TREINTA Y NUEVE

Tan pronto como dejé a Carlos en casa de su amigo, regresé a la plaza mayor. Había un portero apostado en la puerta de la posada. Le mostré una moneda de plata, medio real.

—Mi patrón vio a una hermosa mujer con el pelo dorado bajar de su carruaje y entrar en la posada hace un rato. Desea conocer su nombre.

—Tu patrón tiene buen ojo —dijo, guardándose la moneda—. Es Camila, condesa de Valls. Es francesa, pero estaba casada con un conde español. Tengo entendido que su marido murió y le ha dejado mucho dinero.

Un hombre que pasaba por la calle se detuvo al oír la palabra «francesa» y señaló al portero con el dedo.

—Están intentando robamos nuestro país.

El transeúnte se marchó, y yo le pregunté entonces al portero:

—Mi patrón desea hacerle llegar a la condesa una pequeña muestra de su aprecio. ¿En qué habitación se aloja?

—Todas las entregas las recojo yo.

Saqué otra moneda de plata, ésta de un real, y bajé la voz.

—Mi patrón es un hombre importante con una mujer celosa: desearía hacer una discreta visita en persona.

—Por la escalera de atrás. Su habitación está en una esquina del edificio, la que tiene un balcón, allí —señaló—. Pero la condesa regresará esta noche. Su carruaje volverá al anochecer para llevarla al baile del virrey.

Le entregué la moneda.

—Si mi patrón encuentra la puerta de atrás abierta esta noche, otra pieza de plata se unirá con su hermana en tu bolsillo.

Con la mente puesta en la condesa francesa, me moví sin prisas entre la multitud que entraba en la plaza mayor. De las discusiones políticas que de vez en cuando se suscitaban en la mesa de Bruto y las muchas conversaciones que había oído entre los miembros de la expedición, ahora sabía a ciencia cierta que Carlos estaba metido en un juego muy peligroso.

Muchos en Nueva España temían una invasión de los franceses o los británicos, y eso, unido a las afirmaciones de Napoleón de que liberaría a las masas españolas, hacía que la gente de la colonia viera espías extranjeros debajo de cada alfombra.

Era una locura que fuese a involucrarme en las intrigas del erudito, pero no podía quitarme de la cabeza el perfume de la mujer. Había oído hablar de afrodisíacos que volvían locos a los hombres y convertían sus mentes en gelatina; el mismo efecto que el aroma de la condesa tenía en mí. Pero su presencia también estimulaba en mí una emoción tan vieja y vital como la lujuria: el instinto de supervivencia. Para bien o para mal, había unido mi fortuna a la de Carlos. Con la ilusión de escapar de Nueva España, ahora valoraba acompañarlo durante toda la expedición. Me llevaría muy al sur, hasta Yucatán, y quizá me embarcaría hacia La Habana, donde haría escala en el viaje de regreso a España. Aún tenía el ojo puesto en la capital cubana como un refugio de la colonia. No podía permitirme que las maquinaciones de esa condesa francesa estropeasen mis planes.

Las intrigas de Carlos con la condesa lo habían puesto en una situación de grave riesgo. Si el virrey llegaba a sospechar que Carlos conspiraba contra la Corona, acabaría en el lado erróneo de una cuerda…, después de que los carceleros del virrey le hubiesen aflojado los labios con persuasiones que sólo el propio diablo emplearía. Si la lengua de Carlos se aflojaba lo bastante, su fiel sirviente —o sea, yo— lo acompañaría en el potro, horca a horca, estaca a estaca. Para protegerme a mí mismo debía denunciar el complot de la condesa y salvar a mi amigo de cualquier daño; una difícil tarea, teniendo en cuenta que el perfume de sus enaguas despertaba en mí recuerdos de cosas pasadas…, y de paso animaba mi garrancha.

