TREINTA Y CUATRO

Teotihuacán

De los senderos montañosos que pocas gentes recorrían y a través de terreno salvaje donde no veía a ningún otro ser humano, por fin llegué al valle de México y a una de las ciudades más extrañas de la Tierra: la ciudad de los dioses.

Teotihuacán fascinaba y asustaba a los aztecas.

Debo confesar que a mí pocas cosas me asustan. He cabalgado solo en cacerías por las montañas y los bosques de nuestra gran meseta, bajado a las selvas en el lado este de las montañas, e incluso más allá de Zacatecas, al norte, hacia las peligrosas regiones áridas infestadas de indios salvajes. Con arco y flecha, he cazado jaguares, criaturas tan rápidas que desvían los proyectiles con las garras en pleno vuelo, tan letales que te abren en canal con un solo golpe. He luchado y matado a hombres malos. Si bien he conocido a hombres valientes, me he enfrentado a más peligros que la mayoría de los de mi edad, y nadie me ha acusado nunca de cobardía. Pero no pretendo ser valiente cuando se trata de fantasmas.

Había llegado a Teotihuacán después de salir de las montañas y bajar a la llanura. Ubicada en un valle que también llevaba su nombre, Teotihuacán era parte del gran valle de México, y se hallaba a unas doce leguas de la capital. El nombre español del lugar era San Juan de Teotihuacán, pero su espíritu no tenía nada de santo.

Al caminar por la Calzada de los Muertos —la ancha y desierta calle que era la arteria central de esa ciudad fantasma—, intuí los espíritus y me eché a temblar a pesar del ardiente sol.

Me apoyé en una pared de la vieja avenida y me fumé un cigarro mientras observaba a un astuto lépero que miraba a un grupo de eruditos españoles que habían venido a estudiar la ciudad de los dioses y los fantasmas. Los léperos solían tener una astucia instintiva cuando se trataba de conseguir dinero para el pulque.

Ese lépero en particular se había congraciado con uno de los eruditos, un joven español pálido y de aspecto sensible al que los otros miembros de la expedición llamaban Carlos Galí. El tal Carlos el Erudito parecía ser sólo unos pocos años mayor que yo.

Mientras observaba y escuchaba las conversaciones, me enteré de que algunos de los miembros de la expedición eran sacerdotes eruditos, y otros, profesores seculares de una universidad de Barcelona. Estaban en la colonia para visitar los lugares de las antiguas civilizaciones indias que habían florecido antes de la conquista.

El nombre de Barcelona tenía para mí un sonido mágico. Una de las grandes ciudades de España, esa notable urbe del Mediterráneo en Cataluña estaba situada no muy lejos de la frontera francesa. Gran ciudad incluso en tiempos romanos, había sido ocupada durante un breve período por los árabes antes de convertirse en un bastión del poder cristiano en la Península durante la lucha de siglos para expulsar a los infieles de regreso al norte de África. Había oído muchas historias de su grandeza de labios de Bruto mientras crecía. Era la ciudad de mi nacimiento, o eso se me había dicho, hasta que el loco moribundo había descalificado mis orígenes.

Incluso hablaba un poco de catalán, un lenguaje similar pero distinto del español. Como el español, sus raíces eran latinas, y yo había aprendido lo suficiente del idioma durante mi niñez como para mantener una conversación, porque Bruto y los miembros de la familia Zavala que venían de visita hablaban catalán en la mesa.

La expedición empleaba porteadores que se encargaban del equipaje de cada uno de los eruditos, y la comida y las provisiones del grupo en su conjunto. Habían utilizado a peones de Veracruz en la subida a las montañas de camino a Jalapa. Una vez allí, los peones de Veracruz habían vuelto a casa, y unos nuevos porteadores habían ocupado sus lugares. Ahora los porteadores de Jalapa serían reemplazados por los hombres que acompañarían a la expedición en el siguiente tramo, al sur, hasta Cuicuilco, una ciudad un poco más allá de la capital.

