Poco después del alba, Ignacio Allende y su amigo Juan Aldama salieron de San Miguel para encontrarse con el padre Hidalgo en una hacienda al norte de la ciudad. Partieron en dirección oeste, pero muy pronto cambiaron de rumbo sin dejar de vigilar la retaguardia para cubrir su rastro y estar atentos a la presencia de los espías del virrey.
Allende sabía que la reunión podía tener consecuencias fatales para él y los seis millones de habitantes de la colonia. Aldama no lo tenía tan claro, pero seguía la pauta marcada por su amigo.
Ambos hombres eran caballeros procedentes de buenas familias, de sangre inestimable y considerables medios. Criollos de pura sangre española por nacimiento, Allende era de San Miguel, donde su padre, don Domingo Narciso de Allende, comerciante y propietario de una hacienda, había muerto durante la juventud de su hijo. Su familia había recibido una considerable herencia, y parecía que Allende disfrutaría de una privilegiada existencia de clase alta.
Apuesto y carismático, Allende era famoso por su coraje y su habilidad como jinete. Su fuerza era legendaria. Se decía que podía sujetar a un toro por los cuernos. Su reputación como galán con las mujeres rivalizaba con su habilidad para el toreo, y su voluntad de triunfar parecía implacable, incluso cuando el peligro acechaba. Una vez, en el ruedo, había asombrado a la multitud al exponerse abiertamente a la carga del toro, inclinándose con toda la intención hacia los cuernos, hasta tal punto que fue derribado y abandonó la arena con la nariz rota.
Se casó con Marina Agustina de las Fuentes en 1802, y aunque su unión era estéril, otras tres mujeres le habían dado hijos.
Atraído por la carrera militar, había servido con los Dragones de la Reina durante más de veinte años, desde la edad de diecisiete. Era devoto de las tradiciones y la camaradería militar. De hablar franco, agresivo, más competente que muchos de sus oficiales superiores, no había podido ascender más allá del rango de capitán.
Cuando un coronel de los Dragones le dijo sin más que su nacimiento criollo ponía fin a cualquier otra promoción, y añadió que las personas nacidas en la colonia eran ineptos para los altos rangos, Allende se puso furioso.
Sabía por supuesto que si un criollo demostraba ser competente en los altos mandos, una oleada de criollos reclamarían un ascenso. La competencia criolla podía destrozar el mito de la superioridad de los gachupines y debilitar el poder que ejercían en Nueva España, quizá con una herida de muerte.
Pasado un tiempo, Allende discutió la situación con otros criollos en charlas informales, en las tabernas, en los bailes, en los paseos, en las cabalgatas. Fue inevitable que siguiesen otros encuentros formales hasta que se organizaron para reunirse abiertamente como una «sociedad literaria». Algunas veces se reunían en casa del hermano de Allende en San Miguel, otras en Querétaro. Estas reuniones de naturaleza sociopolítica empleaban el engaño de una «sociedad literaria» como tapadera.
En los últimos tiempos, los criollos insatisfechos cada vez aireaban más sus frustraciones en las reuniones por la dominación gachupina. Allende vivía su vida de acuerdo con el credo del torero. Para el matador, el toreo no era un deporte, sino una prueba de voluntades, donde el matador cortejaba a la muerte, considerándola un precio honorable para el fracaso. Los toros utilizados en las corridas no eran ganado vulgar, sino criados en España para la salvaje agresión. Llamados Bos taurus ibericus, violentamente impulsivos, esos toros eran hostiles por instinto, y cargaban sin provocación en tenaces ataques frontales.
Para Allende, el toreo no era tanto un enfrentamiento entre el hombre y el toro como un conflicto dentro del hombre. El toro embestía por la sed de sangre y la agresión, pero los motivos del torero eran más complejos. Entraba en el ruedo… ¿Por qué? ¿Para matar a un toro? ¿Para demostrarse algo a sí mismo? ¿Para impresionar a una señorita? ¿Para demostrar algo a la multitud?
Si optaba por esto último, si luchaba contra una bestia sólo por la multitud, los motivos del torero eran intrínsecamente impuros. Muchos de los espectadores acudían a ver al torero humillado, herido e incluso muerto. De vez en cuando gritaban con placer al ver cómo un matador hacía el ridículo al mostrar miedo o sencillamente al apartarse de la carga del toro.
