Al día siguiente, Carlos y yo cabalgamos la corta distancia hasta la pirámide de Cuicuilco. Una vez más, si tenía algún conocimiento de mi encuentro con la condesa, se lo guardó para sí.
Esperaba que Cuicuilco fuese otra prodigiosa pirámide, como las del Sol y la Luna en Teotihuacán, pero ésta era mucho más pequeña, quizá medía una cuarta parte de la pirámide del Sol. Así y todo, una formidable estructura con lava basáltica que la cubría más o menos hasta un tercio y el resto tapado con vegetación, era más alta que una docena de hombres. Debido a la lava y los arbustos, parecía menos una pirámide que una colina boscosa. Si no me hubiesen dicho que era una estructura hecha por el hombre, hubiese creído que era un pequeño volcán. Sin embargo, un lúgubre presentimiento la envolvía. Aunque no la cercaban los fantasmas como a las grandes pirámides de Teotihuacán, esta pirámide era más severa, más despiadada.
—En la lengua de los indios, Cuicuilco significa «el lugar del canto y la danza» —me explicó Carlos.
—La rodea mucha lava —señalé—. Es mucho más pequeña que las pirámides del Sol y la Luna de Teotihuacán.
—Es verdad, pero también está rodeada por el misterio, como aquéllas. No sabemos quiénes la construyeron ni siquiera por qué lo hicieron, aunque cabría suponer que tenía un significado religioso. Debes comprender, Juan, que como la más antigua de todas las pirámides de la colonia, reclama nuestro respeto. —Señaló el montículo—. Es la estructura hecha por el hombre más antigua de todo el Nuevo Mundo, es anterior al nacimiento de Cristo, y quizá incluso anterior a las pirámides del valle del Nilo. Unas personas muy poderosas nos la legaron.
»Tú nunca has estado en España, pero allí tenemos grandes catedrales, magníficos monumentos de nuestro glorioso pasado y otros en la colonia que también son grandes, pero ninguno tan viejo como esta pirámide. Estaba aquí mil años, quizá dos mil, antes de que fuesen construidos los nuestros.
Movió una mano para abarcar el magnífico edificio.
—Piénsalo, Juan, por tus venas corre la sangre de dos grandes civilizaciones: los indios del Nuevo Mundo y los españoles del antiguo. Nunca reniegues de tu sangre. ¿Qué dices, don Juan el Mestizo? —Me miró con atención—. ¿No estás orgulloso de tu sangre?
—Mucho.
Sí, estaba orgulloso de que mi sangre aún corriese por mis venas y no por el suelo de la cárcel de la cual había escapado hacía poco, o por las paredes de la cámara de tortura de la Inquisición. Pero no dije nada y dejé que el erudito hablase de los logros de mi gente a ambos lados del Atlántico.
Cuando dejase de escapar del verdugo, quizá apreciaría las pasadas maravillas de mi sangre.