Durante los dos días siguientes seguí a Carlos cargado con su material de dibujo y escritura. Llevaba registro de todo lo que veía, aunque alguna de sus observaciones sólo era el producto de su imaginación. Las ruinas estaban cubiertas por la espesa vegetación y ocultaban no solamente sus secretos, sino a menudo también su forma.
—¿Te das cuenta, Juan, de lo maravilloso que es este lugar? —me preguntó Carlos mientras comíamos tortillas rellenas con pimientos y alubias. Para mi desconsuelo, había traído tortillas y judías en lugar de carne y pan. Encontraba sabrosa la comida de los peones.
—Un lugar muy bonito —respondí, sin el menor interés por las glorias de un tiempo y un lugar muertos desde hacía siglos.
—Ah, don Juan. Veo por tu expresión que desdeñas los logros olvidados de esta antigua ciudad. Pero quizá te interesaría si te contara uno de sus secretos. —Miró en derredor para asegurarse de que no hubiese nadie cerca—. ¿Puedo confiar en que mantendrás tus labios sellados? Pongo toda mi confianza en ti porque me salvaste la vida y pareces ser un hombre que sabe guardar un secreto.
Me pregunté si habría encontrado un tesoro oculto en las viejas ruinas. Bueno, con un pequeño tesoro indio podía comprar una mansión en La Habana.
—Por supuesto, señor, puedes confiar en mí.
—¿Has oído hablar de la Atlántida?
—¿La Atlántida?
Sonrió como un niño pequeño que sabe la respuesta a la pregunta del maestro en la escuela.
—Una isla en el océano Atlántico que estaba al oeste de Gibraltar, entre Europa y las Américas. Platón, que la menciona en dos de sus diálogos, es nuestra única fuente de información acerca de esa civilización perdida. Dice que la isla estaba más allá de las Columnas de Hércules, que es como se llamaba el estrecho de Gibraltar en su tiempo. Más grande que las tierras de Asia Menor y Libia juntas, tenía el tamaño de un pequeño continente. Un rico y poderoso imperio, sus gobernantes habían conquistado gran parte del mundo mediterráneo antes de que el ejército griego detuviese su expansión. Pero la tragedia más terrible ocurrida en la Atlántida no la causaron los griegos, ni siquiera la guerra, sino un espantoso terremoto que destruyó esa gran tierra e hizo que se hundiera en el océano.
—¿Qué tiene eso que ver con Teotihuacán? —pregunté, pero en realidad lo que tenía en mi mente era qué tenía que ver eso con el tesoro.
—Algunos eruditos creen que, antes de que la Atlántida fuese destruida, el imperio había enviado expediciones a América para colonizar el continente y que los indios son descendientes de esas personas. Otros sostienen que lo son de los mongoles, que vinieron por el estrecho de Bering, en el lejano norte, durante la época en que estaba helado. Pero la teoría de los mongoles no explica las diferencias entre los indios americanos y los mongoles de Asia. Ni tampoco explica el hecho de que las ruinas de Teotihuacán, Cholula y Cuicuilco son prueba evidente de lo avanzados que estaban los indios en una etapa anterior.
»La escritura de los antiguos indios y los antiguos egipcios son comparables. Ambos utilizaban jeroglíficos para comunicarse. De la misma manera que los egipcios decoraban sus pirámides y sus templos con dibujos que narraban historias de sus dioses y gobernantes, también lo hacían los antiguos indios. Los egipcios hacían libros de papel, y los sacerdotes que vinieron aquí después de la conquista encontraron miles de libros que los indios hacían también de papel. Por desgracia, en un ataque de fervor religioso, casi todos ellos fueron destruidos.
—Entonces, ¿los indios nadaron hasta aquí desde la Atlántida o cruzaron por el estrecho del norte?
Carlos se encogió de hombros.
—Algunos de mis amigos eruditos tienen otra teoría, una que tiene en cuenta el parecido entre los indios y los egipcios. Creen que las pirámides fueron construidas por una tribu perdida de Israel que, empujados por la guerra y el deseo de poseer una tierra propia, cruzaron Asia y el estrecho de Bering. Esas personas conocerían la forma de las pirámides egipcias y podrían haberlas duplicado en el Nuevo Mundo.
Muchas teorías, pero ninguna de ellas ponía un tesoro en mis bolsillos.
De pronto, inmóvil, Carlos miró al sacerdote inquisidor que estaba cerca.
—¿Sabes que Teotihuacán desempeñó un importante papel en la conquista de los aztecas? ¿Conoces la vinculación entre la pirámide del Sol y Cortés? —preguntó, cambiando de tema.
Negué con la cabeza.