El resto de la tarde lo pasé dedicado a recorrer la fiesta. En la celebración del domingo de Pentecostés —que los británicos llaman «domingo de blanco»—, San Agustín conmemoraba el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles, después de la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo. La Iglesia denominaba ese día Pentecostés, y lo celebraba el quincuagésimo día después de la Pascua. En San Agustín, sin embargo, la fiesta tenía una dimensión añadida. Este acontecimiento, sagrado entre las personas más católicas, existía en la ciudad casi únicamente como una excusa para apostar sin moderación, sobre todo en las peleas de gallos y el monte, un juego muy popular.

Las autoridades de la ciudad habían vaciado la plaza mayor —la plaza de Gallos— y colocado asientos para que el virrey y los notables pudieran presenciar las riñas. De pie en las últimas filas, los peones como yo también podían mirar. Para media tarde, la plaza estaba abarrotada de personas que apostaban frenéticamente en diversos juegos de azar, pero con más entusiasmo en las peleas de gallos.

No considero la pelea de gallos un deporte, una prueba donde los hombres atan afilados espolones de acero en las patas de las aves con el propósito de asesinar a sus oponentes entre tremendas explosiones de plumas, tripas, sangre y pelotas. Sin embargo, su popularidad entre todo tipo de personas es innegable. Incluso las mujeres se amontonaban alrededor de los reñideros, muchas de ellas fumando cigarrillos y cigarros. Las ricas vestían lujosamente con prendas carísimas, llamativos anillos de oro y resplandecientes alhajas.

Sí comprendo nuestro amor por los toros. Un hombre que entra en la arena apuesta que conseguirá evitar que le abran la barriga frente a varios centenares de kilos de furia cornúpeta nacida en el infierno. Pero ¿dónde está el deporte en unos pollos que se hacen picadillo los unos a los otros? Dediqué unos minutos a fingir que me interesaban las peleas de gallos y luego me abrí de nuevo paso entre la multitud para volver a la posada.

Esperé cerca del edificio hasta que el carruaje de la condesa la llevó al baile nocturno. Se había cambiado el vestido de seda negra por otro de satén dorado con una mantilla beige y negra —la ligera prenda que las mujeres de la colonia y España llevaban sobre las cabezas y los hombros—, y se había engalanado ahora con unos pendientes de diamantes que casi le rozaban los hombros y un collar de perlas con forma de pera. Nueva España era un lugar donde las mujeres y los diamantes eran inseparables, donde ningún hombre, incluso el más bajo de los empleados mercantiles, llegaba al matrimonio sin regalarle diamantes a su esposa. Ni siquiera la belleza de los rubíes y los zafiros se consideraba tan exquisita como la de los diamantes.

Al tiempo que simulaba interés en el juego, observaba la ventana del balcón de la condesa. Por supuesto, tendría una doncella, y debía esperar hasta que viese apagarse la lámpara. Me dije que la doncella regresaría a su propia habitación o, mucho más probable, que saldría a la calle para disfrutar de la fiesta.

Después de un par de horas de perder en las cartas vi apagarse la lámpara. Caminé con naturalidad hasta la parte de atrás de la posada, con la intención de entrar en el aposento de la dama y esperar su regreso. Tal como me habían prometido, la puerta trasera estaba abierta, y como cabía esperar, la puerta de la habitación tampoco tenía la llave echada, excepto por un cerrojo que uno podía correr antes de acostarse. A nadie se le hubiese ocurrido dejar joyas o dinero en la habitación de una posada, así que nadie se molestaba en cerrar con llave cuando se marchaba.

La estancia estaba casi a oscuras. La doncella había dejado encendida una pequeña lámpara de aceite que daba suficiente luz como para que la condesa pudiese encender las demás lámparas y velas a su regreso. En la habitación flotaba un olor dulzón, como el de la aristócrata. Sí, débil como soy cuando se trata de enaguas, el aroma calentó mi sangre más que lo que las peleas de gallos calentaban la sangre de los aficionados.

Descubrí el premio casi de inmediato: la bolsa que Carlos había insistido en llevar a la casa de su amigo. Dentro había un dibujo. En la penumbra no podía discernir muchos detalles, pero era obvio que se trataba del plano de una fortificación. Sacudí la cabeza. «Carlos, eres un idiota», dije en voz alta.

