Raquel Montez guardaba silencio en el asiento del coche mientras miraba a la mujer que estaba sentada delante de ella. Doña Josefa Domínguez era la esposa de don Miguel Domínguez, el corregidor de Querétaro. Como corregidor, el marido de doña Josefa era el principal funcionario judicial de la ciudad y el área circundante. Mientras Raquel visitaba a la señora había llegado un mensaje del párroco de Dolores, el padre Hidalgo, en el que les pedía que se reuniesen en privado con los miembros de la sociedad literaria de Querétaro. Como doña Josefa, Raquel había asistido a las reuniones de la sociedad para lamentarse de las injusticias de los sistemas políticos y económicos de la colonia.
Raquel y la mujer mayor habían pasado la noche en San Miguel, en casa de una amiga, y ahora salían casi con el alba para acudir al encuentro clandestino. La joven disfrutaba con la compañía de doña Josefa, una mujer de gran intelecto y valor moral. También admiraba a su marido, Miguel Domínguez. Nacido en Guanajuato, don Miguel había ascendido hasta un puesto muy alto para un criollo; hasta cierto punto, el hombre le recordaba a su padre, porque ambos tenían un gran interés por la literatura y las ideas.
Mientras don Miguel apoyaba tácitamente el cambio social, su voluntariosa esposa —la Corregidora, como la llamaban— era una participante activa en las reuniones de la sociedad literaria. Doña Josefa le estaba comentando a Raquel sus opiniones sobre las dificultades de la colonia y los problemas de España en Europa.
—Napoleón es un loco impulsado por una ambición insaciable, y nadie en Madrid puede detenerlo. Está devorando Europa. Ahora avanza hacia el este, pero ya tiene sujetada la Península en un abrazo mortal. El bufón de Godoy ni siquiera puede demorarlo.
—Estoy de acuerdo —asintió Raquel.
La joven conocía muy bien y mostraba el mismo disgusto con la veleidosa política extranjera de España como su madrina, que le había inspirado su conocimiento político. Cuando asistía a la escuela en Querétaro, Raquel había vivido con la mujer y su familia, y doña Josefa le había permito usar libremente la biblioteca. Y lo que era aún más importante, la había incitado a mantener provocativas discusiones sobre arte, filosofía, historia, literatura y la debilucha política de su tiempo.
Mientras que el padre de Raquel la había animado a estudiar e investigar, doña Josefa veía la política y la literatura como un fiero compromiso, y el ejemplo personal de la doña estimuló la pasión de Raquel por aprender tanto como el tesoro de obras de la doña, una pasión literaria que Juan de Zavala encontraba tan poco atractiva en las mujeres. La propia madre de Raquel era indiferente a la literatura pero amaba la música, y había transmitido tal sensibilidad a su hija. Su madre, una alma herida, había soportado las vicisitudes de la vida con una frágil salud y una débil voluntad, un trágico destino que Raquel estaba dispuesta a evitar a toda costa.
Los intereses de su padre, por otro lado, eran más osados, más enérgicos. Amante de todas las formas del arte —la literatura, la música, la pintura y la filosofía—, había poseído la mejor biblioteca privada de Guanajuato, un tesoro que no le sirvió bien cuando la Inquisición llamó a su puerta para acusarlo de ser judío.
Como hija única, Raquel había participado en las búsquedas intelectuales de su padre, a pesar de la convención social de que las mujeres carecían de intelecto para los estudios serios. Creyendo que una mujer como doña Josefa —con su inteligencia, su erudición y su posición social— ejercería una influencia positiva en su hija, su padre había animado su amistad y le había pedido que la amadrinase. Aunque la muchacha era mestiza, doña Josefa insistió en que leyese, y reclamó un papel determinante en la educación de Raquel. El padre, por su parte, accedió a todas las peticiones de la doña.
