CUARENTA Y TRES

Era hora de dejar Puebla. La expedición contrató nuevos porteadores para la siguiente etapa del viaje hacia el sur para reemplazar a aquellos de Teotihuacán que regresarían a sus casas. Yo era el único «viejo» que continuaba en el viaje.

Carlos fue a la ciudad para dar un paseo por la plaza mayor, que tanto le gustaba, mientras el resto de nosotros levantábamos el campamento para organizar los equipos y los abastecimientos para el largo viaje al sur. Había acabado de cargar mi mula con las cosas de Carlos cuando un sacerdote me golpeó en la espalda con su bastón.

—Tú. Ven conmigo.

Dejo a vuestra imaginación por dónde le habría metido el bastón por lo que me había hecho cuando yo era un caballero.

El nombre del sacerdote era fray Benito. Era una criatura detestable: flaco, encorvado, rostro afilado, con una nariz bulbosa y unos ojos saltones. Era el miembro más desagradable de la expedición.

—Ayuda a este otro peón a cargar mi equipaje.

Pobres pero respetables trabajadores, la mayoría de los indios y los mestizos de la colonia eran llamados peones, pero el nuevo ayudante del fraile no era respetable ni trabajador, sino un ladrón lépero. Lo supe en cuanto le eché una mirada al bastardo de ojos ladinos. Si se le hubiese ocurrido tocar el equipaje de Carlos, lo habría sacado a puntapiés. Sin embargo, no me importaba si le robaba al fraile hasta dejarlo desnudo y le rajaba el cuello. El hombre era cruel con los porteadores, y más de una vez había azotado a alguno injustamente.

Estaba acomodando las cosas del fraile cuando un libro cayó al suelo. Me arrodillé para recogerlo y mi mirada captó el título en francés en la portadilla: L’École des Filles. Afirmaba relatar cómo una mujer «experimentada» enseñaba a una virgen a dar y recibir placer sexual, y hacía referencias a una posición llamada «la mujer cabalga». No obstante, el título en la cubierta proclamaba que era la historia de san Agustín.

¡Ay!, era la clase de libro que la iglesia llamaba pornographos. En las calles se los conocía como libros que sólo se podían leer con una mano porque la otra había sucumbido al pecado de Onán.

El fraile era un pervertido, bueno, al menos tanto como cualquiera de nosotros, excepto porque él ocultaba su perversidad debajo de los hábitos sagrados.

De pronto me arrancaron el libro de las manos. Miré a fray Benito. Él me observaba furioso, el pájaro permaneció por una vez mudo.

—Lo siento, padre. Vi el libro… —Señalé la cubierta—. Me gusta mirar las palabras que leen los hombres instruidos. Quizá algún día me enseñen a leer, ¿no?

—¿No sabes leer?

—Por supuesto que no. Muy pocos de mi clase saben hacerlo.

Guardó el libro en el fondo de la alforja pero continuó mirándome con sospecha. Maldito sapo. No sabía qué hacer porque no tenía el coraje de enfrentarse a mí. Si yo había mentido al decir que no sabía leer…, bueno, ni siquiera sus hábitos sagrados lo salvarían a él de la Inquisición.

Se alejó y nosotros continuamos trabajando. Casi habíamos acabado cuando vi al lépero que se guardaba algo en el bolsillo. Como he dicho, de haber sido algo de mi amigo Carlos, hubiese denunciado —y castigado— al ladrón allí mismo. Me mantuve callado, pero el fraile salió de detrás de un árbol donde había estado escondido y le gritó al lépero: «¡Ladrón! ¡Ladrón!» Muy pronto vinieron otros, y el fraile agitó una cadena con una cruz de plata delante del sargento a cargo de nuestra escolta militar.

—¡¿Lo ves?! No se puede confiar en estos pordioseros: son capaces de robar la más sagrada de las reliquias por un vaso de pulque. —Señaló al lépero—. Dale veinte azotes y envíalo de vuelta a la ciudad. —Luego me miró a mí—. Dales a ambos veinte azotes.

—¡Pero si yo no he hecho nada! —exclamé.

—Ambos sois basura. Azótalos.

Me erguí, inseguro de lo que iba a hacer. Si luchaba, tendría que escapar de la expedición y perdería mi tapadera. Pero aceptar que me azotasen cuando no había hecho nada…

Los soldados me llevaron a un árbol junto al que habían elegido para el lépero y me ataron las muñecas a una rama baja. Escuché en tensa anticipación mientras el lépero recibía sus latigazos. Gritaba con cada golpe. Veinte latigazos dejaban la espalda bañada en sangre y marcada para toda la vida. Forcejeé con la cuerda que me ataba las muñecas, lamentando no haberme resistido. Deseaba haber matado a un par de gachupines y escapar.

Finalmente llegó mi tumo. Me puse tenso cuando el hombre con el látigo se colocó detrás de mí y dio un par de trallazos. El sargento jugaba conmigo, restallando el látigo cerca de mi piel un par de veces para que me tensase aún más de lo que ya estaba.

Descargó el primer latigazo y sentí como si me hubieran puesto en la espalda un hierro al rojo. Gruñí, conteniendo los gritos que el lépero había soltado.

Llegó el segundo y jadeé, apenas capaz de contener el alarido. Tiré más fuerte de las cuerdas, desesperado por romperlas y matar a algunos de los idiotas que disfrutaban con mi dolor.

¡Ay! Otro latigazo rasgó mi espalda. Me sacudí todavía con más fuerza en mis ligaduras, pero ningún sonido escapó de mis labios.

—Éste se cree muy hombre —le dijo el sargento a su público—. Ya veremos lo duro que es.

El látigo cortó más hondo que antes. Jadeé. Golpeó de nuevo, abriendo otro surco. Sentía cómo la sangre corría por mi espalda.

—¡Alto!

Era la voz de Carlos, pero no podía volverme para verlo. Apoyé mi peso en el árbol. El dolor de la espalda era como si hubiese sido cortada por las zarpas de un puma. Oí una discusión, pero no podía seguirla. De pronto Carlos apareció a mi lado.

—¿Ayudaste al lépero a robar la cruz?

—Por supuesto que no —mascullé—. ¿Por qué iba a ayudar a esa basura? Podía coger lo que desease yo mismo.

Cortó las ligaduras.

—Lo siento mucho —dijo—. Castigarte por el crimen de otro hombre es una vergüenza.

Fray Benito estaba hablando con otros miembros de la expedición. Su rostro sombrío mostraba ahora una sonriente animación. Ver derramada sangre había reavivado su espíritu.

¡Ay! No podía vengarme y continuar en la expedición. Tendría que seguir haciendo de peón y mantener la boca cerrada. Pero como Dios en el cielo manda y el diablo en el infierno sabe, ese fraile pagaría por la sangre de mi carne injustamente derramada. No sabía cuándo o cómo atacaría, pero llegaría el día en que pondría los cojones del hombre en una prensa y se los aplastaría.

Sumido en mis pensamientos, de pronto advertí que el sacerdote inquisidor fray Baltar me miraba. Me señaló con uno de sus gordos dedos.

—Acabo de ver al demonio en ti ahora mismo —dijo—. ¡Cuidado! ¡Cuidado! Puedo oler la maldad. Te estaré vigilando.