VEINTISIETE

Antes de emprender el camino de regreso a casa de Marina, nos refrescamos en el estanque. Yo disfrutaba de la tranquilidad con una mujer como nunca antes había conocido otra igual, y hablamos despreocupadamente de lo que haríamos en los días venideros. Estaba entusiasmado por todo lo que me decía. Ni por un instante pensé en que era una azteca.

Sin duda ella me importaba, porque evité tocar el tema de cuándo Lizardi y yo dejaríamos Dolores.

—Quiero mostrarte uno de mis caballos —dijo—. Tengo un comprador, y necesito domarlo para la silla.

Hizo caminar al animal por el picadero durante un rato, sin dejar de acariciarle el cuello, manteniendo el contacto visual y susurrándole algo inefable. De pronto lo montó a pelo y comenzó la doma. El caballo respondió en el acto con una serie de corcoveos, coces, mordiscos a las piernas y los brazos, pero se calmó muy pronto entre sacudidas. Por fin echó a correr con un galope largo, luego con un animado trote, y por fin a marcha lenta.

Después de media hora o poco más de trabajar con el animal, Marina volvió con el zaino ahora domado. Le puso la montura, ajustó la cincha y volvió a llevarlo al campo. Por último le puso las bridas, y a él no pareció importarle.

Yo la miraba asombrado no sólo por el control sobre sus caballos, sino también por su gracia, su aplomo y su naturalidad. Pocos vaqueros podrían igualar su maestría. Ninguno podía igualar su confianza. Pensar que en un momento la había descartado por ser mujer. ¡Ay!

—¿Cómo has hecho eso? —pregunté.

—Sólo le hablo de vez en cuando de esta manera… —Susurró a la oreja del caballo, acariciándola suavemente, y también el cuello y el hocico.

—¿Durante cuánto tiempo le hablas?

—Unos pocos días.

Yo hubiese necesitado una semana de duro entrenamiento para domar al zaino: una semana de espuelas, bocados y un abundante uso de la fusta.

Después de enseñar al caballo un poco más, se acercó donde yo estaba apoyado en la cerca, fumándome mi cigarro.

—Tú no desbravas a los caballos de esa forma, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Desbravo a mis caballos como desbravo a mis mujeres. Las cabalgo con fuerza y las hago sudar.

Ella se rió tan fuerte que el caballo le hizo el coro, relinchando. Su risa desde el vientre era del todo distinta de la campana de cristal de Isabel, pero disfruté más con el sonido de la risa de Marina.

Señalé a los caballos.

—Creía que habías dejado de domarlos.

—Encontré un cliente que comprará un caballo entrenado por una mujer. El comprador es una mujer, por supuesto, la viuda de un hacendado. —Me observó con sus agudos y astutos ojos—. Hablando de propietarios de haciendas, tengo entendido que el señor Ayala todavía está con nosotros. Les dice a todos que eres un sanador milagroso.

Me encogí de hombros en un intento por parecer modesto.

—No fue nada, un brillante procedimiento médico con Dios guiando mi mano.

—Entonces no te molestará si los enfermos hacen cola en la iglesia para tus milagros.

La expresión en mi rostro hizo que se echase a reír de nuevo.

—Si te quedas en Dolores, tendrás más clientes de los que puedas atender.

—Sólo una cosa podría mantenerme en Dolores. —La abracé, frotando su flor de nuevo, y cerré su boca con mis labios.

De nuevo saciamos nuestra hambre.

Después decidí hacer algo constructivo. Esta vez la ayudé a dar de comer a los caballos, y una vez más me sentí extraño, inexplicablemente a gusto con ella…, hablando con ella. Hablamos durante un rato del padre Hidalgo.

—Es un sacerdote fuera de lo común.

