La noche anterior a que levantásemos campamento y pusiésemos rumbo al sur para ir a Cuicuilco, los miembros de la expedición fueron a una taberna en Otumba para reunirse con un erudito colonial, el doctor Oteyza, que estudiaba y medía la pirámide. Carlos le había pagado al jefe de nuestra caravana de mulas para que se llevase a los porteadores a una pulquería en San Juan. También había invitado a los centinelas del campamento, que se habían quedado atrás, a un banquete de carne asada y vino. A mí me había mandado al pueblo a buscar putas para los soldados. A mi regreso, me dio dinero y me dijo que volviese al pueblo para que disfrutase yo también de una botella y una mujer.
Fue el proveer de putas a los guardias lo que más picó mi curiosidad, pues el erudito barcelonés no era hombre de buscar putas, ni siquiera a través de un emisario. Sus acciones parecían centrarse en tener todo el campamento de eruditos para él solo.
Decidí quedarme por allí, sin ser visto, y averiguar por qué Carlos quería ser el único en el campamento. Fingí marcharme a la pulquería del pueblo, pero en cambio cogí una jarra de vino de la tienda del cocinero, cigarros de la tienda de Carlos y subí a la pirámide del Sol para relajarme, beber y fumar, ocultando el resplandor de la lumbre con mi sombrero.
Dormitaba cuando vi una figura montada en una mula que se acercaba al campamento por la dirección de Otumba, y forcé la vista en un intento por descubrir quién era. La luna estaba en tres cuartos creciente y alumbraba el lugar con una sorprendente claridad.
El hombre se bajó de la mula antes de llegar al campamento, la ató a un arbusto y caminó hasta la tienda de Roberto Muñoz, el ingeniero militar de la expedición. Yo no tenía tratos con el ingeniero. Es más, no había tenido tratos con ningún otro miembro del grupo excepto con Carlos, pero había oído que el rey le había encargado a Muñoz que dibujase los planos de las fortificaciones de la colonia e informase de su estado.
Reconocí al individuo cuando entró en la tienda de Muñoz: era Carlos. Había dejado la mula a una considerable distancia de la tienda. Al acercarse sigilosamente, no había descubierto su presencia a los soldados, que estaban reunidos en el otro extremo del campamento, disfrutando del vino y las putas que él mismo les había proporcionado con tanta generosidad.
Muy curioso. ¿Había hecho que todos se fuesen del campamento para entrar en la tienda del ingeniero? Allí se estaba tramando algo… Después de salir de la tienda con unos papeles en la mano, Carlos desapareció en el interior de la suya. La luz de una lámpara iluminó las paredes de lona.
Bajé de la pirámide y me oculté detrás de un arbusto cerca de la tienda. Pocos minutos más tarde se apagó la luz. Tras abandonar la tienda, Carlos fue a la del ingeniero, y después, cargado con un bolso, volvió donde estaba la mula. Era obvio que había copiado algo perteneciente al ingeniero militar. Que lo hubiese hecho a escondidas indicaba que estaba jugando a un juego muy peligroso.
Monté a pelo en mi mula y seguí a Carlos, a una distancia suficiente como para que no se diese cuenta. No había pensado en mi propósito de seguirlo. Me gustaba el joven erudito de Barcelona y no le deseaba ningún mal. Sin embargo, mi propia posición era precaria. Necesitaba saber si me aprovecharía —o sufriría— de las misteriosas intenciones de Carlos.
Tras seguirlo durante más de una hora, vi que se acercaba un carruaje. Más misterios. Poca gente se arriesgaría a que un caballo se rompiese una pata o a la rotura de la rueda viajando de noche, por no mencionar el peligro de los animales de dos patas con pistolas.
Me apeé de la mula, até las riendas a una rama y me deslicé silenciosamente entre los matorrales. Carlos esperaba junto a la carretera mientras el carruaje avanzaba poco a poco hacia él por el camino marcado por las rodadas. Luego hizo otra cosa curiosa: cuando el carruaje se detuvo, se apartó de la carretera y subió con el animal por un altozano hasta un bosquecillo. Como experto en movimientos clandestinos para evitar maridos celosos y alguaciles, comprendí que se había apartado para impedir que el cochero viese sus facciones.