Pero ese mundo ya había desaparecido. El padre que Raquel adoraba había sido llevado a casa tumbado sobre una puerta y desaparecido de sus vidas con una misericordiosa rapidez. En cambio, Dios no fue tan bondadoso con su madre. La mujer, frágil de por sí, sufrió terriblemente cuando su marido falleció sumido en la desgracia, la sospecha y la tragedia. Después de su muerte también sucumbieron su mente y cuerpo. La mujer había muerto hacía un mes. Hasta su fallecimiento, Raquel cuidó de ella y luchó con los acreedores para salvar algo de su herencia.
La batalla financiera se perdió casi por completo, y la joven se encontró sola en la vida. Sus amigas creyeron que ingresaría en un convento, el único camino posible para las mujeres que carecían de la protección y el apoyo de un hombre. Una mujer no podía tener otras alternativas excepto la de ser esposa, puta o criada. El convento ofrecía protección, financiera y física, dando amparo a muchas mujeres que carecían de una dote pecuniaria.
Si Raquel hubiera buscado la protección de la Iglesia, no se hubiera sentido sola. Habría seguido el camino de la figura histórica que más admiraba, una poetisa que había muerto más de cien años antes: sor Juana Inés de la Cruz.
Sor Juana entró en el convento no por el solaz espiritual, sino llevada por el estudio y la contemplación, el tipo de vida que sólo podía darle un convento. La fecha exacta del nacimiento de sor Juana no está clara (probablemente alrededor de 1648), aunque por nacimiento era sin duda una «hija de la Iglesia», lo que significaba que era hija ilegítima, una bastarda.
Sor Juana había sido un prodigio intelectual que había compuesto una loa, un corto poema dramático, a la edad de ocho años. Mientras otras jóvenes se dedicaban a complacer a los hombres, Juana suplicaba a su madre que la disfrazase de varón para poder asistir a la universidad. Privada de educación debido a su sexo, su abuelo se encargó de la mayor parte de su instrucción.
A pesar de su belleza, su inteligencia y su encantadora personalidad, su baja cuna y sus aspiraciones poéticas la retenían. Sólo la vida en el convento le permitió escribir poemas y obras, experimentar con la ciencia y fundar una gran biblioteca. Sin embargo, cuando un obispo limitó sus estudios, ella se reveló, defendiendo su derecho como mujer a buscar la verdad. En España incluso era conocida como el Fénix de México y la Décima Musa.
Sin embargo, sor Juana no pudo continuar con sus búsquedas intelectuales, pues la atacaron los dogmáticos de la Iglesia. Perseguida por sus escritos y sus pensamientos mundanos, renunció a sus libros y firmó una confesión con su propia sangre. Después de su famosa réplica al obispo, se retiró del mundo exterior. Murió a los cuarenta y tantos años, después de enfermar mientras cuidaba a los enfermos durante una epidemia. Unas líneas del poema de sor Juana favorito de Raquel resumían la visión que la joven tenía sobre su propia vida.
Este amoroso tormento
que en mi corazón se ve,
sé que lo siento, y no sé
la causa porque lo siento.
Siento una grave agonía
por lograr un devaneo,
que empieza como deseo
y para en melancolía.
Y cuando con más terneza
mi infeliz estado lloro,
sé que estoy triste e ignoro
la causa de mi tristeza.
Ya sufrida, ya irritada,
con contrarias penas lucho:
que por él sufriré mucho,
y con él sufriré nada.
Raquel se preguntaba cómo se habría sentido sor Juana. Ingresar en un convento sin amar o haber sido amada por un hombre. Nunca unida a un hombre, estar en sus brazos, pecho contra pecho, ser íntimos. La muchacha recordaba la sensación de tener a Juan dentro de ella, sus labios en los suyos, sus caricias. Recordaba el miedo y el asombro cuando Juan le había hecho el amor, pero sobre todo recordaba los latidos de su sangre.
Raquel le había dicho a doña Josefa que carecía del coraje de sor Juana. No podía soportar la disciplina, la abstinencia y la abnegación del convento.
Tenía dinero suficiente para dejar Guanajuato y sus horribles recuerdos. Viajaría a Ciudad de México y allí compraría una pequeña y respetable casa, todo cuanto necesitaba para la vida solitaria que deseaba. Allí también tenía perspectivas financieras. Un empresario portugués amigo de su padre le había pedido que enseñara a sus tres hijas las artes liberales. Quizá podría ampliar su tutelaje, aunque había pocos padres dispuestos a educar a sus hijas. Raquel albergaba la esperanza de poder educar a los hijos de los extranjeros que residían en la capital.
