TREINTA

El padre Miguel Hidalgo se detuvo delante de la puerta del dormitorio de su rectoría y llamó suavemente. Su ama de llaves abrió la puerta.

—¿Cómo ésta? —susurró.

—Estoy despierta —respondió la voz de Marina desde la cama.

El sacerdote se acercó al lecho y le cogió la mano. Como párroco de una ciudad pequeña, había visto asesinatos, violaciones, palizas, robos, pecados mortales y veniales, pero el daño pocas veces había alcanzado a aquellos de su círculo inmediato. Marina era más que una mujer inteligente de ascendencia india, y el padre Hidalgo pensaba en ella como una hija. Ahora, de pie junto a su cama y mirando su rostro hinchado y tumefacto, sintió la compasión de un sacerdote pero también la rabia de un hombre hacia aquellos que le habían hecho eso.

—¿Alguna noticia de…? —comenzó a preguntar ella.

—No, pero eso es buena señal. No podrán alcanzarlo; ese semental corre más rápido que el viento.

—Lo siento, padre, todo su trabajo…

Hidalgo se sentó en el borde de la cama.

—No, no sólo mi trabajo, sino también el tuyo y el sudor de otros cientos.

—¿Lo destruyeron todo?

—No, hija mía, no pueden destruir nuestra voluntad de luchar.

Marina le tomó la mano.

—Tengo miedo por usted. Veo algo en sus ojos que nunca había visto antes. Cólera, padre, la furia de un lobo que protege a sus cachorros.

El padre Hidalgo cabalgó a través de la noche dejando atrás Dolores para ir a San Miguel el Grande. Partió con la oscuridad para evitar ser descubierto, acompañado por dos vaqueros como guardaespaldas. No llegaría a San Miguel hasta mediodía. Durante todo el tiempo mantuvo un ojo atento a la retaguardia.

Se reuniría con hombres que, como él mismo, comprendían que Nueva España no se podía salvar con el Sermón de la Montaña, sino con el cañón de una arma.

Conocía Dolores, San Miguel, Guanajuato, Querétaro, Valladolid y otras ciudades del Bajío a fondo. Nacido en el Bajío en 1753, tenía ahora cincuenta y seis años, y había pasado toda su vida en la región. Miguel Gregorio Antonio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte y Villaseñor era su nombre completo. Si bien no tenía respeto por la sangre, la suya era más pura peninsular española que la de la mayoría de los españoles nacidos en la colonia. Su padre, Cristóbal Hidalgo y Costilla, un nativo de Tejupilco, en la intendencia de México, se había establecido en Pénjamo, en la provincia de Guanajuato, como mayordomo de una gran hacienda, y se había casado con Ana María Gallaga.

Su madre había muerto al dar a luz a su quinto hijo cuando Miguel tenía ocho años. A diferencia de la mayoría de los hombres de su tiempo, su padre había insistido en que sus hijos se educasen, y él mismo les había enseñado a leer y escribir. A los doce, su padre había enviado a Miguel y a un hermano mayor a Valladolid para estudiar en el colegio jesuita de San Francisco Javier. Dos años más tarde, el rey había expulsado a la orden de los jesuitas de Nueva España, convencido de que sus intentos de educar y promocionar a los indios era una amenaza para los gachupines.

Miguel y su hermano regresaron con su familia a Corralejo. Sin poder reanudar los estudios a medio plazo en ninguna otra parte, Hidalgo había ido con su padre a Tejupilco, el lugar de nacimiento de este último, cerca de Toluca. Allí, el joven Miguel entró en contacto con los indios otomíes. Encontró agradable la compañía de los indios, trabó amistad con ellos y aprendió su lenguaje. Más tarde añadiría otras dos lenguas indias a su repertorio de idiomas, que incluía el latín, el francés y algo de inglés.

Poco después, su padre lo envió al colegio de San Nicolás Obispo para que estudiase teología como un primer paso para el sacerdocio. Mientras estaba en el colegio, su inquieto intelecto y su rápido ingenio le ganaron el apodo de el Zorro.

Cuando acabó los estudios se dedicó a la enseñanza, y finalmente se convirtió en director del colegio. Pero sus ideas liberales entraron en conflicto con aquellas de la autoridad religiosa. Tras dejar la escuela, sirvió como párroco durante casi una década antes de que fuese expulsado de dicho cargo por manifestar opiniones contrarias a la jerarquía eclesiástica.

Después de varios años de eludir a la Inquisición, llegó a Dolores, donde su hermano Joaquín era párroco de la iglesia local. Cuando su hermano falleció en 1803, Miguel ocupó su puesto.

