CUARENTA Y UNO

Cholula

Hicimos el viaje a Puebla desde San Agustín, una distancia de unas treinta leguas, a buen paso.

Ciudad rica, Puebla de los Ángeles se alzaba en una extensa llanura a los pies de la sierra Madre Oriental. En tamaño, Puebla, al sureste de la capital, proclamaba ser la segunda ciudad de Nueva España. Sin embargo, cuando se incluían los pueblos mineros alrededor de Guanajuato, ésta superaba por un estrecho margen la población de Puebla. Los miembros de la expedición encontraban que Puebla poseía una historia fascinante por su importancia estratégica. Ubicada en la ruta entre la capital y el puerto principal de la colonia, Veracruz, Puebla había sido un freno potencial para las fuerzas enemigas. Habría sido extraño que el ingeniero militar no hubiese trazado planos de esas fortificaciones para la Corona, y que Carlos no los hubiese robado para la condesa y Napoleón.

Así y todo, no se mencionó en ningún momento mi encuentro camal con la dama. Antes, casi había esperado que Carlos me ofreciera elegir entre pistolas o espadas y exigiera satisfacción en el campo del honor, pero no ofreció ni pidió nada. Tampoco estaba seguro de que sus motivos para robar los planos de las fortalezas de la colonia tuviesen un carácter sexual. Obsesionado con la política, la historia y la ciencia, Carlos me parecía alguien demasiado erudito e idealista para un loco y apasionado amor. Su falta de interés romántico por las legiones de señoritas que encontrábamos parecía confirmarlo. Su trabajo estaba por encima de todo lo demás.

En Puebla, a diferencia de Guanajuato, con sus terrazas mineras, las calles dividían la ciudad en el clásico patrón colonial. Una cuadrícula de anchas y rectas calles que se cruzaban las unas con las otras, Puebla las había pavimentado con dibujos de cuadros o rombos. En cierto modo, me recordaba a la capital. Mientras nos acercábamos a la plaza mayor, vi que la mayoría de las casas eran de tres pisos. Algunas estaban pintadas con vividos y vibrantes colores, sus balcones —con balaustradas de hierro forjado negro— se extendían sobre las calles. Los aleros de los tejados se proyectaban sobre las aceras. Los grandes carruajes conducidos por cocheros con librea y tirados por mulas altas, algunas de las cuales tenían dieciséis palmos hasta la cruz, demostraban que, como Ciudad de México y Guanajuato, Puebla era una localidad rica.

Carlos y yo nos alojamos en una casa particular: él en una habitación en el tercer piso y yo al fondo de una curtiduría de la planta baja.

Mientras caminábamos hacia la catedral, Carlos comentó:

—Se dice que la magnífica arquitectura de Puebla es similar a la de Toledo, una de las grandes ciudades de España.

Podría haberle dicho que yo tenía una especie de vínculo con la famosa ciudad fortificada. El padre de Raquel era de Toledo, y su fortuna se había fundado en las magníficas espadas que desde hacía mucho tiempo se fabricaban allí.

Desde la torre más alta de la catedral, observamos los dos picos volcánicos: el dominante Popocatépetl, «la montaña humeante», y su compañero más bajo, Iztaccíhuatl, «la mujer blanca». Desde esa altura contemplamos otra imponente casa de culto, ésta en lo alto de una distante pirámide.

—Cholula —dijo Carlos, y la señaló— es la pirámide más grande del mundo. Su base y su volumen exceden incluso a los de la mayor pirámide egipcia.

—Parece una colina con una iglesia encima.

—Sí, y está más densamente cubierta por la vegetación que las pirámides de Teotihuacán. Alguien que no supiese otra cosa la tomaría por una colina con una iglesia encima. La observaremos más de cerca mañana.

Sacudí la cabeza.

—No puedo creer que sea una pirámide.

—Es la reina de las pirámides. Las estructuras indias fueron demolidas para utilizar los materiales en la construcción de iglesias, o se dejó que la selva las reclamase para que los indios nunca supiesen el verdadero esplendor de su extraordinaria herencia.

Salimos de la catedral y entramos en la plaza mayor. La iglesia, que formaba un costado de la plaza, tenía un exterior sencillo con pocos adornos arquitectónicos. Sin embargo, su interior y su mobiliario eran muy elaborados: un magnífico altar de plata y gallardas columnas con plintos y capiteles de oro pulido.