Al entrar al ruedo, el hombre debía preguntarse a sí mismo hasta dónde estaba dispuesto a llegar para complacer a la multitud, para ganarse su adulación, para ganarse el suspiro de una hermosa señorita. ¿Dejaría que los cuernos rozasen sus tripas o besasen sus cojones? ¿Moriría por la adulación de la multitud, por sus alabanzas, por el dinero, la fama? ¿Cortejaría a la muerte sangrienta con indiferente bravura?
Por encima de todo lo demás, la experiencia de Allende como matador aficionado lo había preparado para el momento de la verdad de Nueva España, cuando desafiaría a su gente a levantarse.
Como la mayoría de los jóvenes caballeros, Ignacio Allende había rechazado el mundo de los eruditos y los comerciantes, declinando hacerse cargo de la hacienda o los negocios de la familia. Sus intereses tendían hacia lo militar, con las armas, los uniformes, el sentido del honor y la devoción al combate, al mando y la camaradería. Pero a diferencia de muchos de sus amigos, su orgullo varonil no estaba diluido por el insensato machismo. Observaba, analizaba, preparaba y luego actuaba estratégicamente con juicios bien razonados, más que lanzarse en una furia irracional.
Por fin comprendía que su ambición por ascender y dirigir un ejército contra los terribles enemigos de España, como la Francia de Napoleón, sería siempre reprimida. Ahora sabía que ese sueño de mando sólo se haría realidad cuando formase su propio ejército.
—¿Qué sabes de ese sacerdote de Dolores? —preguntó Aldama.
—He estado con él varias veces. Asistió a las reuniones de la sociedad literaria en Querétaro cuando tú no estabas.
—Ha provocado la ira del virrey.
Allende se encogió de hombros. Mientras observaba el corrupto e ineficiente sistema virreinal, se había despreocupado de las iras del virrey.
—El padre es valiente y honesto, y ésos son rasgos que no se encuentran a menudo en los hombres, ya sean reyes, papas o peones. Demuestra esos rasgos cuando está furioso. Desafió las prohibiciones de la Corona contra las empresas coloniales, y al mismo tiempo se dedicó a probar el valor de los indios.
Aldama sacudió la cabeza.
—Frota sal en las heridas del virrey. Los gachupines fueron a hablar con él y le pidieron que detuviese a ese provocador antes de que los indios se librasen de sus amos.
—El padre ha demostrado que, con la formación debida, los indios son capaces de algo más que cultivar la tierra y cavar en las minas —señaló Allende.
—¿Espera formarlos desafiando al virrey? Si lo hace, se encontrará en la cárcel del arzobispo, si es que la Inquisición no lo destroza en el potro.
—No sé cuáles son sus planes. Ha pedido que los miembros de la sociedad literaria se reúnan para discutir la situación. Su mensaje decía que está siendo vigilado por un familiar, y en consecuencia solicitó que la sociedad se reuniese en privado.
Mientras cabalgaban, la charla pasó de los problemas del padre a sus propias frustraciones.
—¿Qué hay de tu conversación con el coronel Hernández? —preguntó Aldama—. Cada vez que te lo pregunto, es como si un perro te mordiese los cojones.
—No un perro, sino un lobo. El coronel me dijo lo que todos ya sabíamos; los altos rangos están prohibidos a los criollos. —El rostro de Allende enrojeció—. Pero esta vez se ufanó, diciendo que el clima de Nueva España debilita nuestros cerebros y, por tanto, nos descalifica de los puestos de mando.
Como Allende, la única ambición de Aldama era la carrera militar. Su padre administraba una fábrica para otros, pero Aldama quería un caballo entre las piernas y una espada en la mano. Como Allende, Aldama era capitán de la milicia y sabía cómo maldecir. Sus escalofriantes maldiciones abarcaban toda la gama de términos soeces.
—¿Qué le respondiste al coronel? —quiso saber Aldama cuando se le acabaron las obscenidades.
Allende hizo una mueca.
