TREINTA Y CINCO

Durante dos días observé al lépero, y el alguacil me observó a mí. Había desempaquetado mi carga de ropa de la mula y la había colocado en el suelo del mercado, donde otros comerciantes vendían quincallería y productos a los viajeros que visitaban las grandes pirámides. Cuando apareció el alguacil para interrogarme, fingí respeto por su alto cargo, aunque sin duda había sido contratado por un hacendado local y no era en realidad un funcionario del gobierno. Pagué la mordida y le di la mejor de mis camisas como muestra de mi «respeto». Pero aun así noté el escepticismo en sus ojos. Quizá mis modales eran demasiado arrogantes, mis ojos demasiado astutos. Más alto que la mayoría de los peones, mi estatura bien podría haber despertado sospechas.

De nuevo se acercaba a mí, sin duda para sacarme más sobornos y machacarme con sus preguntas que yo no quería responder. Me apresuré a acercarme al joven erudito, que estaba dibujando en un papel las tallas y las pinturas de las paredes del templo.

—¿Es capaz de leer las figuras, don Carlos? —pregunté. Añadí el honorífico «don» para congraciarme con él. No parecía ser la clase de gachupín que era arrogante por su posición, ni un portador de afiladas espuelas como había sido yo. Pero ningún hombre carecía totalmente de ego, como bien sabía.

—Por desgracia, no puedo, y tampoco pueden mis colegas. Varios de nosotros podemos descifrar la escritura de los aztecas y otros indios presentes en el tiempo de la conquista. Estos símbolos, sin embargo, son anteriores a estos jeroglíficos. Además, gran parte de la escritura es ilegible, comida por el tiempo y los años o destrozada por los vándalos y los buscadores de curiosidades.

—Lo más probable es que fuesen buscadores de tesoros —señalé—. ¿Quién no ha oído contar la historia del tesoro perdido de Moctezuma y ha ansiado encontrarlo? —Hice un gesto en dirección a los léperos—. Ladrones, no eruditos. Cuando esos hombres oyeron hablar de los tesoros enterrados vinieron aquí a robar, y no a aprender. Esos cerdos destruirían el Partenón para encontrar una cuchara de plata.

Me pareció que la referencia al templo ateniense era apropiada. Raquel me había mostrado una figura del templo cuando me hablaba de lugares maravillosos en el mundo. Ahora me preguntaba cómo había aprendido tanto. Por fortuna para mí, ella había venido a Teotihuacán con su padre. En su caso, la educación de una mujer no había sido un puro desperdicio.

—Eres un hombre perceptivo, Juan. Los ladrones son la verdadera peste de la Antigüedad, no sólo aquí, en Nueva España, sino en todo el mundo. Han causado más daños a los yacimientos arqueológicos que las inundaciones, el fuego, los terremotos y las guerras. —Me palmeó el hombro—. Lamento haberle prometido el trabajo a otro. Hubieses sido un muy buen sirviente.

Mientras me alejaba, Pepe el lépero se acercó a mí. Tenía todo el aspecto de un hombre con un propósito.

—Aléjate de mi patrón —susurró—, o te clavaré una daga en el cuello.

Intenté mostrarme asustado, pero no pude contener la risa.

—Primero tendrías que robar una.

El compañero del lépero imitó su mirada amenazadora. Era extraño que se hubiesen aliado con Pepe. Conocía a esa clase de gente de mi tiempo en la cárcel, y la escoria lépera era tremendamente desleal. Sin duda Pepe les había prometido algo de valor. Después de la deslealtad, la escoria lépera favorecía la vagancia. Rehusaban trabajar, y no movían ni un dedo excepto para conseguir dinero para el pulque o para evitar que los azotasen en la prisión.

Así que el ofrecimiento de Pepe de trabajar para Carlos en la expedición era mentira. Dicho viaje requeriría más trabajo en unos pocos días de lo que el parásito había hecho en toda su vida. La idea de viajar a Cuicuilco hubiese sido tan incomprensible para Pepe como un viaje a través del gran océano occidental hasta la tierra de los chinos o un viaje hasta las lunas de Júpiter.

Dado que Pepe no trabajaría para conseguir el dinero de Carlos, estaba claro que él y sus hombres planeaban robarle.

