Palenque
Emprendimos viaje hacia la selva en el sur y la antigua ciudad maya conocida como Palenque, desde donde viajaríamos a Chichén Itzá y otros famosos sitios mayas en Yucatán.
—Podríamos ir a la costa y coger un barco rumbo al sur, acortando el viaje, pero nadie quiere regresar a Veracruz —me explicó Carlos mientras caminábamos.
Como miembro de la expedición, tenía una mula para cabalgar, pero a menudo caminaba para poder hablar conmigo. Yo no podía montar mi mula, que se doblaba bajo la montaña de equipos y provisiones.
—Tienen miedo del vómito negro. Después de llegar de España, escapamos de Veracruz con un único muerto, pero nadie quiere correr el riesgo de contraer la fiebre amarilla, así que vamos al sur por tierra. Además, no tendríamos nada para catalogar o investigar a bordo de una nave.
Me mostró en su mapa adónde nos llevaría nuestra ruta.
—Desde Puebla, bajaremos hasta el istmo de Tehuantepec, el estrecho cuello de Nueva España que se encuentra entre el golfo de México en el lado del Atlántico y el golfo de Tehuantepec en el lado del Pacífico, y luego hacia San Juan Bautista. De allí viraremos tierra adentro para ir hasta las ruinas de Palenque, a unas treinta leguas o poco más de San Juan Bautista.
Asentí.
—El mapa, sin embargo, no muestra las dificultades del terreno —repuse—. Viajaremos por esta alta meseta hasta el corazón selvático de la colonia, desde las templadas montañas al calor húmedo de la selva tropical y los ríos del istmo y Tabasco. Para el momento en que lleguemos a las ruinas indias que buscas, quizá descubramos que el vómito negro de la costa es menos temible que la ardiente selva a la que vamos.
La mayor parte del viaje hacia San Juan Bautista transcurrió sin incidentes, pero estábamos a unos pocos días de la ciudad cuando comenzaron las lluvias. Después de descender de la meseta, la lluvia caía continuamente en chubascos, diluvios y nieblas, pero esta vez las compuertas del cielo se abrieron y el agua se derramaba sobre nosotros como si los dioses mayas nos hubieran maldecido por violar su territorio.
Con el barro hasta las rodillas, las mulas se hundían hasta la barriga, y temamos que luchar para sacarlas del fango. ¡Dios mío!, los insectos nos comían vivos como bestias rabiosas; las serpientes, colgadas de las ramas de los árboles, nos atacaban cuando pasábamos por debajo de ellas. Aquellos grandes y brutales demonios de los ríos y los pantanos que parecían dragones nos acechaban en cada recodo.
Cuando tu montura está metida en el barro hasta la barriga, no te queda más remedio que bajarte y luchar tú mismo contra el fango. Muy pronto, incluso los gachupines se mojaron los pies.
Las heridas de los azotes aún estaban frescas y me dolían cuando llegamos a los trópicos. Todas las noches, mientras me retorcía en agonía por el picor o sangraba cuando las heridas se reabrían, pensaba en el fraile que las había causado.
Cruzamos llanuras inundadas, ríos, lagunas, marjales y pantanos chapoteando a través del barro, nadando en los vados de los ríos junto a nuestras mulas. En algunos de los arroyos, cuando sus caballos no podían llevarlos, los portadores cargábamos a hombros a los miembros de la expedición. Sólo Carlos cruzó todas las corrientes por su propio pie.
A menudo teníamos que abrirnos paso a golpe de machete a través de una vegetación tan densa que sólo los pájaros en vuelo podían ver nuestra ruta. Sudados a más no poder, muertos de calor día y noche, estábamos demasiado lejos de las montañas del norte y los grandes mares que golpeaban las costas para respirar aire limpio y fresco. Vimos muy poca gente de raza europea, de vez en cuando algún comerciante mestizo, y en una ocasión al mayordomo criollo de una hacienda, pero generalmente sólo encontrábamos indios de las dispersas aldeas. Eran gentes que el tiempo había olvidado; vivían igual que cuando Cortés desembarcó tres siglos antes o cuando el hijo de Dios caminaba por las costas de Galilea.