—Con sesenta iglesias, numerosos colegios religiosos y más de veinte monasterios y conventos —me explicó Carlos mientras caminábamos por la plaza—, Puebla es conocida como la ciudad de las iglesias.

«Demasiadas», parecía pensar por su tono. Ésa no sería una conclusión sorprendente para un admirador del emperador francés, conocido por su guerra contra las iglesias. Yo carecía de su desdén por las instituciones religiosas. Las iglesias ofrecían consuelo a las mujeres, los ancianos, los niños pequeños y aquellos que tenían miedo del más allá. Consciente de que mi propia alma estaba irrevocable e ineludiblemente condenada, yo, por supuesto, nunca había sentido la necesidad del solaz religioso.

Una vez en la plaza, compramos zumo de limón y mango. Las vendedoras tenían los zumos, junto con el pulque y el chocolate, en pequeñas jarras guardadas dentro de grandes cazuelas de cerámica rojas, llenas de agua y enterradas en la arena. Así mantenían las bebidas a una temperatura fresca. Flores, en su mayoría amapolas, estaban colocadas alrededor de las bebidas.

Carlos estaba entusiasmado con Puebla.

—Encuentro que este ritmo más tranquilo es mucho más encantador que el frenético trajín de la capital.

Después de saciar nuestra sed, fuimos al palacio del obispo, donde Carlos había concertado una visita a la biblioteca. Ésta, una sala muy elegante, era enorme, por lo menos medía cien pasos de largo y quizá unos veinte de ancho. Como alguien que se enorgullecía de no haber leído nunca un libro —algo que no le mencioné al erudito Carlos—, me pareció que en la biblioteca había un exceso de tomos, muchos de ellos encuadernados en pergamino.

Un monseñor que se presentó a sí mismo sólo como el bibliotecario del obispo nos acompañó en la visita. Una parte —prohibida incluso a los sacerdotes de la diócesis— albergaba libros y otros escritos considerados demasiado indecentes para que los leyesen los buenos cristianos. Carlos me dijo más tarde que muchos de esos textos habían sido arrebatados a los colonos por los inquisidores que recibían los barcos y revisaban la carga para llevarse los materiales que la Iglesia consideraba inapropiados.

—Tengo entendido que hay treinta y dos volúmenes de jeroglíficos indios que datan de antes de la conquista —le dijo Carlos al bibliotecario.

—Dichos volúmenes no están disponibles para la inspección —respondió el hombre.

Carlos se envaró y lo miró a los ojos.

—Tengo una comisión del propio rey para examinar y catalogar los objetos antiguos indios.

—Tales volúmenes no están disponibles para la inspección.

—¿Qué quiere decir? Tengo un privilegio real, una comisión de la Corona, para inspeccionarlos. —Carlos estaba tan furioso que tartamudeó.

—Los volúmenes no están disponibles para la inspección.

Dejamos la biblioteca y Carlos no dijo palabra en todo el trayecto de regreso a la casa donde nos hospedábamos. Quería preguntarle por qué eran tan importantes unos viejos libros de dibujos aztecas, pero con mucha prudencia no dije nada, a sabiendas de que sus intereses iban más allá de los míos, que pocas veces se apartaban de las mujeres, el vino, los caballos y las armas.

Carlos me dijo después que se quedaría en su habitación leyendo durante el resto del día. Como yo no tenía nada mejor que hacer, me dediqué a atender dos de mis cuatro necesidades básicas: me fui a una taberna para disfrutar del vino y de una puta.

A la mañana siguiente volvimos a la plaza mayor, donde se alquilaban pequeños coches tirados por mulas. Incluso a esa temprana hora, los vendedores estaban muy ocupados, vendiendo todo lo necesario para una casa, desde comida hasta ropa. Muchos de los indios disponían sus mercancías directamente en el suelo o sobre mantas, y se protegían a sí mismos y a sus productos de los súbitos chubascos con burdos paraguas. A diferencia de lo que sucedía en la capital, donde los léperos llenaban las calles, allí los indios eran limpios e iban bien vestidos.

Compramos las viandas para nuestra comida. Carlos quería pescado, que no abundaba en Puebla, dado que estaba lejos del mar, pero compró una empanada de pescado que había sido traída a medio cocer desde una gran distancia. El horneado acabó mientras llenábamos las cestas con lo necesario para nuestra comida: vino, queso, un pollo asado y pan del día.