En todos sus empeños, su casa y su vida habían sido un imán para los acontecimientos literarios, musicales y sociales. Varias noches a la semana ofrecía obras, lecturas, recitales musicales o discusiones intelectuales. Para gran enfado de sus superiores, Miguel leía obras francesas en voz alta, estudiaba los ensayos políticos franceses, y a menudo conversaba en esa lengua. Con el estudio de la Torá y el Corán, aprendió la singular tolerancia de los infieles y las muchas bendiciones que los judíos habían dado a España, a la Iglesia y, desde luego, al mundo. Para creciente consternación de la Iglesia, manifestó tales herejías sin tapujos.

Comprometido con el servicio a Dios desde los catorce años, había pasado toda su vida adulta en la Iglesia, y nunca había imaginado que se desviaría del sendero. Sin embargo, ahora el padre Hidalgo temía que había caído de la gracia.

Los alguaciles y las tropas se habían marchado después de destrozar sus viñedos y sus talleres, sin hacer ningún intento por arrestarlo o detenerlo. No obstante, había un extraño con ellos. Se hacía pasar por comprador de pieles, pero Hidalgo adivinó en seguida que no estaba allí por el cuero. Reconoció a ese hombre como un «familiar», un nombre y una profesión que para el padre tenía un sonido siniestro.

Los familiares no eran sacerdotes, sino miembros de una hermandad conocida como la Congregación de San Pedro Mártir, nombrada en memoria de un inquisidor muerto por sus víctimas siglos atrás. Policía secreta de la Inquisición y protectores oficiales del Santo Oficio, la hermandad tenía la autorización de la Iglesia y la ley para portar armas. Empleados como espías para investigar y detener a los sospechosos, a menudo invadían los hogares en plena noche para sorprender y arrestar al acusado, y luego lo llevaban a una mazmorra de la Inquisición para el «interrogatorio». A través de su ejército de la noche, la Iglesia protegía sus intereses, ayudando a los gobiernos tiránicos a suprimir el pensamiento libre y las ideas progresistas, enterrando dichas libertades más profundamente que cualquier tumba.

El padre Hidalgo conocía los métodos de la Inquisición, cómo se inventaban falsas acusaciones, y sabía que lo estaban investigando. En el pasado, por instigación de los inquisidores, las mujeres juraron que él las había seducido, los hombres aseguraron que les había hecho trampas en los juegos de azar. Los dignatarios locales les habían dicho a esos sabuesos del infierno que él había saqueado una iglesia dedicada a redimir a los pobres y los desprotegidos. Sin embargo, no habían actuado en ninguna de esas falsas acusaciones; sólo era una espada que sostenían sobre su cabeza. Su verdadera preocupación era si ese hombre desafiaba a la Iglesia y a la Corona en su tratamiento de los desposeídos y los explotados, si la Iglesia debía dictar lo que podía leer y cuáles debían ser sus pensamientos, y decidir sobre sus supuestas creencias liberales.

Mientras cabalgaba, comprendió que pocos hombres de su edad, y ninguno de su profesión, viajaría a esas horas de la noche. Aunque podría haber llegado a su destino más rápidamente a caballo, había preferido la mula. Las mulas caminaban más seguras, sobre todo en la oscuridad. Incluso los bandidos evitaban viajar de noche. El riesgo de que sus monturas tropezasen y cayesen era demasiado grande.

Furioso y deprimido al ver destruidos tantos años de trabajo, Hidalgo estaba dispuesto —e incluso ansioso— a enfrentarse a los riesgos de una cabalgata nocturna. Sentía como si no tuviese nada que perder. El taller de alfarería azteca lo había sido todo para él. No sólo era una empresa, sino también una prueba viviente de que los indígenas de piel marrón tenían la misma capacidad innata que los europeos-americanos, como él mismo.

Ver a los hombres del virrey talar las moreras, destrozar las piezas de cerámica, tumbar las espalderas y arrancar las parras lo había dejado en estado de shock. Incapaz de seguir siendo testigo de la destrucción, había vagado por el bosque durante horas, a veces rezando, otras llorando, otras maldiciendo, intentando entender lo que había pasado. Cuando regresó a Dolores y se enteró del ataque a Marina y a otros de su rebaño, una furia incontrolable abrasó su alma. Ahora era un hombre distinto.

Era un sacerdote cuyos superiores nunca habían comprendido. Un hombre de Dios, que pocas veces encontraba al Mesías en las «casas de Dios» de los hombres, sino en los corazones y las almas de las personas a las que servía. Un destacado teólogo —había ganado los honores de la Iglesia por sus brillantes análisis de la doctrina religiosa— que, sin embargo, dejaba perplejos a sus superiores.

