Cuicuilco
Partimos de Teotihuacán, abandonando a los dioses y a los antiguos pueblos, por la carretera que nos llevaría hacia el sur. Ciudad de México estaba a unas doce leguas de la ciudad de los muertos. En la mayoría de los países, una legua equivalía a tres millas inglesas, pero en nuestras tierras era un poco menos. En cualquier caso, la ruta a la capital era muy transitada, y numerosos indios robustos cargaban los pesados canastos sujetos a las espaldas, con las correas tensas por encima de las frentes, caminando todo el trecho hasta la capital. Dado que nuestra expedición servía a muchos intereses y propósitos, nos detuvimos en casi todas las ciudades para que los eruditos pudiesen recoger datos y estudiar los objetos nativos. Nuestro viaje se prolongaría varios días.
—No vamos a la capital —me dijo Carlos cuando salíamos de Teotihuacán—. Ya la hemos visitado antes. Daremos un rodeo para ir a la ciudad de San Agustín de las Cuevas. Visitaremos la pirámide de Cuicuilco, que está a menos de una legua de San Agustín. Los jefes de nuestra expedición también desean reunirse con el virrey, dado que no lo encontramos durante nuestra visita anterior. Estará en San Agustín para las fiestas.
No me importaba adónde o por qué viajábamos mientras fuese un mulero de la expedición. Había estado en la capital varias veces pero, a diferencia de muchos gachupines ricos, yo no tenía una casa allí. A Bruto no le gustaba la pretenciosa vida social de la capital, ni tampoco a mí, que prefería pasar mi tiempo fuera de Guanajuato en mi hacienda, trabajando con los vaqueros, o en el monte, cazando.
En lo referente a San Agustín, conocía los festejos por su fama, aunque nunca había estado allí. Fingí no saber nada cuando Carlos me habló de la fiesta
—Según he oído, San Agustín es una ciudad tranquila excepto durante los tres días del año en que la aristocracia de la capital acude allí a jugar. El virrey apuesta en las peleas de gallos, quizá incluso presente a sus propias aves a la competición.
No mencioné que, además de los ricos de la capital, San Agustín se llenaría con miles de ladrones, léperos, putas, picaros, chamarileros y vendedores que iban en busca de las tintineantes monedas de los visitantes. En ninguna otra parte de la colonia, el oro, la plata y el cobre cambiaban de manos con tanta promiscuidad como durante los tres días de la fiesta. Yo no le había comentado a Carlos su encuentro con la mujer del carruaje. Tampoco él hizo mención de que sabía de mi intento por ayudarlo. Sin duda, la mujer creyó que yo era un bandido.
La carretera que llevaba a San Agustín estaba congestionada. Nos desviamos para levantar nuestro campamento a la entrada.
—Todas las posadas de la ciudad están llenas —dijo Carlos—, acamparemos aquí. Me alojaré con un amigo de Barcelona que tiene una casa al otro lado de la ciudad. Puedes ayudarme a llevar mi maleta. Después, eres libre para disfrutar de la fiesta.
Sí, libre a menos que fuese reconocido por un visitante de Guanajuato. Pero eso no era probable, o al menos así lo esperaba. Yo llevaba barba y el pelo largo, y vestía como un mulero. Los españoles no prestaban la menor atención a los peones, como si fuesen muebles viejos o ganado.
Mientras montábamos el campamento, se presentó un jinete. Los españoles lo rodearon. No podía oír sus palabras, pero lo vi hablar con los hombres y luego marcharse hacia otro campamento.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Carlos.
—Noticias de España, algo increíble. Una multitud en Aranjuez, cerca de Madrid, donde el soberano tiene un palacio, ha forzado la abdicación del rey Carlos. Han puesto al príncipe Femando en el trono y han estado a punto de matar a Godoy.
Carlos vio la falta de interés en mi rostro. La política no me parecía en absoluto excitante, y las noticias de España por lo general tenían un par de meses de antigüedad; las cosas a menudo ya habían cambiado para el momento en que nosotros nos enterábamos de algún acontecimiento.
—Los sucesos en España significan poco para ti, pero puedes estar seguro de que nos afectan a todos. Allí son muchos los que desconfían de Carlos. Es un incompetente, y el amante de la reina, Godoy, que una vez sólo era un joven guardia del palacio, dirige el país. Al aliar España con Napoleón, Godoy ha suscitado el antagonismo de aquellos que rechazan la influencia francesa. Napoleón se vanagloria de que librará a España de un gobierno corrupto dirigido por un rey estúpido y el amante de la reina.
»Después de liberar la Península de la tiranía de la Iglesia y los espías de la Inquisición, Napoleón proclama que establecerá un régimen más ilustrado, introduciendo las libertades intelectuales. —Carlos hablaba en voz baja, casi en susurros. Manifestar tales palabras, incluso a un sirviente, era correr el riesgo de acabar en la cárcel. Torturar a un sirviente para obtener la confesión de la culpa de su amo era un viejo truco de los verdugos de las mazmorras.
¿Por qué sospechaba yo que nuestro Carlos también favorecía la influencia francesa en los asuntos de España? Era obvio que su misteriosa visitante era francesa.