Los salvajes iban prácticamente desnudos y no hablaban español. Y no es que yo los llamara salvajes en presencia de Carlos. Él los consideraba «personas indígenas» a quienes habíamos conquistado, robado, violado y explotado, y cuya cultura habíamos aniquilado sin piedad. Carezco de los méritos para juzgar o evaluar sus logros culturales, pero debo afirmar que los indios que vi tenían un físico impresionante. Aunque modestos en estatura, sus musculosos cuerpos mostraban un porte atlético envidiable, y todo ello a pesar del tremendo clima, los pestilentes insectos y los omnipresentes depredadores como los cocodrilos, los jaguares y las pitones que los perseguían, a ellos y a nosotros. Así y todo, no podía compartir la entusiasta admiración de Carlos. Su evidente desnudez, su ridícula carencia de armas y caballos, unida a la profusión de tatuajes rojos en sus cuerpos, que coloreaban con un apestoso ungüento hecho con el residuo del árbol de la goma, me inclinaba a verlos como menos que civilizados.
Encontraba también bárbaro su sistema de justicia criminal. Para castigar la muerte injustificada de una persona, el asesino era entregado a los parientes de la víctima. Una vez en manos de la familia del difunto, el asesino tenía que encontrar la forma de resarcirlos o lo mataban. Un ladrón no sólo tenía que pagar el valor de lo que había robado, sino que además era entregado como esclavo a la víctima durante un período de tiempo, su castigo quedaba determinado por la cuantía del robo.
—Ojo por ojo —dijo Carlos.
—No, si tienes para pagar —murmuré por lo bajo.
En caso de adulterio, los culpables eran atados a un poste y entregados al marido agraviado. El marido podía escoger entre perdonar el crimen o dejar caer una piedra de gran tamaño sobre la cabeza del adúltero desde una considerable altura, y así matarlo. Abandonada por su marido, la esposa infiel perdía la protección de la aldea, lo que conducía inevitablemente a una muerte larga y dolorosa.
Encontré extraño que en la mayoría de los pueblos los jóvenes no vivían en casa de sus padres. En cambio, se los alojaba en una vivienda comunitaria hasta que se casaban. Cuando Carlos le preguntó a un sacerdote por qué vivían de esa manera, el fraile criticó la práctica en lugar de dar una explicación.
Su ignorancia puso furioso a Carlos.
—Los sacerdotes intentan convertir a los indios a nuestra fe, pero rehúsan comprender a sus viejos dioses. Quizá si los frailes conocieran mejor las razones de las costumbres aztecas podrían convertir a más de ellos.
Los temperamentos eran irritables, la comida mohosa y —excepto por los indios locales— cualquiera que alquilábamos caía víctima de la fiebre y regresaba a su casa. Yo soportaba lo intolerable con el mejor de los ánimos, algo que sorprendió a Carlos. Por supuesto, no podía explicarle por qué vivir como un fugitivo, mirando siempre por encima del hombro, y aceptar los insultos y las humillaciones de mis inferiores hacía que nuestra caminata por la selva pareciese relativamente soportable.
También había asumido un nuevo papel que me libró de los mezquinos problemas del campamento. Los soldados habían demostrado ser tan inútiles en rastrear y disparar que Carlos me había dado un mosquete, pólvora y balas, y me había encomendado que proveyese de carne al campamento.
La lluvia, que no parecía que fuera a cesar, impedía que nuestras prendas y nuestras botas llegaran a secarse del todo. En cambio, nos ofrecía un almo temporal de los mosquitos que nos atacaban día y noche, picando y chupando nuestra sangre hasta que las manos y los rostros expuestos quedaban cubiertos de horribles llagas inflamadas.
Todas las tardes, colgaba una lona encerada para que Carlos comiese y durmiese debajo de ella. Un día me invitó a compartirla, a pesar de que el sacerdote inquisidor y fray Benito fruncieron el entrecejo ante la bondad de mi patrón para con un peón. No tardé en descubrir que Carlos quería tenerme cerca por la noche para poder hablar. Yo sabía más de lo que él sospechaba, pero contenía la lengua, hacía pocas preguntas y me dedicaba a escuchar. Había en él una carga que deseaba escapar, demonios que debía exorcizar algún día.
Cada vez más dado a la bebida, Carlos se tumbaba de lado sobre las mantas para hablar y beber de su petaca de latón. El brandy aflojaba su lengua hasta tal punto que algunas veces temía que acabaría por metemos a ambos en problemas. Sentado con la espalda apoyada en un árbol, escuchaba el murmullo de sus confidencias y el zumbido de los mosquitos.
Mientras contemplaba el cielo estrellado, me dijo algo que me hizo pensar en si no se había vuelto loco del todo.
—¿Sabes que seis planetas dan vueltas alrededor del Sol, y que Saturno es el más alejado de la Tierra?
No lo sabía, pero fingí que sí.