Lo que tenía en mis manos era más letal que la cuerda de un verdugo. La horca se consideraba un castigo demasiado leve para la traición; espiar contra tu propio país era un crimen todavía más siniestro que ser un espía extranjero. Antes de ponerte la soga alrededor del cuello se aseguraban de que cada parte de tu cuerpo hubiese sufrido las torturas de las almas en el infierno. Prendí la esquina del papel con la lámpara y lo quemé en el hogar. «¿Por qué, Carlos?», pregunté. El muy idiota había arriesgado nuestros cuellos al jugar a los espías, incluso si no se había dado cuenta del riesgo que corría yo. Sabía por nuestras conversaciones que era un afrancesado, uno de esos españoles que se sentían atraídos por los ideales de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Pero espiar era del todo diferente del discurso intelectual.

¿Tomaba parte en ese juego mortal por amor a la libertad o a las faldas? La mujer, esa condesa Camila, era atractiva. ¿Lo había reclutado en la cama? Por supuesto, Carlos podía ser el líder de la trama, pero mi sentido común rechazaba esa idea.

La participación de la condesa era una mala noticia, ¿no? Nunca había combatido, y mucho menos matado, a una mujer. ¿Podía asustarla con un puñal en su garganta y la advertencia de que la degollaría si no dejaba a Carlos en paz? Pensé por un momento en la mujer, que casi me había volado la cabeza con una pistola la última vez que nos habíamos encontrado, y decidí que una advertencia no la espantaría.

Quizá tendría que matarla, ¿no?

Estaba oculto detrás de las cortinas del balcón, al lado mismo de la puerta abierta, cuando ella regresó a la habitación. Había vuelto antes de lo esperado. Aún no era medianoche y, no obstante, tan pronto como entró, se desnudó. Comprendí que había vuelto con la intención de cambiarse para ir a otro baile con otro vestido, lo que era la moda actual. Maldijo en voz alta a su «estúpida doncella». Sin duda la muchacha había salido a divertirse.

Mientras la observaba quitarse el vestido y las enaguas, comprendí por qué Carlos robaba secretos para ella. Si no me hubieran preocupado tanto las tenazas candentes de la Inquisición y las mazmorras del virrey, yo también hubiese matado y robado por una mujer como ella.

La puerta del balcón estaba abierta, y creaba una corriente. Me quedé de piedra detrás de las cortinas cuando ella se acercó de pronto para cerrar. Cerró la puerta y, de un tirón, movió las cortinas para cubrirla, y me dejó a la vista.

Me abalancé sobre ella antes de que su mano hubiese soltado la cortina y tapé su boca con la mía. Me la mordió y la emprendió a puntapiés contra mis sensibles extremidades.

¡Ay de mí! ¡Esa mujer era un demonio! Luchamos a través de la habitación hasta que la tumbé en la cama conmigo encima de ella.

—Sé cuál es tu juego —jadeé—. Si gritas pidiendo ayuda, te colgarán por espía.

Sus dientes se clavaron de nuevo en mi mano. Lancé un grito y la solté. Ella me miró mientras controlaba la respiración, y yo continué sujetándola. Su perfume llenaba mi nariz y nublaba mi razonamiento. Sentí cómo mi hombría se erguía y mi ansia de pelea se esfumó. Una vez más, mi parte masculina dominó a mi juicio.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Un amigo de Carlos.

Uno de sus pechos se había salido del corpiño, y yo lo miré como un hombre perdido en una isla desierta que ve una fuente de agua fresca.

Mi mirada se cruzó con la suya. No me sentía orgulloso. Había pasado mucho tiempo desde que me había acostado con una mujer. Ella leyó el deseo en mis ojos, la lujuria en mi corazón, la debilidad en mi alma.

Mi boca encontró su pecho. Sus manos me sujetaban la nuca.

—Chupa más fuerte —susurró ella.