—No, señor. Me disculpo por mi ignorancia.
Subimos una parte de la pirámide del Sol. Cubierta como estaba con cactus y otra densa vegetación, el ascenso era difícil. Cuando llegamos a medio camino, a poco más de treinta metros del suelo, hicimos una pausa, y Carlos me contó la historia de Cortés y su relación con la pirámide.
—El miedo de los aztecas a esta antigua ciudad construida por seres desconocidos, muertos hacía siglos, fue una ayuda extraordinaria para el gran conquistador. La relación entre Cortés y la pirámide comenzó poco después de que hubo llegado a lo que es ahora Nueva España, desembarcando en la costa con su pequeño ejército. Ganó batallas y reclutó a los jefes indios que odiaban la dominación de los aztecas. Después de alcanzar la capital azteca, Tenochtitlán, Moctezuma lo recibió con gran pompa. Incluso con sus aliados indios, los hombres de Moctezuma superaban en número la pequeña fuerza de Cortés. Al final, el gran conquistador dominó los imperios indios por la fuerza de la personalidad tanto como por la fuerza de las armas.
»Mientras estaba en Tenochtitlán, recibió el aviso de que otro español, Pánfilo de Narváez, había llegado con una fuerza armada para relevar a Cortés de su mando. Cortés marchó con la mayoría de sus hombres y dejó en la capital azteca a unos ochenta de sus soldados y a varios centenares de aliados indios al mando de Pedro de Alvarado. Luego Cortés fue a la costa, derrotó a la fuerza de Narváez y puso bajo su mando a los supervivientes.
»A su regreso a la capital, se encontró con una rebelión y la fuerza de Alvarado asediada. Este último era el más temido y brutal de los lugartenientes de Cortés. Al sospechar un complot, Alvarado atacó durante una fiesta religiosa india, y mató a hombres, mujeres y niños a cañonazos. Cortés vio que toda la ciudad estaba en contra de los españoles. Esa noche, él y su ejército se abrieron paso fuera de la capital, cargados con los incalculables tesoros, para retirarse a la llanura cerca de lo que es ahora la ciudad de Otumba. Mientras contemplaba el llano desde una gran eminencia, Cortés vio a miles de guerreros indios que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
»¿Ves adónde quiero ir a parar? —me preguntó Carlos—. Los únicos puntos elevados desde donde Cortés pudo haber observado la llanura eran la pirámide del Sol o la de la Luna. Como estaban cubiertas por la vegetación como lo están hoy, quizá ni siquiera supo que se encontraba en lo alto de una pirámide. Pero los indios, que reverenciaban este lugar, sin duda sí lo sabían.
»A medida que se acercaba el inmenso ejército indio, Cortés comprendió que no podía prevalecer sólo con el poder militar. Desde lo alto de la pirámide, vio al capitán general de las fuerzas aztecas que marchaba con el estandarte desplegado. Díaz, que luchó junto a Cortés en la batalla, describió al comandante azteca como ataviado con una coraza dorada, y plumas de oro y plata que se alzaban por encima de su tocado. Cortés ordenó a sus hombres que atacaran a los aztecas y él mismo encabezó la carga, abriéndose paso entre las filas enemigas con su magnífico corcel, hasta que alcanzó al comandante.
»Cortés descabalgó al comandante y arrojó al suelo su estandarte mientras sus lugartenientes avanzaban entre las líneas. Juan de Salamanca, que cabalgaba junto a Cortés en una preciosa yegua, mató al comandante azteca con un golpe de lanza y se llevó su tocado de plumas. Cuando los indios vieron a su comandante caído, el estandarte pisoteado y sus plumas del poder real usurpadas, rompieron filas y huyeron dominados por el pánico y la confusión. Varios años más tarde, nuestro rey le dio el símbolo de la pluma a Salamanca como su escudo de armas, y sus descendientes lo llevan en sus tabardos.
»Esa batalla marcó el comienzo del fin del Imperio azteca. Tras el combate, Cortés y sus aliados indios regresaron a Tenochtitlán. Después de varios meses de feroces combates, tomaron de nuevo la ciudad, combatiendo con los guerreros aztecas calle a calle. Piensa en esto, amigo: quizá ahora estemos en el mismo punto donde estuvo Cortés cuando vio que se acercaba el ejército azteca.
Carlos era un erudito muy instruido, incluso más que Raquel. Como ella y el padre Hidalgo, su cabeza estaba llena de personas, lugares y acontecimientos de la historia. Por desgracia, toda su información no me aportaba el tesoro necesario para mi huida. Sin embargo, también estaba lleno de misterios y sorpresas, y uno de esos misterios afloraría antes de que dejásemos la gran ciudad de los muertos.