El carruaje se detuvo, y un hombre cubierto con una capa que lo tapaba de pies a cabeza se apeó. Sin vacilar, subió a la colina y se internó en el bosquecillo donde esperaba Carlos. En la puerta del carruaje había un escudo de armas, pero no alcanzaba a ver su diseño exacto. Fui caminando alrededor de la colina, siempre agachado y por último arrastrándome sobre el vientre. Después de haber perseguido a muchos animales en mis cacerías, ahora me movía con el mismo sigilo que un jaguar por el sotobosque. Me acerqué lo suficiente para mirar entre los árboles. Oía la voz de Carlos, pero no entendía las palabras, aunque reconocí que hablaba en francés y, por los excitados movimientos de su mano, con mucha animación. Yo hablaba francés, aunque no con la fluidez del erudito.
Carlos agitaba los papeles que sujetaba, que deduje eran una copia de los dibujos del ingeniero militar. Cuando la persona embozada fue a cogerlos, él se echó hacia atrás y exclamó: «¡No!»
El otro hombre sacó una pistola de debajo de la capa y apuntó a Carlos a quemarropa. Me quedé de piedra. Mi propia pistola estaba en el campamento, oculta entre mis posesiones. Armado sólo con un puñal, estaba demasiado lejos como para lanzarlo con cierta precisión.
Carlos arrojó los papeles al suelo y se acercó al hombre de la capa, al parecer sin tener miedo de la pistola. Entonces ocurrió otra cosa sorprendente. El individuo guardó la pistola, se abrazaron e intercambiaron más palabras casi susurrándose el uno al otro. Luego sus cabezas se unieron, besándose.
¡Eran sodomitas!
Poco después, Carlos se marchó, dejando los papeles en el suelo. El hombre de la capa los recogió y miró hacia donde lo esperaba el carruaje. Pero yo acechaba más cerca de él que del carruaje. Cuando llegó a mi altura, salí de entre los arbustos y lo golpeé con el hombro, haciendo que se tambalease con una exclamación, el sonido que haría una mujer.
Antes de que pudiese recuperarse, sujeté la capa y le arranqué la capucha para dejar a la vista un bonito y pálido rostro y unos rizos dorados. Olí su perfume. En el acto, la pistola apareció en su mano, y me eché hacia atrás cuando ella disparó, reemplazando el aroma del perfume en mi nariz por el acre olor de la pólvora negra. La bala pasó rozándome. Seguí retrocediendo, hasta que tropecé con un arbusto y caí de culo.
Ella corrió, pidiendo ayuda en francés a quien estuviese esperándola en el carruaje. Me levanté de un salto y eché a correr entre la maleza hacia mi mula.
Mientras cabalgaba de regreso al campamento, muchos pensamientos pasaban por mi cabeza, pero ninguno de ellos tenía sentido. Era obvio que Carlos había copiado algo que el ingeniero había hecho y se lo había dado a la mujer. Pero ¿por qué se había enojado y lanzado los papeles al suelo? ¿Quién era esa misteriosa dama de rizos dorados, una pistola amartillada y la voluntad de usarla?
Tenía la sensación de que la suerte no corría de mi lado desde que mi tío Bruto había muerto. Ahora, de nuevo, allí había alguna intriga en marcha.
Sin embargo, lo más provocador de toda la situación no eran los hechos y los motivos de Carlos, sino el persistente aroma del perfume de la mujer en mi nariz. Lo había identificado, lo llamaban «lirios del valle», y mi querida Isabel y algunas de sus amigas de Guanajuato lo usaban. El dulce perfume femenino hizo que creciese un bulto en mis pantalones, aunque de vez en cuando, en lugar del dulce perfume, el persistente hedor de la pólvora negra quemaba en mi nariz.