Sus pezones se tomaron duros y firmes mientras mi lengua los acariciaba. Muchas veces había disfrutado metiendo mi garrancha en la boca de una puta, y después descargando fusilada tras fusilada. Ahora tenía la sensación de que los grandes pezones de esa mujer crecían debajo de mi lengua.

Mi mano halló el húmedo tesoro entre sus piernas. También sentí cómo crecía la pequeña garrancha entre los muslos. Nunca había encontrado un botón de amor tan largo y duro como ése, o con tanta ansia. Tenía que probarlo. Me moví hacia abajo, metiendo la cabeza entre sus piernas. Estaba chupando el néctar del paraíso cuando oí el martillo de una pistola.

Rodé fuera de la cama arrastrándola conmigo, sujetando la muñeca de la mano que empuñaba el arma, y se la arrebaté.

—Puta.

—Tómame. —Su boca encontró la mía.

¡Ay! ¿Qué puedo decir en mi defensa? La mujer me desprecia, intenta matarme, me insulta…, y como un perro, yo acepto el castigo y continúo lamiendo su entrepierna.

Mientras pensaba en mi depravada bajeza, ella saltó sobre mí y sacó mi garrancha de mis pantalones. Montada sobre mi hombría, se levantó y luego, apretando las piernas y oprimiendo mi hombría como una prensa, dejó que la gravedad la hiciese caer.

Subió y bajó, subió y bajó, mi varonil espada detonando a tiempo, en perfecta unión, en armoniosa concordia con sus subidas y bajadas, una y otra vez, una sinfónica cañoneada del infierno. Mi visión se nubló, luego explotó de nuevo, esta vez con un millar de cometas rojos que chocaban los unos con los otros, estallaban en bolas de fuego, en llamas… rojas… rojas… rojas… como… ¿sangre?

La sangre manaba de mi frente hacia mis ojos. La muy puta me había golpeado con una caja de latón que había cogido de una mesa cercana. Retorciendo violentamente el tesoro entre sus piernas contra mi parte masculina, el placer en mis ingles se transformó en una tremenda agonía, y temí que acabaría por arrancarme el pene del cuerpo incluso mientras cogía de nuevo la pistola.

Le golpeé en el costado de la cabeza con el puño. Salió despedida y rodó por el suelo. Empuñé la pistola y me subí los pantalones. Ella se sentó frotándose la cabeza, los ojos ardiendo, el labio superior sangrando.

—¡Ay! Mujer, eres una tigresa. ¿Por qué no puedes quedarte quieta y disfrutar?

—¿Disfrutar? ¿Crees que puedo disfrutar apareada con la basura azteca? He visto miembros masculinos más grandes en las ardillas.

Me quedé mudo. Pensé en pegarle de nuevo, pero al mirarla allí, con el fuego en los ojos y la sangre en la boca, me pregunté si podría convencerla para que volviera a la cama para un segundo asalto. En resumen, mi debilidad por las mujeres me derrotaba.

«¡Puta!», fue lo mejor que se me ocurrió. Era un comentario impotente, sí, pero fue todo cuanto pude pensar. Le volví la espalda y, por primera vez en mi vida, tenía el rabo entre las piernas. Puedes matar a un hombre que te insulta, pero ¿qué puedes hacer con una mujer con una boca como una cloaca? Estaba en la ventana cuando miré atrás y la vi trastear con otra pistola. Ese demonio tenía más armas que la guardia pretoriana de Napoleón.

Salí por la ventana y salté por el borde del balcón, sujetándome de la balaustrada por un segundo para ayudar a que mi caída al callejón fuese más leve. Golpeé contra el suelo y ya corría cuando la oí gritar: «¡Violador! ¡Ladrón!», y sonó un disparo. Por fortuna el callejón estaba desierto, y la fiesta en las calles abarrotadas habría impedido que los cañonazos se oyeran.

Me torcí el tobillo en la caída y volví al campamento renqueando, humillado por la derrota que había sufrido a manos de esa mujer. Pero mi vergüenza se esfumó cuando recordé el placer que se sacudía sobre mí una y otra vez. Siempre he carecido de la básica fibra moral cuando se trata de las mujeres.