VEINTINUEVE

El relincho de Tempestad me sacó de mis sueños. Otro relincho le respondió, y luego otro. Me levanté de un salto, y no había dado más que unos pocos pasos hacia donde estaba maneado cuando un grupo de jinetes apareció en el claro. Rodeado por seis caballos nerviosos, miré a un español montado que parecía tan asombrado de verme como lo estaba yo.

—¡Gracias a Dios que lo hemos encontrado!

Aparte del español, que parecía un poco mayor que yo, cinco vaqueros me rodeaban. Mi primera sospecha fue que la noticia de mis crímenes había viajado rápidamente.

—Lo necesitan con desesperación, padre.

¿Padre? Ah, iba vestido con el hábito de monje.

—Eh, señor… —No sabía qué decir.

—Discúlpeme. Veo que es usted un hermano lego, no un sacerdote, hermano Juan. Pero lo necesitan con mucha urgencia en mi casa.

—¿En su casa? —repetí.

¿En qué demonios me veía metido ahora? Esperaba que su esposa no tuviese problemas médicos. Mi conocimiento de la anatomía femenina estaba limitado a los grandes pechos y otras voraces partes íntimas.

Mientras cabalgábamos me dijo que su nombre era Ruperto Juárez. Era el hijo del propietario de una gran hacienda. Su padre, Bernardo, estaba enfermo, se creía que estaba a punto de morir de una herida en la pierna que se había infectado. Dos días atrás, Ruperto había ido a Dolores a buscar al «hermano Juan», el famoso «hacedor de milagros», y alguien en Dolores le había dicho que me había ido de cacería al monte. Ruperto y sus hombres habían estado buscándome. Al parecer, no sabían nada del ataque del día anterior a los talleres del párroco. Iban de regreso a la hacienda y me habían encontrado por casualidad.

No, por casualidad, no, sino que de nuevo la diosa Fortuna estaba mostrándome un potro, las tenazas al rojo vivo y una ardiente estaca. Sin darme cuenta había acampado cerca del sendero que llevaba a su hacienda, y ellos habían acampado no muy lejos. El relincho de Tempestad —sin duda provocado por el olor de sus yeguas— los había llevado hasta mí. Al menos, la puta de la Fortuna no les había dicho que las autoridades me buscaban.

Todavía.

—Tiene un caballo sorprendente para un monje, señor —comentó Ruperto mientras cabalgábamos lado a lado—. Nunca había visto tan buen semental.

—Es un regalo de un agradecido marqués cuya preciosa vida salvé.

—Encontrará que somos generosos cuando salve la vida de mi padre. Es muy urgente que no muera, tiene asuntos que debe arreglar. La hacienda, por supuesto, debería ser para mí, el hijo mayor. Pero tras la muerte de mi madre, mi padre se casó con un súcubo del infierno, una mujer sólo unos pocos años mayor que yo. Mi madrastra me odia. Le cuenta a mi padre mentiras sobre mí. Afirmó que yo intentaba tener relaciones con ella. —Trazó la señal de la cruz—. ¡Dios mío!, esa mujer es un demonio. Al oír la mentira, él cambió su testamento para dejarle la hacienda a mi hermanastro, un bebé.

Me dirigió una dura mirada.

—Tiene que vivir para escuchar la verdad y cambiar el testamento, de manera que yo sea de nuevo su heredero. Si no vive el tiempo suficiente para corregir las cosas…

Dejó colgar la frase…, como una cuerda alrededor de mi cuello. Era obvio que me llevaba al galope para salvar la vida de su padre no por amor, sino por dinero. Si yo fracasaba, el tal Ruperto me mandaría al infierno junto con su padre.

—Ruego para que lleguemos a tiempo —dijo—. Dejé a mi esposa cuidando a mi padre para asegurarnos de que mi madrastra no acelerase su muerte. Si muere antes de que yo regrese, sabré que lo han matado. Entonces habrá problemas. La mitad de mis vaqueros me dan su apoyo, la otra mitad apoyan a mi madrastra.

Me habían secuestrado para luchar en una guerra de familia.

El comité de recepción en la casa incluía a la esposa del padre, la esposa de Ruperto y los vaqueros, todos los cuales me miraron con descortesía. Sus rostros eran una mezcla de expresiones ceñudas, desaprobación, esperanza y expectativa. Hiciera lo que hiciese, estaba condenado a disgustar a alguno.

—¿Cómo está el pobre hombre? —le pregunté a la esposa, con la ilusión de que ya estuviese muerto. Intenté mostrarme sereno.

Ella me dirigió una mirada hostil. Comprendí por qué el hacendado se había sentido prendado de ella. Tenía algo que yo conocía muy bien: los ojos fríos, calculadores y al mismo tiempo seductores de una puta. Sus ojos me decían que podía ser mía… por un precio. Desde luego sería difícil de rechazar.

