Mi plan, después de dejar la hacienda —con un perro vivo atado al pecho de un hombre muerto—, era dirigirme al noroeste, en dirección a Zacatecas. Había cazado en la región y en el territorio desierto al norte. En algún momento los hombres de la hacienda se unirían a los alguaciles del virrey en la búsqueda, y el norte, menos poblado y mal protegido, era la ruta lógica para un bandido a la fuga.
Zacatecas era la segunda región más rica en minas de plata de la colonia. El dinero fluía allí como la miel de un panal, y la ciudad era más salvaje y descontrolada que Guanajuato. Incluso podía escapar aún más al norte; había centenares de leguas hasta el río Bravo y las poblaciones de más allá. Las ciudades estaban a menudo separadas por semanas de viaje, y se podía cabalgar durante días sin ver forasteros. Con las alforjas llenas de plata robada se podía permanecer perdido para siempre.
Sí, ir a Zacatecas era un buen plan, y uno que evité con mucho cuidado. En cambio, una vez más dejé mis huellas para una ruta al norte, tracé un amplio círculo alrededor de la zona de la hacienda y me dirigí al sur. Zacatecas era el primer lugar donde irían a buscarme mis perseguidores. Incluso peor, muchos de los propietarios de minas y proveedores habían visitado nuestra hacienda y conocían mi cara. Me hubieran reconocido en cuanto caminase por una calle de Zacatecas.
También abundaban otros peligros. En el camino a poblados distantes como Taos y San Antonio, un jinete solitario no sólo debía temer a los bandidos, sino también a los indios salvajes, algunos de los cuales aún practicaban el canibalismo como sus antepasados. Había cazado con precaución cuando había estado en esas regiones, más alerta a la presencia de las bestias de dos patas que a las de cuatro.
También conocía mejor las áreas poco pobladas del sur y el este, con toda probabilidad mejor que los alguaciles que me buscaban. Había cazado en el territorio entre el borde de la gran región de montañas y mesetas que llamamos el valle de México. También conocía lo que estaba más allá de las montañas: las tórridas costas infestadas por la peste, donde, cuando llovía, el océano mismo parecía caer del cielo, lo bastante caliente como para fundir a un hombre hasta los huesos. Pero en esa costa también estaba el principal puerto de la colonia: Veracruz.
Hernán Cortés había fundado un pueblo llamado la Villa Rica de la Veracruz cuando desembarcó en la costa este de la colonia en 1519. Pero no nombró a la ciudad por sus «incontables riquezas» dado que todo cuanto encontró eran pantanos y arena. En cambio, la nombró por sus sueños de conquistador, el ansia de riquezas mundanas.
Una vez en Veracruz, buscaría la manera de abordar un barco que me llevase a La Habana tal vez, la reina del Caribe.
Tenía que salir de la colonia. Ahora dudaba de que, si me capturaban, me enviaran al Lejano Oriente en aquel infame galeón de Manila. Los alguaciles me colgarían del árbol más cercano. Escapar a través de Veracruz era el único camino posible. Para llegar allí tendría que cruzar las montañas, descender a la ardiente zona de la costa, y seguir hacia el sur hasta el puerto. Además del peligro de los alguaciles y los bandidos, debería atravesar las zonas costeras, donde abundaban los mosquitos y los cocodrilos, e innumerables víctimas habían muerto del temido vómito negro que acechaba en los hediondos pantanos.
Al pensar en el viaje recordé que Bruto me había dicho que había sido el vómito negro el que me había transformado en un gachupín. Si su relato del engaño era cierto, ¿en qué se hubiese convertido el verdadero Juan de Zavala de haber vivido? Y lo más importante, ¿en qué me hubiera convertido yo de haber vivido él?
¿De verdad mi madre era una puta azteca? Sólo porque hubiese vendido a su bebé no la convertía necesariamente en una puta o en una mala persona. El mundo era duro con las mujeres pobres con hijos. Incluso más duro para una mujer con un hijo nacido fuera del matrimonio. Bien había podido vender a su hijo para darle una vida mejor.
Ese cabrón mentiroso de Bruto había dicho que mi madre era una puta, pero ¿decía la verdad? Sin duda había buscado con toda intención mi desgracia y destruirme después de haberlo amenazado con quitarle el control de mis propiedades. Estaba seguro de que había mentido para hundirme después de que su plan de envenenarme y robarme mi hacienda se fuesen al garete.
Para cuando llevaba una hora más de cabalgata, estaba convencido de que había mentido. Me había adaptado tan bien a ser un gachupín que mi madre había tenido que ser una de ellos, o al menos una criolla de alta posición. Sin duda se había quedado embarazada de mí como resultado de una aventura amorosa con un noble gachupín, un conde o un marqués, y había permitido a Bruto cambiarme por el bebé muerto para que yo tuviese una buena vida.
La carretera principal desde la capital a Veracruz pasaba por Puebla y Jalapa y luego bajaba hasta el mar. A lo largo de la costa, la carretera seguía su trazado entre arenales, humedales y pantanos que hacían que esa tórrida región fuera terriblemente insalubre. No siempre era una carretera para carros, el camino en las montañas a veces era poco más que un sendero de mulas. Sin embargo, también era la vía más utilizada en la colonia, dado que por allí circulaban la mayoría de las importaciones y las exportaciones.
