si Cortés estaba en lo cierto sobre la culpa de Guatemozín, la conspiración de Cholula, o de las muchas otras victorias o atrocidades que se le atribuyen, desde luego era un hombre decidido. Compartía tres atributos del emperador Napoleón, rasgos de carácter que han hecho del corso el conquistador de Europa: decisión, atrevimiento y una crueldad absoluta.

Cada vez que Carlos mencionaba las asombrosas hazañas de Marina, yo recordaba el cuerpo y el coraje de mi Marina.

Cuando por fin llegamos a Palenque, me sentí como Colón cuando avistó tierra después de su terrible viaje. Otra ciudad de los muertos, abandonada hacía mucho por sus ocupantes, quizá hacía ya siglos, Palenque había sido engullida por la selva. A diferencia de Teotihuacán, cuyas imponentes pirámides asombraban a todos, incluso desde la distancia, las ruinas deberían haberse limpiado de la vegetación para ser observadas. Habría sido necesario un pequeño ejército para liberar la ciudad de las garras de la selva, un lujo del que no disponíamos y que obligó a los eruditos a escoger sólo unas partes específicas de los edificios para ser limpiadas y estudiadas.

Carlos me dijo que esas antiguas ruinas habían sido descubiertas poco después de la conquista, pero habían pasado dos siglos antes de que un sacerdote, el padre Solís, fuese enviado por su obispo para examinar el lugar. Poco fruto dio la misión: como muchas otras antigüedades del Nuevo Mundo, a nadie le importaba el lugar una vez que había sido despojado de sus tesoros.

¿Qué tamaño había alcanzado la ciudad? Nos resultaba imposible decirlo, pero descubrimos estructuras cubiertas por la selva a más de una legua en cada dirección.

—A ésta la llaman el Palacio —me comentó mi patrón mientras recorríamos un inmenso complejo.

Una enorme estructura oblonga con altos muros que rodeaban edificios, patios y una torre, el Palacio, como las demás construcciones de Palenque, estaba cubierta con una capa de estuco que se había secado y mantenía su forma con el paso del tiempo. Era un recinto oscuro y húmedo, con muchos pasillos y habitaciones, además de una serie de depósitos subterráneos.

—Es enorme —le dije a Carlos, a medida que me daba cuenta del alcance y el significado del Palacio—. Aquí dentro podrías meter toda la plaza mayor de Ciudad de México.

—Bien podría haber sido el centro administrativo del imperio que gobernaba la ciudad.

Cerca del Palacio estaba el templo de las Inscripciones, una pirámide de nueve terrazas que los antiguos indios utilizaban para comunicar y registrar acontecimientos importantes. De más de quince metros de altura, contenía centenares de jeroglíficos.

Una pirámide más pequeña, el templo del Sol, casi igualaba su vertiginosa altura cuando se incluía la espaciosa habitación en su cima. A la izquierda y a la derecha de las entradas había figuras humanas de tamaño natural esculpidas en la piedra. El sol aparecía en un bajorrelieve, de más de tres metros de ancho y un metro de alto. Carlos lo llamó «obra maestra del arte».

La inmersión en la antigua cultura india me estaba transformando poco a poco. Mientras miraba los magníficos edificios del pasado, comprendí que, comenzando semanas antes en la Calzada de los Muertos de Teotihuacán, un nuevo mundo había empezado a abrirse para mí. Ahora comprendía que todo cuanto me habían enseñado sobre los indios era un error. Más que animales de carga y salvajes de la selva como había creído que eran, se trataba de unas magníficas personas que habían sido víctimas de un terrible daño. También comprendí por fin por qué el cura de Dolores insistía en que, si se les daba la oportunidad, los aztecas eran gentes tan capaces como cualesquiera otras.

Era una pena que hubiera tenido que estar un paso por delante del verdugo para llegar a esa conclusión.