—Mi marido está durmiendo. Morirá muy pronto…, a menos que Dios nos conceda un milagro.

Sería un milagro si conseguía escapar del fuego cruzado cuando comenzase.

Murmuré algo ininteligible en latín, miré con expresión solemne al cielo y tracé la señal de la cruz en el aire.

—El padre Juan lo salvará —afirmó Ruperto.

No le recordé que no era sacerdote; sería un pecado mayor matar a un sacerdote que a un hermano lego, ¿no?

—Nadie sino el padre entrará en la habitación de mi marido —dijo la adorable esposa—. Venga conmigo.

La seguí, oliendo su exótico perfume. Llevaba un vestido de seda que mostraba más de su figura de lo que se consideraba modesto. Al observar el sensual balanceo de sus caderas, descubrí que la seductora bruja me excitaba. ¡Ay! ¿Qué clase de hombre tiene un pene que se le pone duro cuando alrededor de su cuello hay un nudo? Me persigné mientras la seguía, sabiendo que me había criado mal, pensando con mi garrancha cuando el nudo se estaba apretando.

Durante la mayor parte de mi vida, nunca había sentido la necesidad de pedirle ayuda al Todopoderoso. Mi párroco me había advertido que algún día necesitaría de la intervención divina, y ése era uno de esos días.

Entramos en el gran dormitorio y ella cerró la puerta con llave detrás de nosotros. Hizo una pausa y me miró por un momento, sus ojos me invitaban. Miré hacia la cama. El hacendado estaba tumbado de espaldas, con la boca abierta, respirando fatigosamente, y con la saliva chorreándole por la barbilla. El hombre abrió los ojos cuando nos acercamos a la cama.

—El sacerdote está aquí, mi amor —le dijo ella.

Él permaneció en silencio, era la encamación de la muerte. La única razón por la que supe que estaba vivo era por el movimiento de las mantas cuando respiraba. La mujer apartó la manta y me vi asaltado por el hedor de la podredumbre. Tenía la pierna hinchada y descolorida. De la herida donde había comenzado la infección manaba un pus marrón y maloliente. Otras partes alrededor de la herida también mostraban purulencias.

Había visto los síntomas antes: la pierna de uno de mis vaqueros había sido aplastada cuando cayó debajo de la meda de un carro. Cuando llegué a la hacienda y vi la herida varios días más tarde, parecía y olía como la podredumbre que tenía delante de mí, y el vaquero murió al cabo de pocas horas. Más tarde me habían dicho que cuando el veneno comenzaba a desparramarse la única solución era cortar el miembro por encima de la línea del mismo.

—Tiene que cortarle la pierna.

Casi salté del susto.

—¡No!

—¿No? —ella enarcó las cejas—. Entonces, ¿cuál es su consejo, padre?

—¿Mi consejo? Esto…, mi consejo es dejar el asunto en manos de Dios. Si Nuestro Señor ha llamado a su marido, nada podemos hacer.

—Pero debemos hacer algo para intentar salvarlo —dijo en un tono poco convincente.

No quería verlo salvado, pero comprendí su razonamiento: si no lo intentaba de verdad, Ruperto la acusaría de haber enviado a su padre a la tumba. Sabía tan bien como yo que el hombre estaba demasiado ido como para sobrevivir a la amputación de la pierna. Cuando él muriese bajo mi mano, ella tendría la condición de llorosa viuda que había hecho todo lo posible. Ruperto, por su parte, asaría mis cojones en la hoguera.

Si ocurría un milagro y lo salvaba… ¡Ay de mí! Me enfrentaría a la furia de esa mujer demonio. Estaba condenado tanto si lo hacía como si no lo hacía.

—¿En qué ha pensado? —pregunté.

—Se debe hacer todo lo humanamente posible. Por supuesto, amo a mi marido y lo quiero vivo.

Su voz sonaba tan convincente como la de la última puta que me había dicho que mi garrancha era el dios del trueno, el relámpago y las tormentas, el Poseidón español.

—También tengo un problema con mi hijastro, Ruperto. El testamento de mi marido nombra heredero a mi propio hijo. Ruperto impugnará el testamento. Desheredar al primogénito va contra la costumbre, ¿no? Si alega que dejé morir a mi marido sin hacer nada por salvarlo, quizá consiga anular el testamento. —Hizo un gesto hacia la pierna infectada—. Tengo entendido que hay que amputar la pierna por encima de la herida. —Sonrió—. Así que córtela.

Me aclaré la garganta.

—No tengo mis herramientas médicas conmigo. Tendré que ir a Dolores y…

—No hay tiempo. Tenemos una sierra bien afilada.