—De haber sido algún otro y no mi comandante quien me hubiese insultado de esa manera, le habría ofrecido que escogiese las armas y sus segundos. Pero ¿qué podía decirle? ¿Que era un idiota y un farsante? ¿Que los gachupines se han impuesto al alto mando y tienen esclavizada Nueva España para satisfacer su avaricia y su depravada ambición? ¿Podía decirle que hacen esas cosas porque nos tienen miedo no sólo a nosotros sino también a los peones?
—Algún día…
—¡No! —exclamó Allende—. Los gachupines se opondrán a todos los intentos de reforma. Si hemos de manejar nuestros propios asuntos, debemos llevar a cabo alguna acción.
—¿Qué clase de acción estás proponiendo, amigo?
Allende miró a su colega. Sabía que Aldama lo admiraba. En algunos aspectos, lo consideraba como un hermano mayor.
—No lo sé. Deberíamos hablar de ello con el padre. Pero sé que cuando dos hombres se enfrentan y sólo uno tiene un mosquete, el arma impondrá un indiscutible respeto.
Allende compartía algunas de las cualidades del sacerdote de Dolores. Ambos eran espíritus inquietos. Ambos comenzaban proyectos, incluso conseguían el éxito, pero entonces pasaban a otro antes de que el primero alcanzase todo su potencial. La diferencia entre ellos era el tipo de conocimiento que cada uno poseía. Allende sabía de hombres y armas; el padre Hidalgo sabía del alma humana.
—Te preguntas por qué animé al padre Hidalgo a unirse a nuestros esfuerzos para conseguir cambios en la colonia, ¿verdad? —manifestó Allende—. Debemos reconocer lo que ocurrió en el pasado. Cuarenta años atrás, cuando nuestros padres eran jóvenes, los aztecas se alzaron, decenas de miles de ellos, sobre todo en San Luis Potosí, donde el inspector general, José de Gálvez…
—Cortó las cabezas de casi un centenar de ellos y las clavó en las lanzas para que todos las viesen y las recordasen.
—Sí, no tenían líderes, y el levantamiento fue reprimido, pero imagínate lo que podrían haber hecho si hubieran tenido líderes que los guiasen. Los indios también recuerdan la forma despiadada con que acabaron la revuelta. Hidalgo dice que no olvidan, y que ansían la revancha por las crueldades.
—No tengo confianza en un ejército azteca.
—¿Ni siquiera en uno dirigido por nosotros?
—¿Cómo podríamos nosotros reunir semejante fuerza?
—Ahí es donde necesitamos al padre. Es famoso en todo el Bajío por ser amigo de los indios. Si se les da la oportunidad, creo que acudirían en masa a su bandera. Apoyados por unos pocos miles de milicianos bien entrenados, una gran legión de aztecas podría servir como vanguardia militar.
Aldama sacudió la cabeza.
—Hablas de insurrección, de revolución…
—Hablo de cambios, que sólo llegarán por la fuerza de las armas. ¿Quieres servir como un peón bajo las espuelas de los gachupines y pasar la herencia de la esclavitud a tus hijos?
—No, por supuesto que no.
—Los vientos de cambio están soplando en la colonia. Los hombres hablan abiertamente de rebelión. Lo he oído de otros oficiales por todo el Bajío.
—Esto hay que pensarlo con mucho cuidado. Incluso la pura charla puede hacer que el virrey caiga sobre nosotros. —Aldama era un hombre valiente, pero carecía de la voluntad de Allende para seguir adelante a pesar de todos los peligros.
—Somos soldados profesionales —afirmó Allende—, tan buenos como cualquiera que puedan tener los gachupines. Si nos volcamos por el cambio y demostramos que podemos ganar, nuestra gente se unirá a nosotros. El honor exige que hagamos frente a los gachupines, que luchemos, y si es necesario, que muramos. Mi sangre es tan pura como la de cualquier gachupín, y no estoy dispuesto a ser esclavo de ellos. —Allende le sonrió a su compañero—. Recuerda, amigo, el botín es para los vencedores. Si somos nosotros los que echamos a los gachupines de Nueva España, disfrutaremos de los frutos de la victoria: el alto mando y los honores.