A Carlos se le había pasado el malhumor provocado por la visita a la biblioteca del palacio del obispo la tarde anterior.

—Te debo una disculpa, Juan, por dejar que me dominase la furia.

—No me debes ninguna disculpa, don Carlos, no soy más que…

—No me vengas de nuevo con esa actuación de pobre peón sirviente; tu ascendencia es evidente. A pesar de tus esfuerzos por parecer humilde, eres más gallito que los que vimos en San Agustín. —Levantó una mano para acallar mis protestas—. No quiero conocer la historia de tu vida, porque si la oigo sin duda me veré obligado a llamar al alguacil o correr el riesgo de que me metan en la cárcel. Eso es algo que no quiero hacer pero, Juan, no te equivoques conmigo: no soy un ignorante ni tampoco un ingenuo. Lo único cierto que has admitido hasta ahora es tu innegable desdén por todas las cosas importantes: la historia, la literatura, la política y la religión. Si no fuese por el brandy, las espadas, las pistolas y las putas, tu cabeza estaría tan vacía como tu corazón. No me preguntes por qué, pero aun así me gustaría llenar ese tremendo vacío entre tus orejas con algo más que la violencia y la lujuria.

Le dediqué mi mejor y más encantadora sonrisa.

—Con toda franqueza, amigo, no eres el primero que me llama ignorante o el primero en alentarme a aprender de los libros. Sólo con gran perseverancia he evitado que el peso muerto de los libros debilitase mi fuerte mano de la espada.

—Juan, Juan —dijo al tiempo que sacudía la cabeza—, debilitas tu cerebro, no la mano de la espada, con tu miedo a la verdad y el aprender.

—No le temo a nada.

—No, Juan, no le temes a la gran bestia que vosotros los aztecas llamáis jaguar ni a la pistola de un hombre malo que apunta a tu cabeza vacía. Sin embargo, cuando se trata de libros, eres como un gato sobre una parrilla caliente que no salta al charco que hay debajo por miedo a lo desconocido. ¿Sabes a qué me refiero cuando hablo del movimiento llamado Ilustración?

—Por supuesto —repliqué, enojado por su condescendencia. Creía que Raquel o Lizardi habían mencionado la palabra, pero la verdad es que no estaba seguro. Por fortuna, Carlos no esperó a que demostrara mi ignorancia.

—Al renacimiento del estudio que ha transformado la cultura europea. Se inició hace más de un siglo, y desde entonces ha ido creciendo en alcance e intensidad. Una manera de pensar con lógica, es una nueva fe basada en la razón. A través de estudiar un sujeto y formular preguntas, podemos llegar a conclusiones, más que depender de la superstición o los restrictivos dogmas de la religión. Si comprendemos el mundo en el que vivimos tal como es, si no estamos atrapados por el pensamiento mezquino que ha dominado el conocimiento del pasado, alcanzaremos el conocimiento que de verdad nos hará libres. ¿Lo entiendes, Juan?

—Sí, el conocimiento nos hará libres. —Intenté parecer inteligente, pero nuestro carruaje pasaba junto a un grupo de bonitas muchachas y yo aproveché para sonreírles y requebrarlas.

Carlos exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.

—Quizá eres una causa perdida. Pistolas y cojones en lugar de alma.

—Eh, yo no carezco de educación, señor. Puede que no sepa mucho, pero sé firmar con mi nombre. Soy nada menos que medio sacerdote. Asistí a la escuela del seminario en la adolescencia y aprendí el latín de los sacerdotes y el francés de la cultura.

Me miró boquiabierto.

—¿Hablas francés?

C’est en forgeant qu’on devient forgeron. —Uno debe forjar una y otra vez para convertirse en herrero. En otras palabras, hay que trabajar muy duro en un oficio para triunfar en él.

Carlos comenzó a hablar en francés pero se interrumpió de inmediato cuando el cochero lo miró. La mirada que me dirigió Carlos decía que no debíamos mostrar nuestro conocimiento del francés mientras Napoleón ocupara la mayor parte de España.

—Si tuviste un maestro que te enseñó francés debes saber de la Encyclopédie —dijo.