En realidad, a los obispos no les importaban sus desviaciones espirituales. Pero su ardiente celo por mejorar su parroquia material y políticamente les preocupaba y los confundía. Hidalgo creía que el tamaño del alma de un feligrés, y no el tamaño de su cartera, era la auténtica medida de su valor, y que la verdad, la justicia y la libertad de la tiranía eran indispensables para la redención espiritual. Su misión de librar a sus feligreses de las terribles vidas destructoras de almas del trabajo forzado en las minas y las haciendas de la colonia inquietaba a los obispos.

Lo aprobasen o no, el trabajo forzado era el cimiento sobre el que se alzaban las misiones de la Iglesia, apuntalando las misiones desde los primeros días de Cortés. Desde las regiones más al sur de Sudamérica a la misión de San Francisco, en la costa norte de Nueva California, los indios reclutados por la Iglesia construían y fortificaban los recintos eclesiásticos, limpiaban y cultivaban la tierra.

Pero el padre Hidalgo había elevado a los peones por encima del cultivo de maíz y la extracción de minerales. En un intento por romper sus cadenas, les había enseñado las artes prohibidas de la fabricación y el comercio.

Para justificar la opresión de la Iglesia, había que tener a los indios como inferiores. Y para su cólera, al refutar su doctrina el padre Hidalgo había demostrado el engaño. Elevar a los indios al nivel económico de los españoles representaba cortar sus cadenas con la tierra y las minas para siempre. Al ofrecer liberar al indio de la esclavitud, el párroco había amenazado con derribar un sistema que mantenía ricos a los criollos y los gachupines, oprimidos a los pobres de Nueva España y asegurado el tributo a la Corona.

El padre Hidalgo comprendía ahora que España nunca repudiaría la falsa doctrina hasta que el pueblo de Nueva España la forzase a hacerlo, deshaciéndose ellos mismos del terror, la tiranía, las mentiras de la esclavitud y la codicia.

«España quiere esclavos, no ciudadanos», gritó en el viento nocturno.

No era un hombre joven, pero en su alma los primeros fuegos de la rebelión contra la Iglesia y la Corona —llamas que amenazaban con incinerar toda Nueva España— ardían con furia. Estaba en contacto con otros que cada vez se mostraban más impacientes con la negativa de los gachupines a compartir su poder y sus privilegios con los menos afortunados.

¡Qué estúpido había sido! Los gobernantes de España y Nueva España nunca cambiarían… voluntariamente. Ahora lo sabía. Su trato a los peones de Nueva España era como una ejecución pública. El verdugo primero colocaba el garrote —un aro de hierro— alrededor del cuello del condenado antes de colgarlo. Luego lo ajustaba hasta que el condenado estaba a punto de asfixiarse. Sólo cuando ya estaba a punto de morir, el verdugo le colocaba el lazo en el cuello y colgaba al condenado.

En su mente, el padre Hidalgo veía cómo España asfixiaba a sus peones —los estrangulaba hasta casi la muerte— pero nunca consumaba su agonía. La tortura continuaba y continuaba a perpetuidad, en las cámaras de tortura del infierno. Encadenados, azotados y violados, los peones esclavizados no tenían ninguna esperanza de mejorar su destino o de modificar siquiera la conducta de España. La única meta de España era una explotación infinita sin un final a la vista. Tampoco la Iglesia era una luz de esperanza.

Cuando el padre se enfrentó a esa verdad, sintió un renacimiento espiritual. Durante toda su vida había oído a los sacerdotes y los párrocos hablar de «la mano de Dios» y «la revelación de la verdad». Ahora creía que en ese momento las sentía ambas. Había sentido el toque divino de la verdad…, y la verdad haría libre a su gente.

Sabía que no podía detener el estrangulamiento de la gente con palabras.

Como estudiante de historia, de las revoluciones francesa y americana, sabía que los hombres tenían que luchar por los derechos de que disfrutaban. Como estudiante de la Biblia sabía que los profetas del Antiguo Testamento —Moisés, Salomón y David— no eran meros idealistas, sino que habían transformado sus palabras en espadas. Cortés no había derrotado a los indios con palabras, sino con mosquetes y cañones, con huracanes de fuego e inmensas olas de sangre.

Los indios tenían que reclamar su tierra de la misma manera: con sangre y fuego. No tenían alternativa. Sus gobernantes —ahora Hidalgo lo sabía— no eran ignorantes ni inocentes. Sabían perfectamente lo que estaban haciendo y no cambiarían.