Una sierra afilada. ¡Santa María, Madre de Dios!

—¿Espera que yo…?

El hedor de la podredumbre era insoportable. Quería vomitar.

De pronto algo tiró del dobladillo de mi hábito y me llevé otro susto de muerte. Era un horrible chucho.

—Éste es Piso, el perro de mi marido. Él adora al animal.

Alguien llamó entonces a la puerta del dormitorio; mejor dicho, la aporreó.

—Ése es Ruperto —me informó la mujer.

Ella se dirigió a la puerta con los labios apretados. La acompañé. Abrió la puerta y Ruperto entró para mirar a su padre a través de la habitación.

—Todavía respira —dijo Ruperto.

—El padre le cortará la pierna. Es la única manera de salvarlo —manifestó la viuda en ciernes.

—Sí, eso lo comprendo —afirmó Ruperto—. Pero ¿cuáles son sus probabilidades de sobrevivir si le cortan la pierna? ¿Acaso no mueren la mayoría de las personas cuando les hacen eso?

—Está en las manos de Dios —conseguí decir.

—Cuando lo haga —manifestó Ruperto con un tono desagradable y tocando la espada sujeta a su cinto—, asegúrese de pedirle a Dios que lleve a cabo uno de esos milagros por los que es usted famoso.

—Necesita una sierra afilada —intervino la casi viuda.

—Necesita un barbero. Yo no soy cirujano —repliqué.

—Usted es el único médico que tenemos —señaló Ruperto—. Tenemos una sierra para usted.

Un vaquero le dio la sierra, y él me la entregó. Casi la dejé caer.

—¿Se encuentra bien, padre? —preguntó la esposa—. Suda y tiembla.

—Una fiebre que pillé —respondí. Miré la sierra. Una hoja de metal con agudos dientes y un mango de madera. Había sangre seca en la hoja, sin duda de la última vaca que habían descuartizado. En mi vida había utilizado una sierra, y ahora se esperaba que… ¡Oh, mierda! Necesitaba un sacerdote. Necesitaba confesar mis pecados, conseguir la absolución. Necesitaba un trago, muchos tragos.

Cuatro hombres trajeron una mesa larga y colocaron en ella a mi paciente, con mantas y todo, dejando que sus piernas colgasen por el borde. Luego dispusieron una palangana debajo del miembro enfermo.

—Deben salir de la habitación —pedí con voz ahogada.

En cuanto se marcharon, cerré la puerta con llave. Permanecí temblando con la espalda apoyada en la madera para reunir mi coraje. Sierra en mano, me acerqué a la mesa. Mientras estaba junto al hombre, él abrió los ojos de nuevo y murmuró algo ininteligible antes de volver a cerrarlos.

Entonces comenzaron a aporrear la puerta. Corrí hasta ella y la abrí, rogando que Dios hubiese respondido a mi plegaria de salvación.

—¿No quiere el brasero, padre? —preguntó Ruperto. Había dos hombres detrás de él que sostenían una bandeja de hierro con brasas al rojo vivo. Una varilla de acero sobresalía de ellas—. Para cortar la hemorragia —añadió.

—Por supuesto —contesté con voz ronca—. ¿Por qué han tardado tanto?

Otros hombres trajeron una mesa de piedra de herrero y los vaqueros que sujetaban el brasero lo colocaron encima de ella. Después de que se hubieron marchado todos, cerré la puerta con llave de nuevo.

¿Esperaban de verdad que le serrase la pierna al hombre y detuviese la hemorragia con un hierro al rojo?

«Sí, Juan de Zavala, eso es exactamente lo que se espera de ti. No, no se espera, se exige. Da lo mismo que viva o muera, tú serás castigado».

Me acerqué a la mesa con la sierra como si me estuviese acercando a una serpiente con un garrote. Aparté las mantas y quité las vendas para dejar la pierna descubierta. El hedor de la carne podrida era ahora repugnante. Tuve una arcada, y se me aflojaron las rodillas. Hice acopio de fuerza y coraje, sujeté el mango de madera de la sierra con manos temblorosas y apoyé la hoja dentada en la pierna izquierda, justo por encima de la rodilla. Cerré los ojos y comencé a murmurar lo que recordaba de una plegaria que había rezado en el seminario una década antes. Moví la sierra adelante y atrás, sintiendo cómo la hoja se hundía en la pierna.