Si me unía al grupo como porteador, desaparecería sin más, al menos a la vista de los alguaciles que me buscasen. Después de evaluar a los miembros, el joven erudito que el lépero había buscado como la presa más fácil me pareció el más prometedor para mí. Ingenuo, no tenía ni idea de cómo reaccionaría el lépero ante su conmovedora simplicidad. Realmente era como si el hombre estuviera jugando con una serpiente de cascabel.

Antes había visto al lépero con otras dos sabandijas, bebiendo y riendo, burlándose del joven erudito con sus ojos taimados. No necesitaba de un cartógrafo para que me marcase su rumbo. Le robarían, y si tenían la oportunidad, le cortarían el cuello para quedarse con sus botas, o incluso sólo por los calcetines.

Al mirar a ese delicado y sincero joven, sentí que estaba ligado por el honor a salvarlo de esa jauría de ladrones asesinos. Pero tenía que andarme con cuidado: el alguacil de un pueblo cercano había venido a conocer al jefe de la expedición. Por las conversaciones que oí, el alguacil —un gordo estúpido que probablemente no sabía ni leer su propio nombre— les describía a los miembros de la expedición cómo el lugar había sido una gran ciudad azteca. Yo sabía que eso no era cierto.

Eh, ¿acaso os preguntáis cómo Juan de Zavala, un hombre que había «leído» más huellas de cascos y putas de burdel que libros, sabía algo de una antigua ciudad de los indios? ¿No había estado una vez prometido a una mujer que me hizo mamar de la teta del conocimiento? ¿No había sufrido a través de las interminables arengas de Raquel sobre la grandeza de la cultura india y la destrucción traída por la conquista de Cortés? Debía agradecer, pues, que ella me hubiese enseñado de esa ciudad de fantasmas y de Tenochtitlán, la capital azteca ahora ocupada por Ciudad de México.

Me acerqué al joven erudito que se había apartado del grupo, que todavía escuchaba al alguacil explicar las marcas que la antigua raza de indios había trazado en las paredes. Consideré hablarle en catalán, decirle que había nacido en Barcelona y que estaba pasando por una mala racha, pero todavía fingía ser un peón que vendía ropa. Cualquier cosa que le dijese era probable que fuese repetida a los demás y llegase a oídos del alguacil.

Caminé a su lado, me quité el sombrero y me dirigí a él respetuosamente, dándole a mi español un acento gutural.

—Señor, quiero decirle algo, pero, por favor, manténgalo en secreto o me veré envuelto en problemas. No creo que el alguacil le esté dando a sus compañeros la información correcta sobre la historia de esta vieja ciudad.

El joven erudito me sonrió.

—¿Qué sabes tú de la historia?

—Sé que ésta nunca fue una ciudad azteca. Es cierto que los emperadores aztecas venían aquí todos los años para rendir homenaje a sus dioses paganos, pero la ciudad fue construida muchos siglos antes de que los aztecas llegasen al valle de México. Durante mucho tiempo antes de que los aztecas se hiciesen con el poder, la ciudad estuvo abandonada. Estaba así incluso cuando los aztecas se convirtieron en un poderoso imperio. Venían a la ciudad a rendir culto, pero no vivían aquí porque le tenían miedo.

Me miró con atención.

—¿Dónde has obtenido tu conocimiento de la ciudad?

—Trabajaba en la casa de un erudito en Guadalajara, señor. No tenía ninguna fama —respondí, para asegurarme de que no supiese nada del supuesto erudito—, pero era un hombre instruido. En ocasiones me hablaba de lo que leía.

—¿Tu amo está aquí?

—No, señor; falleció hace unos pocos meses. Su muerte me dejó sin casa y sin un amo. He oído que están contratando porteadores para el viaje al sur. Soy un buen trabajador y obedezco sin demasiadas palizas. Lo serviré bien si me lo permite.

—Lo siento, pero ya he alquilado a un porteador; Pepe, un hombre de aquí que no sólo conoce el territorio, sino que tiene muchos hijos que alimentar.