Me puse en cuclillas junto a mi pila de ropa, fingiendo no fijarme en lo que sucedía a mi alrededor. Carlos continuó con su trabajo en la pared de piedra, copiando los grabados. Pepe el lépero, en cuclillas con sus amigos, bebía pulque. De vez en cuando, dirigían miradas codiciosas a Carlos.

A última hora de la tarde todos los léperos se marcharon, excepto Pepe. Él se quedó por allí, vendiéndoles cosas a los visitantes de la capital. Me acerqué donde Carlos estaba guardando su material de dibujo.

—Termina usted temprano, don Carlos.

—Sí, mi porteador desea presentarme a su esposa y a su familia antes de que nos marchemos a Cuicuilco. Cenaré con ellos esta noche.

—Ah, una cena con su esposa y sus hijos… —asentí y sonreí como si fuese la cosa más natural del mundo que un lépero llevase a su casa a un gachupín para cenar. Dudaba de que Pepe tuviese algún otro hogar que no fuese la tierra donde su mugriento cuerpo se revolcaba cuando se desplomaba borracho por la noche.

El joven erudito llevaba lo que cualquier gachupín de medios modestos habría llevado: un collar de oro con un pendiente, un anillo de plata con una piedra roja, otro anillo de plata con una cabeza de león y una bolsa de dinero. No era una gran fortuna, pero para esa escoria era cuanto podía recoger en toda una vida de robar y mendigar.

Me despedí de don Carlos y volví a mi pila de ropa, que le había pagado a un indio para que vigilase. Ensillé la mula y dejé el lugar, en la misma dirección que había visto marchar al grupo de sabandijas, pero desviándome para no toparme con ellos. Subí a una pequeña colina con árboles donde ocultarme.

Saqué el machete de la funda. Escupí en mi piedra de amolar y puse manos a la obra hasta que tuvo el filo de una navaja. Era más grande, más resistente y más largo que cualquiera que pudiesen empuñar los léperos. Y tenía algo más de lo que ellos carecían: don Juan de Zavala. Un jinete y espadachín de primera. Era tan experto en esas artes como cualquier caballero de Nueva España. Aun así, esos léperos eran peligrosos en grupo. Si bien ninguno de ellos poseía un puñal o un machete —tales objetos eran demasiado valiosos como para cambiarlos por una jarra de pulque—, se armaban con garrotes que llevaban incrustados afilados pedazos de obsidiana y cuchillos hechos con la misma piedra. También podían retroceder y apedrearme.

Por encima de todo temía los cuchillos. Hacía siglos que los indios utilizaban el vómito volcánico como arma. Los aztecas habían refinado su eficacia, incrustándolos en la madera para fabricar espadas, dagas y lanzas que cortaban mejor que la más afilada hoja. Hechos con el cristal negro volcánico, sus cuchillos eran especialmente letales en la lucha cuerpo a cuerpo, y en esa región abundaba la obsidiana. Los léperos la utilizarían para cortarle el cuello a Carlos después de haberlo tumbado a garrotazos; luego le robarían. Había muchas posibilidades de que los atrapasen más tarde y los ahorcasen, pero había conocido a suficientes de ellos en la cárcel como para saber que no le tenían miedo a la horca, como aquellos cuyos cerebros no estaban destrozados por el apestoso brebaje indio.

Observé a Carlos y al lépero salir de la antigua ciudad, caminando juntos. Dado que Carlos no montaba su caballo, el lépero sin duda le había dicho que no irían muy lejos. Más allá de la pequeña colina a la vera del sendero había una aldea, y supuse que ése era probablemente su destino. Un grupo de piedras, arbustos y arbolillos se levantaban antes de la cresta. Miré hacia allí, seguro de que era el lugar donde los léperos esperaban emboscados. Unos repetidos movimientos en los arbustos confirmaron mi sospecha. Vi cuál era su juego. Saldrían de su escondite y matarían a Carlos, y quizá le harían un pequeño corte a Pepe para evitar que lo culpasen. Luego este último volvería tambaleándose al campamento de la expedición y gritaría que Carlos y él habían sido emboscados por los bandidos.

