VEINTIOCHO

—Me marcho —me dijo Lizardi al día siguiente.

Estaba sorprendido pero reconciliado. Pese a mi ardor por Marina, sabía que él tenía razón. Ambos debíamos ponernos en marcha. Si nos capturaban allí, el sacerdote sería condenado por la hospitalidad dada. Además, si me quedaba en Dolores y el gusano se marchaba solo a Ciudad de México, su larga lengua pronto enviaría a los alguaciles del virrey a buscarme.

Cuanto más consideraba la posibilidad, más valoraba sellar sus labios de forma permanente, pero decidí no hacerlo. Lizardi y yo habíamos pasado muchas cosas juntos, y quizá habíamos forjado un vínculo que a mí me costaba reconocer. En cualquier caso, mi presencia amenazaba al padre Hidalgo y a Marina. Incluso si mataba a Lizardi tendría que marcharme.

El viejo Zavala se lo hubiese cargado en un santiamén. Dejarlo vivir sólo aumentaba mis riesgos. Algo me estaba pasando, algo que no podía definir. Era algo que no estaba en mí, y no quería que el padre o Marina supiesen quién era. Por extraño que resulte, no quería que pensasen mal de mí.

Algo me estaba pasando.

Lizardi se marchó en una caravana de plata de más de cien mulas que pasaba por Dolores. La caravana se uniría en la ruta sur de Guanajuato con otras caravanas más grandes. Lizardi tenía la intención de valerse de su familia y sus amigos para suplicar directamente el perdón y la merced del virrey. Todos sabían que la justicia se podía comprar, así que sólo tenía que subir el precio. Sus «pecados» eran mucho más baratos que los míos. El perdón para Zavala costaría la mitad del oro inca.

En realidad, le había tomado afecto a Marina y no quería marcharme. No podía llamar amor a mis sentimientos; le había jurado amor eterno a la dulce Isabel, y tal juramento nunca lo rompería. Pero mis sentimientos hacia Marina habían ido más allá de la lujuria, y con cada nuevo día iba aumentando el cariño que sentía por ella.

Marina también tenía razón sobre las consecuencias de mi «milagro médico» y la gente acudía en masa a la iglesia a solicitar mis servicios. Yo eludía tales peticiones cada día con menos éxito. Una vez me vi arrinconado y tuve que tratar a un niño enfermo. Marina me oyó decirle a la madre que le diese al niño baños calientes y me llamó a un aparte para reñirme: «No le das baños calientes a un niño con fiebre. El agua caliente le subirá la fiebre; lo matarías».

¡Ay de mí! ¿Por qué se me ocurrió convertirme en sanador?

Para despejar mi cabeza y planear mi siguiente jugada, ensillé a Tempestad y me marché a una cacería de tres días. En el monte, solo, sin responder ante nadie y sin temer a nadie, encontraría la paz por primera vez desde la muerte de Bruto y dejaría atrás una plaga de cargos y problemas.

No consideraba deportivo matar un ciervo con un mosquete, así que le pedí prestados un buen arco y una aljaba de flechas a un amigo de Marina y me marché al monte con mi caballo.

Cacé un ciervo con una flecha esa misma mañana, lo colgué de las patas traseras y le corté la garganta para vaciar la sangre. Estaba tan cerca de Dolores que decidí regresar y dejar el animal con Marina para que ella pudiese prepararlo y colgarlo en el ahumadero mientras yo continuaba con la cacería.

El cielo estaba gris, el día era húmedo y lluvioso cuando llegué a las afueras de Dolores. Al aproximarme a los viñedos del padre con el ciervo sujeto a la grupa de Tempestad, vi a los soldados y los alguaciles en los campos.

Mi primer instinto fue dar media vuelta y clavarle las espuelas a mi semental para huir de Dolores. Tenía que marcharme con discreción para no dar la idea de que escapaba. Pero vi algo que me hizo detener. Los soldados a caballo y los alguaciles comenzaron a enlazar las parras en las espalderas, ataron las cuerdas en los pomos de las sillas y arrancaron las parras de raíz. Mientras algunos de los hombres del virrey destrozaban los viñedos, otros talaban las moreras. El sonido de la cerámica rota llegaba desde el taller de los alfareros. Los alguaciles no habían venido a por mí; estaban destruyendo los trabajos de artesanía azteca.

Lizardi había expresado su sorpresa de que el padre hubiese tenido éxito durante tanto tiempo en mejorar la suerte de los indios. Ahora el virrey estaba acabando con dichos esfuerzos.

Ver a los hombres del virrey destrozar años de duro trabajo y la tristeza y la desesperación en los rostros de los trabajadores alimentó mi furia. Me pregunté dónde estaría el padre y si los soldados ya lo habían arrestado.