—Quizá pueda servirle de otras maneras entonces, señor. Si bien no he sido más que un pobre sirviente, mi amo me enseñó a disparar y a utilizar la espada. Hay muchos bandidos en la carretera…

Él negó con la cabeza.

—Tenemos a hombres del ejército para protegernos.

Señaló a los seis soldados que charlaban mientras fumaban y bebían vino. De no haber sido por sus mugrientos uniformes, habría tomado al grupo por compañeros de los léperos que bebían pulque al otro lado del camino. No se los podía confundir con bandidos sólo porque eran demasiado gordos y haraganes.

—¿Viajarán más allá de Cuicuilco? —pregunté.

—Recorreremos toda la ruta hasta la tierra de los mayas.

—¿Tan lejos? ¿A las selvas sureñas? He oído decir que hay muchos peligros en la ruta, que el sur es incluso más peligroso que el norte, los indios salvajes y sanguinarios.

—El porteador que he alquilado —hizo un gesto en dirección a Pepe, el lépero— me ha dicho que conoce los caminos seguros a través de la selva.

—Bien, señor, como alguien que conoce la colonia, puedo decirle que puede usted llegar sano y salvo a Cuicuilco.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Juan Madero.

—Ven conmigo si quieres un día de trabajo. Puedes ayudarme a limpiar parte de la vegetación de las ruinas que quiero estudiar. Me interesa saber qué otras cosas te dijo de la ciudad tu antiguo empleador.

—Me dijo que esta calle principal se llama Calzada de los Muertos porque se dice que muchos reyes y notables, muertos desde antes de los tiempos de Nuestro Salvador Jesucristo, están enterrados en las tumbas que la bordean.

—He oído esa historia, pero todavía algunos cuestionan si esos edificios son tumbas o templos y palacios. De todas formas, no hay duda de que es una ciudad fantasma.

—Muerta, pero no silenciosa, ¿eh? —dije—. Lo que no puedes oír lo notas en la piel mientras caminas por la calle entre las dos grandes pirámides. ¿Usted también lo ha notado, señor?

Se echó a reír.

—Si tienes miedo de los espíritus de la ciudad, estás en buena compañía. Quizá es algo que corre en tu sangre india. Como has dicho, los aztecas también temían a la ciudad. En su lengua pagana, el nombre de Teotihuacán significa algo así como «ciudad de los dioses». Creían que era el lugar donde vivían unas poderosas y peligrosas deidades. Por eso venían en peregrinaje hasta aquí todos los años, para rendir tributo a los dioses.

—Señor, ¿por qué los aztecas, que he oído decir que eran hombres malos que combatían y mataban a la primera oportunidad, temían a una ciudad desierta?

—Tenían miedo de lo que veían y también de lo que no veían. Mira esas increíbles ruinas. Gigantescas pirámides y templos de piedra tallados a la perfección, y también palacios. ¿Puedes imaginarte el aspecto que tenía esta ciudad en tiempos pasados, cuando sus edificios estaban brillantemente pintados? Nunca he oído hablar de ningún otro lugar en la Tierra (excepto los monumentos de los poderosos faraones en Egipto y la muralla que corre hasta el infinito a través de la tierra de los chinos) que pueda compararse con los logros de la antigua raza que construyó esta magnífica ciudad.

»Lo que asustaba más a los aztecas y sigue asustando a las personas como tú que vienen aquí es el hecho de que nadie sabe quién construyó la ciudad. ¿No es increíble, Juan? Estamos en el centro de una gran urbe, con imponentes pirámides, y nadie sabe qué raza de hombres la construyó o siquiera el nombre que le dieron.

»Como te dijo tu amo, tus antepasados aztecas no la construyeron. Vinieron al valle de México trece o quizá catorce siglos después de que construyeron la ciudad. ¿Te das cuenta de que Teotihuacán es la ciudad más grande que haya existido en las Américas antes del tiempo de Colón? Era más grande que la capital azteca de Tenochtitlán, y podría haber rivalizado con Roma en su máximo esplendor. Ni siquiera Ciudad de México, La Habana o ninguna otra metrópoli del Nuevo Mundo tiene tantos habitantes como antaño tuvo esta antigua ciudad.