—A pesar de las tonterías que dicen en las iglesias sobre el firmamento, los astrónomos, con ayuda de sus telescopios, han descubierto un número incalculable de soles, sistemas solares y mundos como nuestra Tierra en el universo. Los astrónomos declaran con toda lógica y claridad que si la vida prospera aquí, también debe de existir vida en otros planetas. Déjame que te lea algo de una colección de libros muy buenos publicados por los británicos pocos años antes de que yo naciera llamada Enciclopedia Británica.
Leyó de un trozo de papel:
A un observador atento le parecerá muy probable que los planetas de nuestro sistema, junto con sus acompañantes, llamados satélites o lunas, son de la misma naturaleza que nuestra Tierra y están destinados al mismo propósito, porque son sólidos globos opacos, capaces de alimentar animales y vegetales.
La excitación hacía que le temblase la voz.
—Juan, hay personas en otros planetas. ¡Escucha, aquí dice que incluso viven personas en la Luna!
En la superficie de la Luna, porque está más cerca de nosotros que cualquier otro de los cuerpos celestes, descubrimos un parecido con nuestra Tierra. Porque, con la ayuda de los telescopios, observamos que la Luna está llena de altas montañas, grandes valles y profundas cavidades. Estas similitudes no dejan lugar a la duda, y todos los planetas y las lunas en el sistema están diseñados para la cómoda habitación de las criaturas dotadas con capacidad de razonamiento y de adorar a su dios benefactor.
Me miró con una expresión de asombro.
—¿No te parece increíble, Juan? Los eruditos, con sus telescopios, han descubierto que no estamos solos en el universo. La Iglesia no quiere que nosotros lo sepamos, y es por eso por lo que enjuiciaron a Galileo después de que les pidió a los obispos que mirasen a través de su telescopio. Ellos no tenían miedo de ver el cielo; lo que temían era ver los planetas habitables.
No le dije que a mí esa historia me parecía más espeluznante que increíble. ¿Gente que habitaba en la Luna y en Marte? ¿Un universo infinito en lugar de un cielo? Si el sacerdote inquisidor ponía sus manos en el papel que leía Carlos, nos colocaría en el potro allí mismo, en la selva, y nos asaría en la hoguera.
—Ya te he hablado de las enciclopedias, de cómo eruditos de muchas naciones están siguiendo la guía de los franceses y se dedican de lleno a recopilar y organizar el conocimiento de siglos, de tal forma que todos puedan tener acceso y aprender de ellos. Lo que no te he dicho es que estoy trabajando en dos enciclopedias españolas.
—¿Dos? ¿Al mismo tiempo?
—Sí, dos: una para el rey y otra para el resto de la humanidad. La versión que recibirá el rey será censurada por la Inquisición y la pandilla de ignorantes de la corte que creen que deben mantener a la gente en la oscuridad intelectual. Pero la otra, Juan, la que recopilo en secreto, será la verdad. ¿Sabes lo que significa «la verdad»?
Me encogí de hombros.
—¿Como son de verdad las cosas, señor?
—Sí, tal como son en realidad; no lo que el cerrado dogma de la Inquisición dice que es verdad; no lo que los profesores que enseñan mentiras en las escuelas y las universidades dicen que es verdad porque son demasiado ignorantes o tienen demasiado miedo de decir la verdad.
Me rasqué la barbilla y miré en derredor. La mayoría de los hombres sudaban en sus tiendas, soportando el calor para ocultarse de los mosquitos.
Mi amigo Carlos se estaba volviendo cada día más y más complicado. Hubiera sido mejor cargar las maletas de un sacerdote que no las de un hereje.
—Sé lo que estás pensando, Juan, que soy carne para el inquisidor que está allí. —Movió la cabeza en dirección a la tienda del sacerdote inquisidor—. Pero no me importa; estoy cansado de tener miedo, de esconderme en la oscuridad. Por culpa de hombres como él tengo que ocultar el conocimiento como un ladrón que oculta su botín. ¿Sabes lo que le hicieron a mi maestro, el hombre que me cogió de una mano y me mostró la luz más allá de las tinieblas del dogma religioso? Una noche se presentaron en su casa y se lo llevaron a su mazmorra, el lugar que la Inquisición mantiene para asustarlos. Lo acusaron de dar a sus alumnos para que los leyesen los libros prohibidos por el Index librorum prohibitorum de la Iglesia…
—Una mentira, por supuesto.
—No, era verdad. Nos dio el fruto prohibido. Pero ¿le partes los huesos a un hombre por leer un libro?