—¿La Encyclopédie?

—Una palabra griega que significa «educación general». Es un intento de compilar todo el conocimiento del hombre en una única serie de libros; en una única enciclopedia. Se inició en Francia antes de que nosotros naciésemos. —Su voz se había convertido en un ansioso susurro—. Pero las enciclopedias han existido desde Espeusipo; sobrino de Platón, reunió el conocimiento de su tiempo. En tiempos romanos, Plinio el Viejo y Cayo Julio Solino crearon tales trabajos, pero España aún tiene que intentar un moderno compendio del conocimiento. Llevamos demasiado tiempo aplastados por el tacón de hierro de los reyes represivos y el dogma religioso.

Carlos me sujetó del brazo.

—Juan, no hay ninguna razón por la que los demás países deban estar por delante de nosotros a la hora de producir una enciclopedia. Los españoles han hecho numerosas contribuciones a la compilación del conocimiento. San Isidoro, el arzobispo de Sevilla, fundó en el siglo vil escuelas en cada diócesis en las que enseñaban las artes, la medicina, la ley y la ciencia. Escribió las Etimologías, una enciclopédica compilación del conocimiento de su época. Su historia de los godos es todavía la fuente primaria de esa antigua cultura. ¡Han pasado más de mil años desde entonces!

»Otros españoles han hecho contribuciones importantes. De disciplinis, de Juan Luis Vives, enseñó a los grandes pensadores que llegarían a la práctica del razonamiento inductivo. ¿Te sorprende que escapase de España con los sabuesos de la Inquisición pegados a sus talones?

Carlos sacudió la cabeza e hizo una mueca.

—Pedro Mexía y fray Benito Jerónimo Feijoo denunciaron a la Inquisición. Gaspar Melchor de Jovellanos escribió desde una cárcel del Santo Oficio. Pablo de Olavide, Juan Meléndez Valdés, sor Juana aquí, en la colonia: todos ellos vivieron aterrorizados por la Inquisición. ¿Te sorprendería si te dijese que la propia Encyclopédie, compuesta por D’Alembert y Diderot, fue prohibida?

Murmuré algo que esperé que sonara solidario. Francamente, después de haber encontrado que me habían cambiado en la cuna y me habían arrancado del paraíso gachupín para lanzarme al infierno lépero en cuestión de horas, ya nada me sorprendía.

Cargado de justa indignación, Carlos respiró profundamente varias veces para calmarse.

—¿Comprendes ahora por qué lo que nos dijeron acerca de los libros aztecas me afectó tanto?

—¿Me perdí algo? —pregunté, porque aún no estaba seguro de por qué lo había dominado la cólera cuando le negaron el acceso a los manuscritos.

—El monseñor mintió. Han destruido los manuscritos. De la misma manera que el obispo Zumárraga y Landa se dedicaron a destruir todos los vestigios de las civilizaciones indias del Nuevo Mundo después de la conquista, esos locos de la biblioteca del obispo han destruido los manuscritos confiados a su custodia. Los destruyeron porque temían los escritos; los temían porque no los comprendían. ¿Sabes por qué nunca entendieron lo que decían los indios? Porque nunca los descifraron.

»¿Te das cuenta del daño que los fanáticos religiosos como Zumárraga han hecho? ¿Comprendes las consecuencias de sus actos? La cultura azteca previa a la conquista era una civilización madura, una sociedad avanzada en el gobierno, el comercio, la medicina y las ciencias. Tenían libros, lo mismo que nosotros, aunque su escritura era diferente de la nuestra. Estudiaron el Sol, la Luna y las estrellas, y establecieron un calendario mucho más preciso que el nuestro. Tenían medicinas que curaban de verdad, no los excrementos de rata que tantos de nuestros ignorantes doctores recetan.

»Nuestros fanáticos sacerdotes se dedicaron a destruir todo vestigio de la cultura india para reemplazarla con su propia religión. Lo que les hicieron a los indios cuando destruyeron sus lugares de culto, sus estatuas y sus escritos es equivalente a la invasión árabe de Europa, en la que destruyeron iglesias, quemaron libros y destrozaron estatuas y obras de arte de la cristiandad.

Ambos suspiramos.

Comenzaba a sentirme tan mal por lo que les había ocurrido a los aztecas como Carlos. ¿Significaba eso que me estaba educando?