—¿Cuántas personas cree usted que vivían aquí? —pregunté.

—Algunos eruditos creen que más de doscientas mil personas poblaban la ciudad en su máximo crecimiento.

¡Ay! Ésos eran muchísimos fantasmas.

Conversamos mientras yo quitaba la vegetación para dejar a la vista las inscripciones en un costado de la pared. Recordé algo más de lo que Raquel me había dicho.

—Las pirámides de aquí son las que los aztecas y otros indios copiaron para sus ciudades. Al menos, eso es lo que he oído.

—Estás en lo cierto, aunque las copias son más pequeñas que la pirámide del Sol aquí, en Teotihuacán. Piénsalo, Juan, los grandes y maravillosos monumentos de todos los imperios indios fueron copiados de una ciudad que fue construida por personas que nadie conoce. Mira la pirámide del Sol.

La enorme estructura estaba en el lado este de la Calzada de los Muertos, y dominaba la parte central de la ciudad en ruinas. Carlos me dijo que el edificio tenía más de sesenta metros de altura, y que cada uno de los cuatro lados de su base medía más de doscientos treinta metros. Desde el suelo, un hombre en la cima parecería una hormiga en el techo de una choza.

En el extremo norte de la ancha avenida se encontraba la pirámide de la Luna.

—La pirámide dedicada a la luna es, en realidad, un poco más baja que la del sol, pero parece tener la misma altura sólo porque está en terreno elevado. La pirámide del Sol es la tercera pirámide más grande de la Tierra. Si bien no es tan alta, tiene casi el mismo volumen que la gran pirámide de Gizeh, en Egipto. ¿Te das cuenta, Juan, de que la mayor pirámide de todas (una que es incluso más grande que la pirámide del faraón) no está en el Nilo, sino en Nueva España, en Cholula, adonde viajaremos muy pronto?

—¿Por qué construyeron estas pirámides? ¿Para llevar a las personas a la cima y arrancarles los corazones?

—Sí. Se practicaba el sacrificio humano, pero aparte de la siniestra institución, las pirámides eran en realidad lugares de culto, como las iglesias lo son para nosotros de la verdadera fe. Las construyeron para complacer a sus dioses. A diferencia de las pirámides de Egipto, que fueron construidas como tumbas para los reyes, en lo alto de las pirámides de Nueva España tenían lugar ceremonias religiosas. Por eso son planas en la cumbre, para que los indios pudiesen construir allí los templos para el culto. También para los sacrificios —se encogió de hombros—, que por desgracia se convirtieron en parte de la religión.

—Por la sangre… —dije al recordar una parte de la lección de Raquel que me había interesado de verdad.

—Así es. Creían que el sol, la lluvia y los otros dioses se alimentaban con sangre. Los indios dependían de las cosechas para sobrevivir, y creían que si les ofrecían sangre a los dioses, éstos prosperarían y les darían el buen tiempo necesario para cultivar las cosechas. Un acuerdo de sangre, sangre humana a cambio de lluvia y sol, era el acuerdo entre los indios y los dioses.

—Pura ignorancia —señalé.

—Quizá. —Carlos miró en derredor para asegurarse de que nadie más escuchaba—. Pero la ignorancia abunda en muchos lugares.

Sospeché que hablaba de la Inquisición, que quemaba a la gente en la hoguera durante los autos de fe.

—He oído que en lo alto de la pirámide del Sol hubo una vez un gran disco de oro —comenté—, un tributo al dios Sol. Valía el rescate de un rey. Cortés se apoderó del disco y lo mandó fundir.

—Sí, los eruditos confirman tal relato. Veo que tu amo estaba bien informado acerca de las ruinas.

—¿Alguna vez sabremos quién construyó esta ciudad? —pregunté.

—Sólo Dios puede responder a esa pregunta. El misterio de quién pudo levantar estos enormes monumentos es tan intrigante como por qué sus ciudadanos la abandonaron.

—¿Por qué dice abandonado, señor? ¿No podría ser que la gente sencillamente escapara de un enemigo más poderoso?