Cuando acabamos de montar el campamento, acompañé a Carlos a la ciudad cargado con su maleta. Se colgó del hombro un pequeño bolso. Tendí la mano para cogerlo, pero él negó con la cabeza.
—Lo llevaré yo mismo.
En el camino a la ciudad, Carlos no podía apartar de su mente los recientes acontecimientos sucedidos en España.
—Imagino que la gente tomó las calles —dijo casi para sí—, le arrebató la corona al rey e instaló a su hijo. Siempre creí que nuestra gente tenía demasiado miedo a la Iglesia y a la Corona como para oponerse a la tiranía o la opresión religiosa, pero lo hicieron. —Se detuvo y me cogió del brazo al tiempo que me miraba a los ojos—. Juan, ¿no ves la importancia de esos acontecimientos?
—Por supuesto —respondí, en la más absoluta ignorancia en cuanto al significado de reemplazar un tirano por otro.
—La Revolución francesa comenzó de la misma manera hace veinte años. El pueblo llenó las calles, primero en pequeños y valientes grupos que reclamaban libertad y pan. A medida que crecía su coraje y su número, asaltaron la Bastilla, depusieron a un rey débil y corrupto e instauraron su propio gobierno.
»Te es indiferente quién te gobierne a ti y a tu gente, Juan, pero para el resto de nosotros el rey es el fundamento de la sociedad. Los reyes no gobiernan, como hacen los virreyes y los primeros ministros; ellos son el gobierno. Nuestro pueblo desea la seguridad ahora y en el más allá. Se vuelven hacia el rey para lo primero y hacia los sacerdotes para lo segundo. Del rey reciben el pan que comen y la protección contra los ladrones y los ejércitos invasores. Sus sacerdotes son los mensajeros de Dios; ellos se ocupan de sus nacimientos, sus bodas, sus muertes y su lugar en el más allá.
—Destronar a un rey es como un niño que mata a su padre…
De pronto se desvió para ir hacia un discreto callejón. Caminé a su lado para guiarlo entre la multitud que convergía hacia la plaza mayor. Luego habló de nuevo, en un murmullo.
—España es un país de mucha grandeza; durante mil años, hemos sido el baluarte occidental contra los infieles que buscaban conquistar Europa y apagar la llama de la cristiandad. Los ingleses se ufanan de su Carta Magna y de los derechos que ésta dio al pueblo inglés. Pero los reyes españoles nos dieron tales derechos mucho antes que la Carta Magna. Los británicos y los franceses presumen de sus imperios, pero el sol nunca se pone en las colonias españolas, y todavía somos el mayor imperio de la Tierra, rodeando el mundo y abarcando más territorio que el conquistado por Gengis Kan. España fue el primer lugar donde la literatura y el arte florecieron después del Renacimiento, donde se escribió la primera novela.
»Pero míranos ahora —añadió, furioso—. Después de siglos de atroces reyes donde la nobleza ha estrangulado la economía y la Iglesia ha castrado el pensamiento, primero estamos condenados a soportar a un rey estúpido y ahora quizá a su hijo, que según dicen es estúpido y además tirano. Estamos condenados a soportar a los sabuesos inquisidores que suprimen cualquier pensamiento fuera de los estrictos confines del dogma de la Iglesia.
Se detuvo y me cogió del brazo.
—Pero el pueblo ha hablado. Han roto las cadenas que aprisionaban sus pensamientos y han tomado las calles como en Francia, arrancando chispas que pueden inflamar el mundo. ¿Sabes lo difícil que es extinguir los fuegos de la verdad? ¿Ves lo importantes que son los acontecimientos de Aranjuez?
—Sí, muy importantes. Ahora debemos abrimos paso entre esta muchedumbre o llegarás a casa de tu amigo para el desayuno, en lugar de para la cena.
Volvimos a la calle principal y fuimos hacia la plaza mayor. Pasábamos por delante de una posada cuando un lujoso coche tirado por seis magníficos caballos se detuvo unos pasos más allá. Al acercamos, advertí cómo Carlos se ponía tenso.
Había un escudo de armas grabado en la puerta del carruaje. No estaba seguro de si era el mismo que había visto la noche en que Carlos le entregó los papeles del ingeniero a la mujer de los rizos dorados, pero la pregunta quedó respondida muy pronto. Ataviada con un magnífico vestido de seda negra, su piel de alabastro y sus largos cabellos color miel adornados con resplandecientes joyas, la diosa dorada descendió del carruaje.
¡Pobre Carlos! Tropezando como una calabaza, chocó con la persona que tenía a su lado. Lo sujeté del brazo y lo aparté. La mirada de la mujer se posó por un momento en nosotros sin el menor atisbo de reconocimiento. Pero era ella.
No era el pelo dorado o la piel de alabastro lo que la traicionó, ni tampoco el carruaje con sus seis magníficos caballos y el resplandeciente escudo de armas, o la pérdida de la compostura de Carlos, sino lo que olí al pasar: lirios del valle. El aroma llenó mi nariz, y mi hombría se inflamó en mis pantalones al pasar.