¡No! Nada de bandidos. Ésa no iba a ser su tapadera. Los léperos sobrevivían porque eran endiabladamente astutos y manipuladores. Me acusarían a mí del ataque, y yo caería en sus manos. De haberme quedado en la ciudad abandonada, los otros me habrían visto. ¿Dónde estaba yo cuando el ataque había tenido lugar? Oculto solo entre los árboles cercanos. Ahora estaba condenado si asesinaban a Carlos.

Mientras él y Pepe se acercaban a la colina, clavé los talones a la mula. Mi montura aceleró el paso pero no galopó, y yo no llevaba espuelas ni fusta. Al tiempo que le golpeaba los flancos con la parte plana de mi machete, le grité todas las obscenidades que sabía. Por fin aceleró el paso hasta galopar colina abajo. Debía de parecer un loco, bajando la ladera en una mula, machete en alto y gritando obscenidades lo bastante alto como para despertar a los muertos. Mi aspecto debió de parecerles el de un ser infernal, porque los tres léperos que salían de sus escondites y se disponían a atacar a Carlos se detuvieron en seco con las armas alzadas para mirarme con ojos desorbitados.

Pepe gritó: «¡Bandido!» y echó a correr. Los otros léperos se dispersaron en todas las direcciones. Mientras galopaba hacia Pepe en un rumbo que me llevaría más allá de donde estaba Carlos, el español desenfundó su daga y subió a un peñasco para hacer frente a mi carga. Desvié la mula al tiempo que sacudía la cabeza de puro asombro al pasar. ¿Iba a luchar contra un hombre montado y armado con un machete con su daga?

Pepe corría como alma que lleva el diablo colina arriba cuando me acerqué a él. Miró hacia atrás dominado por el terror al oír el batir de los cascos de la mula que se acercaba. Se apartó del camino y trepó por las raíces a lo largo del borde de la colina. Fui tras él, metiendo a la mula entre los peñascos hasta que no pude avanzar más. Desmonté, até las riendas a un arbusto y me interné entre las rocas, machete en mano. El lépero llegó a una angosta grieta y de nuevo miró por encima del hombro, desesperado, antes de saltar, con sus pies tocando la grava suelta. Resbaló, se tambaleó por un momento, agitando los brazos, y después cayó de espaldas por encima del borde, para desaparecer en la grieta.

Di media vuelta y volví donde estaba mi mula, sin preocuparme por ver qué le había pasado. El aterrorizado grito desde el interior de la grieta había durado lo suficiente como para hacerme saber que no había sido una caída corta.

Cuando llegué al pie de la colina, Carlos había bajado del peñasco; aún tenía la daga en la mano, y en su rostro se leía la consternación y la intriga. Detuve la mula y lo saludé con el machete.

—A su servicio, don Carlos. Como ve, he perdido mi caballo y mi espada y debo librar las batallas en un estado todavía más pobre que aquel santo patrón de los pobres caballeros errantes, el propio señor don Quijote.

Carlos permaneció rígido por un momento, sin tener muy claro lo que había sucedido, pero las intenciones de los léperos eran obvias. Los amigos de Pepe todavía corrían por la ladera. No muy lejos de nosotros había un garrote de madera, un tronco con afilados pedazos de obsidiana incrustados en la madera como la hoja de una hacha.

—Una arma burda pero desagradable —comenté—. Un golpe certero podría decapitar a un hombre.

Carlos miró el garrote y una sonrisa perpleja apareció en su rostro. Saludó con su daga.

—Estoy en deuda contigo, don Juan.

Esa noche, Carlos llenó una cazuela con carne de cerdo, pimientos y patatas. También había un gran trozo de pan; pan de verdad, no tortillas de maíz, sino pan hecho con harina de trigo. Cogimos la comida y nos alejamos un buen trecho del campamento para compartirla. Comí famélico, después de haber cenado tortillas, alubias y pimientos durante semanas, el sustento de los pobres.

Después de comer, Carlos cogió una jarra de vino y me hizo un gesto para que lo siguiese. Ya era de noche, pero la luna llena iluminaba la ciudad de los muertos. Caminamos sin prisa, compartiendo la jarra.

—Un magnífico lugar, ¿verdad? —comentó.

Asentí. Lo que pasaba por su mente no lo dijo. Sabía que yo no era lo que aparentaba, y sospeché que era lo bastante sabio como para comprender que hay secretos que más vale no revelar.