—Quizá, pero si la guerra asoló la ciudad, lo lógico sería ver más destrucción causada por el conflicto. También cabe preguntarse por qué los conquistadores no ocuparon este prodigioso premio.

Me encogí de hombros.

—Quizá no querían vivir pegados a los fantasmas.

El erudito me miró con una expresión divertida.

Creer en fantasmas era nuevo para mí. Cuando disfrutaba de la vida de un caballero, nunca había pensado en nadie o en nada, y desde luego nunca había pensado en el más allá. Quizá estaba cambiando.

En el pasado, un impenetrable escudo de dinero y poder me había protegido, dejándome indiferente al resto del mundo. Pero ahora vivía mi vida, observando mi retaguardia alerta a los alguaciles y los bandidos, observando los ojos de los demás viajeros para comprobar si me veían como su presa o si sus sospechas alertarían a la policía del virrey. Ahora, en una calle nombrada por los muertos, en una ciudad abandonada hacía mucho por los vivos, intuí la misma clase de presencia que había hecho temblar a los emperadores aztecas y ofrecer tributo de rodillas a los fantasmas invisibles.

Carlos me palmeó el hombro mientras nos separábamos.

—He disfrutado de nuestra conversación. Lamento haber contratado ya a Pepe para el viaje. Pero dado que él conoce la ruta…

Dejé al erudito, murmurando para mí mismo que era un tonto ingenuo y el lépero el padre de todas las mentiras. Más allá de haber sido sentenciado a trabajar en la construcción de carreteras por borracho y ladrón cada vez que lo sacaban de la cuneta, aquella basura humana nunca había ido una legua más allá del lugar donde había nacido. Le había dicho a Carlos que estaría seguro hasta Cuicuilco porque la ciudad estaba próxima a la capital. Después de Cuicuilco, la expedición tenía previsto viajar a Puebla, quizá un viaje de sesenta o setenta leguas a lo largo de la carretera más transitada de todas las Américas. Esa ruta también era segura. Pero al sur de Puebla, cada legua llevaba al viajero más lejos del corazón de la colonia hasta… Bueno, ni siquiera yo sabía qué había más allá cuando uno llegaba a las ardientes y húmedas selvas, excepto que la mayoría de aquellas tierras ignotas no habían sido exploradas.

Pero sí sabía que la expedición necesitaba de mayor protección que los soldados que había visto, y sólo la caridad cristiana me impulsa a dignificarlos con el título de «soldados». Si de verdad habían servido en el ejército, seguramente los habían seleccionado entre aquellos que limpiaban las letrinas y los suelos de los burdeles, y luego habían sido enviados en esa expedición por oficiales que querían quitárselos de encima.

En cualquier caso, me ocuparía de que el joven erudito llegase a su destino, al menos hasta Puebla, de donde partía la carretera principal a Veracruz. Desde Veracruz, las naves surcaban las rutas marítimas del Caribe y Europa.

Los alguaciles del virrey no me descubrirían mientras fuese parte de la expedición. Estaría a salvo viajando con una gran caravana bien armada, y si tenía problemas para engañar a los alguaciles y los oficiales de aduana, podía, si era necesario, «tomar prestados» los documentos y el dinero del joven erudito para mi viaje por la carretera a Veracruz y mi pasaje fuera de Nueva España.

Para conseguir un empleo con la expedición, debía eliminar al lépero. Abusando de la bondadosa ingenuidad de Carlos, el lépero lo había convencido de que necesitaba el dinero para alimentar a su prole. Si ese borracho ladrón tenía hijos, seguro que los hubiese vendido como esclavos para pagarse una jarra de pulque. Pero no podía correr el riesgo de enfadar al erudito descubriendo las mentiras del lépero y su propia ingenuidad. Mi único recurso era asegurarme de que el lépero no pudiese hacer físicamente el viaje. Una daga que le abriese la garganta haría el trabajo.

¿Quién dijo que la necesidad es la madre del asesinato? Creo que fue Juan de Zavala.