—Y el hombre más extraordinario que conozco. Es un gran pensador, y, sin embargo, su cabeza no está en los libros, sino con la gente. Es caritativo y compasivo con todo y con todos. Ama a todas las personas, no sólo a sus compatriotas españoles, sino también a los indios, los mestizos, los chinos y los esclavos africanos. Dice que algún día todas las personas serán iguales, incluso los indios y los esclavos, pero eso ocurrirá sólo cuando a los peones se les permita utilizar todo el talento que nos da Dios, en lugar de ser tratados como animales de granja. Respeta a las mujeres, no sólo para cocinar y dar hijos, sino por sus mentes, por la contribución que hacemos a todas las cosas, también en los libros y los acontecimientos mundiales. Quiere cambiar el mundo para que los carentes de privilegios en todas partes sean tratados como iguales.

—Eso sólo ocurrirá cuando venga Dios y dirija nuestras vidas.

Más tarde nos sentamos junto al arroyo que cruzaba su pequeño rancho y cenamos temprano. Le pregunté por su nombre, interesado en saber por qué su madre le había dado un nombre que no era respetado por los aztecas en la colonia, que sólo era honrado por los españoles.

Ella me relató la historia de Marina, la mujer más famosa de la historia de Nueva España.

La amante y traductora de Cortés, que le había dado un hijo, había sido antes de la conquista una princesa india, la hija de un poderoso jefe.

El padre de doña Marina murió cuando ella era joven, y su madre se volvió a casar. Para impedir que Marina reclamase la propiedad de su difunto padre, y con el propósito de apropiarse de la herencia para su propio hijo, el hermanastro de Marina, su madre la cambió por el hijo muerto de una esclava.

Después, su madre entregó a Marina a una tribu tabascana. Más tarde, cuando Cortés desembarcó para conquistar el Imperio azteca, los tabascanos le regalaron a Marina —también llamada Malinche— a Cortés, junto con otras diecinueve mujeres. Sus sacerdotes las bautizaron y les dieron nombres cristianos —Marina era el nombre de pila de la joven— y las repartieron entre los hombres de Cortés como concubinas.

Cuando Cortés se enteró de que Marina tenía una facilidad natural para los idiomas —había aprendido rápidamente el español, hablaba la lengua de los aztecas y el lenguaje maya de la mayoría de la región sur—, la tomó como amante y traductora.

—Pero ella era algo más que una amante y una traductora —dijo mi Marina—. Era una mujer lista e inteligente. Cuando Cortés negoció con los aztecas, ella descubrió sus argucias y sus mentiras. Mientras aconsejaba a Cortés sobre cómo tratar con ellos, le dio un hijo, Martín, y más tarde, él la casó con uno de sus soldados, Juan de Jaramillo. Cuando viajó a España, fue presentada a los reyes. Pero los indios la acusaban de traidora a su causa, argumentando que Cortés quizá no podría haberlos conquistado si ella no los hubiese traicionado ayudándolo.

—Quizá tenían razón —manifesté.

—¿Alguna vez te han repartido entre los soldados para ser violada? A doña Marina, sí. Robada de su herencia, lanzada a la prostitución, luego al concubinato (primero para el placer de los indios, y después para el de los españoles), sus amos de ambas razas la pasaron de mano en mano, forzándola a abrirse de piernas y violándola. Víctima de las dos razas, volvió las tornas contra sus opresores: ayudó a los españoles sólo porque su propia gente la traicionó, la esclavizó, la violó y la oprimió.

—Entonces, ¿por qué tu madre te bautizó como Marina?

—Mi madre era sirvienta en la casa de un español. Él la tomaba cuando quería y la abandonó cuando se hizo mayor. Pero a diferencia de la mayoría de los criados, mi madre sabía leer y escribir. Conocía la historia de doña Marina. Me puso su nombre como una advertencia, para que yo comprendiese que éste es un mundo cruel y que necesitaba protegerme a mí misma porque nadie más lo haría.

—¿Qué hay de tu padre?

—Nunca conocí a mi padre. Era vaquero y murió de una caída del caballo antes de que yo naciese.

Pensé en la manera en que había tratado a mis sirvientes a lo largo de los años. A menudo los había tratado con dureza e injustamente para ponerlos en su lugar. Por primera vez me encontré preguntándome qué debían de pensar de mí.