Sería un nuevo comienzo lejos del Bajío y sus memorias, al tiempo que preservaba la independencia para utilizar su mente, y doña Josefa apoyaba su iniciativa.
La voz de la mujer mayor devolvió a Raquel al presente.
—Godoy nos ha aliado con Napoleón contra los británicos. Es como si un ratón luchara contra un gato. Ya hemos perdido nuestra flota. ¿Cómo podrá defenderse la colonia contra una invasión de los británicos? ¿Cuánto tiempo esperará Napoleón antes de comernos? —Exhaló un suspiro y sacudió la cabeza—. Querida, no hace mucho tiempo España era una gran potencia. Que nuestros líderes nos traicionen me parte el corazón, sobre todo cuando proliferan nuestros enemigos, cuando la guerra se extiende por toda Europa como la viruela.
Raquel sólo había escuchado a medias el lamento de su madrina. Esa mañana habían recibido noticias de un tema más próximo a su corazón. Miraba a través de la ventanilla del carruaje, sumida en sus pensamientos, cuando doña Josefa leyó lo que pasaba por su cabeza.
—Estás pensando en él, ¿no es así, querida?
No necesitaba que su madrina dijera su nombre.
—Sí. Estaba pensando en lo que María dijo anoche. Han pasado meses, pero la gente todavía lo comenta.
—Claro. ¿Alguna vez antes había ocurrido algo tan escandaloso en la colonia? Nunca había oído nada igual en toda mi vida. ¿Un bebé azteca cambiado por uno español? ¿Un peón criado para ser un admirado caballero gachupín? Ahora ha escapado de la cárcel y hay informes que dicen que se ha convertido en un bandido. Oh, qué aterrorizados están los gachupines. La ironía es exquisita, excepto por tu amor por ese infortunado joven.
—No lo amo.
—Por supuesto que sí. Es un mal hombre, y tu infortunio es amarlo.
—No fue culpa suya que lo cambiasen al nacer.
—Por supuesto que no, pero sí lo fue el tratamiento que te dio. Abusó de ti y luego te abandonó en los momentos de necesidad.
—No lo culpo. Fue un matrimonio concertado. Nunca me amó, y no se habría casado conmigo de no haber sido arreglado por razones financieras, ni aunque hubiese sido la mujer más hermosa de la colonia, porque soy mestiza. Además, está enamorado de otra, de la que dicen es la mujer más bella de la colonia. Los infortunios de mi padre y la pérdida de la dote le permitieron escapar de un matrimonio miserable y una vida desgraciada.
—Es un loco —se mofó doña Josefa—. La reputación de ella de coqueta y arribista está en boca de todos, incluso aquí en Querétaro. Esa mujer tiene un rostro que los hombres encuentran atractivo, pero su futuro marido pagará muy caro por sus encantos cuando ella le reclame las joyas más lujosas, las casas más caras y sólo las mejores prendas y carruajes.
—Bueno, ahora él no tiene que preocuparse por eso. Sólo debe temer a los alguaciles del virrey.
El tono de Raquel era neutro mientras hablaba de Juan, pero no su corazón. Lo amaba desde el primer momento en que lo había vasto. Debido a ese amor, le había dado lo más precioso y valioso que una muchacha podía darle a un hombre, su virginidad. Le había roto el corazón cuando se apartó de ella y del planeado matrimonio.
Sus estoicas facciones se aflojaron y tuvo que luchar por contener las lágrimas.
—Lo amo, sí. Nunca más volveré a amar a otro hombre. Me temo que nunca encontraré la felicidad y que moriré en un convento escribiendo lamentaciones con mi sangre como sor Juana.
La mujer mayor se echó a reír.
—Lo siento, querida, no es divertido, pero me pregunto cómo reaccionaría la gente si supiera que el infame Juan de Zavala escapó de la prisión de Guanajuato calzado con las botas de tu padre.