Me costaba tomar la carretera porque también era frecuentada por los alguaciles del virrey. Una alternativa era utilizar los pasos de montaña y luego viajar a la costa al norte del sendero de Jalapa. Había cazado en esas ásperas montañas, y una vez había recorrido todo el camino hasta la costa. Allí no había puertos ni barcos. En las pocas plantaciones que había se cultivaban productos de la selva: plátanos, cocos, azúcar y tabaco.
Atravesar los empinados y angostos pasos de montaña, las lluvias tropicales y los pantanos cargados de enfermedades a lo largo de la ardiente costa sería difícil y peligroso. Sin embargo, encontraría a muy pocas personas en el camino, la mayoría indios con burros y alguna caravana de mulas que transportaban los productos de las plantaciones montaña arriba y otros bienes de consumo, como prendas, utensilios y pulque, en el trayecto de regreso.
Como en mi anterior viaje a la costa, llegué a las viejas ruinas indias de Tajín. Recordaba el nombre de las aburridas horas que había pasado escuchando las clases de Raquel sobre las glorias de las civilizaciones indias que habían existido antes de la llegada de Cortés. La ciudad estaba ahora cubierta de vegetación, pero se alcanzaban a ver las estructuras de piedra. Raquel había dicho que los antiguos indios jugaban a un peligroso juego en patios como ésos, un deporte al que se jugaba con una dura pelota de goma, en el que el equipo perdedor a menudo era sacrificado a los dioses.
Entonces recordé algo más sobre el área de Tajín: a lo largo de la costa había encontrado un puesto militar con sólo una docena de hombres, pero la Corona estaba decidida a reforzar la zona. Quizá habían levantado más puestos con pocos viajeros aparte de mí mismo para picar la curiosidad de los soldados.
La costa no era conveniente para mí, pero no tenía ninguna buena alternativa. No obstante, se me ocurrió que el lugar menos probable donde me buscarían sería a plena vista, por las atestadas carreteras que llevaban a la capital y a Veracruz. Entonces diseñé un plan que hubiese despertado la admiración y la envidia del propio Napoleón. Disfrazado como un pobre comerciante, me confundiría en las filas de los vendedores itinerantes que recorrían las carreteras: indios cargados con cestos, las espaldas dobladas, las cuerdas tensas contra las frentes; los mestizos arreando burros o mulas, sus lomos también muy cargados, y los comerciantes criollos a caballo o montados en resistentes carros. Las caravanas de mulas cargadas con plata o maíz a menudo estaban formadas por mil o más acémilas. Se reunían para protegerse, y yo podía «perderme» fácilmente entre ellas.
Pero no podía ocultar a Tempestad. Los alguaciles me estarían buscando montado en un soberbio semental negro azulado. Como Marina había dicho, no la engañé cuando entré en Dolores montado en el gran semental. Para escapar a la detección, tendría que vestir las prendas de los peones y montar un burro o una mula, los animales más adecuados para esa clase social.
La ropa no era un problema. Debajo de mi hábito de monje llevaba las prendas que me había dado Marina, que habían pertenecido a su difunto esposo. Podía cambiar mi aspecto sólo con deshacerme del hábito de monje. Me acaricié el rostro. Me alegraría desprenderme de mi barba.
Pero Tempestad no era sólo mi caballo; era el Pegaso alado que me había llevado lejos del peligro. Más que eso: simbolizaba la vida que había perdido pero había jurado recuperar. Sólo respiraba debido a la velocidad y el coraje del noble equino.
Después de haber puesto dos días de distancia entre mí mismo y la hacienda de Dolores, casi siempre en terreno selvático, sabía que no podía continuar montando al semental. Enlacé una mula en el corral de un rancho que criaba animales para el trabajo en las minas y compré una silla adecuada para una mula a otro ranchero a lo largo del camino. Después de haber ensillado al animal y de haber decidido que no se iba a mostrar rebelde y negarse a que la montara, me llevé a Tempestad a un aparte.
—Lo siento —le dije con voz triste—. Has sido mi amigo y salvador, pero ahora debemos separamos. Algún día volveremos a ser compañeros. —Lo solté en un prado con las yeguas y me marché.
Montado en la mula y vestido como un peón, ya no era el caballero Juan de Zavala.
Al día siguiente compré un hato de prendas —la mayoría sarapes que eran poco más que trozos de mantas baratas— a un mestizo y tomé su ya cargada mula a cambio de la mía y del valor de la mercancía. Eso significaba que debía caminar, pero la mayoría de los peones comerciantes, excepto los muleros de las largas caravanas, caminaban para utilizar a todos los animales que tenían para transportar mercancías.
La única cosa de la que me negué a desprenderme fueron mis botas de caballero. Eran un regalo de mi amada Isabel, y hubiese dado trozos de mi carne antes que separarme de ellas. En mi corazón sabía que algún día regresaría, con una fortuna y quizá incluso con el título nobiliario que tanto deseaba Isabel. Lo primero que haría sería mostrarle que aún llevaba las botas que me había dado. Sin embargo, había hecho una única concesión y no las había limpiado, ocultando su calidad debajo de varias capas de tierra.
Con mi mula, las mercancías y una actitud humilde, puse rumbo al sur, hacia el lugar que Raquel me había descrito. No es que ella y sus eruditos amigos supiesen gran cosa. Nadie lo sabía. Un lugar de los muertos, donde los fantasmas, los dioses y los viejos misterios residían.