El líquido me salpicó el rostro. Sangre. Me limpié la cara. «¡Ay! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?» Me tambaleé y volví a marearme. Dispuesto a acabar con eso, sujeté bien la sierra y comencé a serrar de nuevo. Muy pronto llegué al hueso. Mantuve los ojos cerrados y continué serrando, buscando mi camino a través del hueso, serrando, serrando, serrando. El sudor me bañaba el rostro y las rodillas me temblaban. Mantuve los ojos firmemente cerrados mientras empujaba la sierra hacia adelante y luego tiraba de ella hacia atrás, adelante y atrás, adelante y atrás…, con cada movimiento los dientes de la sierra cortando a través de la carne y el hueso. Cuando noté que ésta mordía la madera de la mesa y la pierna cayó en la palangana, abrí los ojos y miré mi trabajo: un muñón y una pierna amputada en una palangana llena de sangre. El muñón estaba desgarrado y rojo, con el hueso y las arterias expuestas, la sangre manando en la palangana llena.

Cogí el atizador al rojo y lo apoyé contra la masa sanguinolenta para detener la hemorragia cauterizando el extremo del muñón. El cuerpo del hacendado se había convulsionado inconscientemente durante la operación. No cesó sus violentas sacudidas hasta que toqué el muñón con el atizador una última vez, momento en el que oí un suspiro y luego un ronco jadeo. Las facciones del hombre se relajaron y un aliento salió de sus pulmones… Su último aliento.

«¡Me cago en la leche!» Se había muerto.

No había acabado de entregar su alma cuando comenzaron a aporrear la puerta.

—¡Todavía no he terminado! —grité.

Las rodillas me temblaban tanto que tuve que apoyarme en la cabecera de la cama para no caerme. ¿Qué podía hacer? Fui hasta la ventana. Tempestad estaba abajo, todavía ensillado, pero yo tenía dos problemas: me rompería una pierna al saltar, y había dos vaqueros de guardia que me degollarían mientras yo estaba caído, gritando. La única manera de salir de la casa era por la puerta del dormitorio, excepto porque la afligida viuda y el amante hijo estarían allí alertas y vigilantes para cortar el cuello del otro y de paso cortar también el mío.

Mientras me enfrentaba a estas decisiones de vida o muerte, el repugnante chucho levantó una pata y se meó en mi pantalón. Miré al pequeño cabrón con el atizador caliente en la mano, dispuesto a metérselo entre las patas y asarle sus minúsculas pelotas. Pero entonces tuve una revelación. ¡Madre de Dios! ¡El perro sería mi salvador!

Hice tiras con una sábana y le até las mandíbulas bien fuerte para que no pudiese ladrar, y con más tiras até al animal al pecho del muerto. Cuando acabé, eché las mantas sobre el hacendado hasta que el perro quedó cubierto. Luego me aparté y observé mi trabajo. El pecho del hombre subía y bajaba, subía y bajaba, como un hombre que respirase, o al menos eso esperaba.

Con una extraña sensación de calma, me dirigí a la puerta del dormitorio y la abrí. En el momento en que el hijo y la viuda intentaron entrar les cerré el paso.

—El hacendado descansa. No se lo debe molestar hasta que yo regrese con las medicinas.

Les dejé que echasen una mirada para que vieran cómo el pecho subía y bajaba. Luego me apresuré a salir y cerré la puerta tras de mí. Me llevé un dedo a los labios.

—Chis. No deben hacer ruido. El más mínimo ruido podría matarlo. Quédense aquí mientras voy a buscar la medicina a mis alforjas.

Dejé a la bandada de buitres mirándose el uno al otro junto a la puerta del dormitorio, preguntándose cada uno cómo podía hacerse con la herencia. Me apresuré a bajar la escalera y salí por la puerta principal. Los dos vaqueros que vigilaban mi caballo se pusieron en alerta cuando salí.

—Es un milagro, hijos míos, un milagro. —Tracé la señal de la cruz sobre ellos—. Arrodillaos y rezad, agradeced a Dios por el milagro.

Mientras se arrodillaban, monté.

—Rezad, hijos míos. Agradeced a Dios la salvación de vuestro amo.

Toqué a Tempestad con los talones y me mantuve en la montura mientras el gran semental me llevaba.

«Excelencia, una vez, cuando aún era un niño pequeño, me juré a mí mismo que si alguna vez me elegían para la Muerte Florida, incluso en un altar extranjero, no degradaría la dignidad de mi partida».

Éstas fueron sus últimas palabras, señor, y debo decir para su mérito que no se resistió, suplicó o gimió cuando los alguaciles utilizaron la vieja cadena de ancla para sujetarlo a la estaca delante de nuestro estrado, y apilamos los leños bien alto alrededor de su cuerpo, y el provisor les acercó la tea…

Informe al rey de España de don Juan de Zumárraga, obispo de México, inquisidor apostólico, protector de indios, al describir el auto de fe del azteca Mixtli, conocido por los españoles
como Juan Damasceno.
(Tal como lo relata Gary Jennings en Azteca).