Si mi conducta lo confundía, yo tampoco lo comprendía a él. Siempre había creído que los eruditos, como los sacerdotes educados, eran unos afeminados. Como se mostraban indiferentes a los caballos, las espadas, las pistolas, las putas y las botellas de brandy, creía que no tenían cojones. Pero Carlos me había sorprendido, pues había demostrado tenerlos bien puestos. Cuando cargué con la mula, machete en ristre, él defendió su terreno con una daga. Que lo hiciese me había asombrado. No se me ocurría ni un solo caballero en Guanajuato capaz de encaramarse a aquel peñasco para enfrentarse al ataque.

Ahora sabía que debía aprender más sobre los eruditos; al menos, de ése. No era un hombre fornido ni tampoco tenía la fuerza y la agilidad en las piernas y el tronco para ser un buen espadachín. No montaba su caballo como si hubiese nacido en la silla, sino como alguien de ciudad más acostumbrado a los carruajes. Sin embargo, había defendido su terreno delante de una muerte segura. Era un hombre corajudo, a pesar de los libros.

—Soy consciente de que te debo la vida —manifestó Carlos, y me pasó la jarra de vino mientras caminábamos—. También soy consciente de que me dejé engañar por el lépero.

—No me debe nada, señor.

—Debes comprender que personalmente no distingo entre las razas de hombres. Pero esta noche, incluso después de salvarme la vida, no podrías haber cenado conmigo porque el resto de la expedición lo habría considerado una ofensa. Mi salvador comiendo con los sirvientes.

Me encogí de hombros.

—Es natural que coma con los sirvientes, don Carlos. Conozco mi lugar.

Él bebió un sorbo de vino.

—Puedes dejar de llamarme «don». Mi padre era carnicero, y la única razón por la que fui a la universidad es porque un rico patrón creyó que estaba dotado para aprender y pagó mi carrera.

—La manera en que defendiste tu terreno te hace merecedor del título.

Él me dirigió de nuevo esa mirada de extrañeza.

—Después de hoy, quizá deba ser yo quien te llame «don», como hice antes.

—Soy un hombre pobre y me honra que…

—Basta. Acabas de utilizar de nuevo tu español vulgar. ¿Sabes cómo te dirigiste a mí después de haber perseguido al lépero hasta su muerte?

Mis pies continuaron moviéndose a un paso normal, pero mi mente se había disparado. ¿Qué había hecho?

—Hablaste en catalán.

Se me desbocó el corazón.

—Por supuesto, mi patrón era de Barcelona. Lo oí hablar muchas veces en dicha lengua.

—Alternas continuamente entre el catalán y el castellano.

—Mi amo hablaba…

—No me importa lo que hablaba tu amo. No es tu dominio de la lengua; es tu tono. En un momento hablas con el tono vulgar de las clases bajas, y al siguiente pareces el hijo menor de un noble, de esos que se niegan a estudiar pero pueden repetir como loros lo que otros le han dicho. —Levantó una mano cuando inicié otra protesta—. Ésta es la última vez que hablaremos del tema; hay algunos asuntos que es mejor no discutir. ¿Comprendes que no todos los miembros de esta expedición son eruditos?

Lo comprendía. Además de los soldados, también había sacerdotes, y uno de ellos llevaba la cruz verde de la Inquisición. El Santo Oficio siempre mandaba a un inquisidor en tales expediciones para asegurarse de que cualquier artefacto o historia india que ofendiese a la Iglesia fuese suprimido sin más. En otras palabras, el sacerdote era un espía, alguacil y juez de la horca, y estaba investido con el poder de la Iglesia, una entidad que rivalizaba con el virrey en términos de su dominio en la colonia, y a menudo más poderosa.

—Nos marcharemos a Cuicuilco dentro de dos días. Te contrataré a ti y a tu animal al precio que la expedición paga por esos servicios. Tendrás que vender tu carga de ropa porque tu mula cargará con mi equipo y mis objetos personales. ¿Te parece satisfactorio?

—Del todo.

—Evitarás el contacto con los demás miembros de la expedición. Si hay problemas en el camino, deja que los soldados se ocupen. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Y procura caminar sin pavonearte, sobre todo cuando ves a una hermosa dama. Pareces demasiado un caballero.