Marina se acercó al galope a los soldados que estaban arrancando las espalderas. Estaba demasiado lejos como para que pudiese oír lo que decía, pero sabía lo básico: los maldecía por su estupidez.

Un soldado montado la enlazó de pronto y la arrancó de su montura. Ella golpeó contra el suelo soltando un grito de dolor. El soldado la arrastró hacia un edificio cercano mientras dos de sus camaradas lo seguían. Hasta un ciego podía ver lo que planeaban hacer.

Le clavé las espuelas a Tempestad, dejé caer el ciervo y galopé directo al edificio. Con la lluvia no podía confiar en el mosquete ni la pistola, pero tampoco servían las de ellos. Sujeté las riendas con los dientes y coloqué una flecha en el arma. Uno de los hombres, que había arrastrado a Marina al interior, salió al portal cuando oyó los cascos del semental. Solté la flecha de tres hojas, que se le clavó en el pecho con el ruido de un martillazo, tumbándolo y enviándolo de nuevo al interior. Metí a Tempestad por el portal con otra flecha en el arco, agachándome al pasar, los cascos del caballo pisoteando al cadáver supino. Un hombre detrás de Marina le había retorcido una cuerda alrededor del cuello en un torniquete mientras un compañero le sujetaba las piernas. Ambos hombres tenían los pantalones bajados. La soltaron cuando crucé el umbral. Mi flecha le atravesó el ojo izquierdo a uno de ellos. Colgué el arco del pomo de la silla y cargué entonces contra su compañero, con el que forcejeaba Marina. Él la soltó y yo lo alcancé entre el cuello y el hombro con la hoja del machete, que se hundió en la carne.

Hice girar a Tempestad y sujeté a Marina, levantándola, mientras ella golpeaba el suelo dos veces y luego montaba a mi grupa. Salimos al galope y cruzamos el patio. La dejé junto a su caballo.

—¡Cabalga! —grité.

La conmoción había atraído a otros soldados y alguaciles, cuatro de los cuales cargaron contra mí. Para apartarlos de Marina, cabalgué directamente hacia ellos moviendo el machete como si de la guadaña de la muerte se tratara, obligándolos a dispersarse. Mientras yo cabalgaba en la dirección opuesta a la que había tomado Marina, un jinete intentó cortarme el paso a golpes de espada. Esquivé uno de sus golpes y lo alcancé en la espalda con el machete al pasar. Tempestad embistió a otra montura. Mi semental se tambaleó, pero al instante recuperó el equilibrio mientras caían el otro caballo y su jinete. Sus armas de pedernal fallaron en la llovizna mientras yo galopaba entre sus filas, y otra flecha de mi arco dio en la diana. Una bala de mosquete rozó mi brazo izquierdo, pero la herida que causó fue sólo superficial.

Cabalgué fuera de la ciudad con varios soldados en mi persecución. La lluvia arreciaba, sus mosquetes eran inútiles pero mi arco, letal. Después de un centenar de metros, giré con mi caballo, las riendas en los dientes, el arco en mi puño, y disparé una flecha que alcanzó el pecho de un soldado.

Con Tempestad podía dejarlos atrás a todos, sus pequeñas y nervudas monturas no eran rival para un semental de pura sangre. Cuanto más me perseguían, más rápidamente me volvía yo para disparar. Otro soldado cayó de la silla. Los desanimados supervivientes detuvieron entonces sus monturas y dieron media vuelta.

Seguí cabalgando hasta estar seguro de que nadie me perseguía. Por fin, con Tempestad resollando sonoramente y mi manga izquierda empapada en sangre, me interné en la espesura para acampar. La herida en el brazo no era seria. La limpié y la vendé. Temeroso de encender un fuego, me comí la última de mis tortillas y la carne salada fría.

Acostado, exhausto, todavía me preocupaba por Marina, pero ella estaba bien montada y conocía el territorio. Dudaba que fuese a sufrir daño alguno. No había cometido ningún crimen, y España veía a todas las mujeres como incompetentes excepto para el trabajo doméstico y el sexo. Ella estaría bien; era a por el bandido Zavala a por quien irían, y lo colgarían si lo encontraban. Al día siguiente, los alguaciles bien podrían encontrar mi rastro.

¡Ay! ¿Qué clase de hombre era? Había manejado el arco y las flechas no como un español, sino como un guerrero azteca. Muchas noches me había sumido en un profundo sueño en el que luchaba y mataba españoles. Ese día, mi pesadilla se había hecho realidad. ¿En qué me estaba convirtiendo?

Me puse el hábito de monje para no pasar frío y me dormí, preguntándome qué dirección debía tomar por la mañana. Ninguna parecía prometedora.