Con el hacendado vivo y curado no necesitábamos escapar, y la «emergencia médica» se olvidó muy pronto.
Con mi deseo por Marina en aumento, fui a visitar su rancho. La casa era pequeña pero cómoda, tenía tres habitaciones, el tejado de tejas y un bonito jardín. Ella no estaba, pero vi a los caballos a lo lejos, pastando en el campo. Eran buenos animales, no purasangres —desde luego, no tenían la estampa de campeón de Tempestad—, pero eran la clase de caballos fuertes y nervudos que preferían los vaqueros.
El sol estaba alto y el calor era agobiante cuando fui hacia una fragante plumería junto a un estanque a cien pasos de la casa, con las ramas adornadas con hermosas flores y pimpollos.
Me quité el hábito y me tumbé bajo su umbría copa. Mientras disfrutaba de un cigarro, pensaba en Marina. La mujer había estado en mi mente desde el primer momento en que la vi. Llevaba mucho tiempo sin una mujer, y pensar en los lugares secretos de la azteca estimulaba mi deseo. Algo en sus ojos hablaba de una hambre sensual que ningún hombre había saciado, nunca la habían llevado a la total satisfacción, nunca la habían desafiado de verdad. Antes de que acabase el día, despertaría su deseo de la guarida y desataría a su bestia salvaje.
Un chapoteo en el estanque distrajo mis pensamientos. Al mirar entre los arbustos vi la espalda desnuda de una mujer en el agua. Tenía la piel dorada de una azteca, el largo pelo negro suelto cayendo por la espalda…, la mujer de mi deseo.
La observé en secreto mientras ella disfrutaba de su baño. Enojado el uno con el otro, dos pájaros chillaron y aletearon excitados.
Marina se puso tensa y miró entonces en mi dirección. Me agaché para mirarla a través de las ramas inferiores. Ella no dio ninguna señal de haberme visto y se relajó de nuevo levantando su rostro y su cuerpo al sol. Mis ojos saborearon su desnudez. No me atreví a moverme, temeroso de hacer que se interrumpiese. Recogió agua con las manos y se lavó con un ritmo lento y sensual sus grandes pechos y sus rosados pezones, erectos con el agua fría. Los fuegos de la lujuria se acrecentaron en mí, desesperados por ser apagados. Me aproximé en silencio.
Cuando ella emergió del estanque, yo salí de entre los arbustos. Envuelta en una blanca y ligera tela de algodón, la fina tela sólo acentuaba las generosas curvas de debajo.
—Así que me has estado espiando.
Sonreí.
—Sólo estaba en el mismo lugar al mismo tiempo que tú.
—Entonces, ¿por qué estabas oculto detrás de los arbustos?
—En un primer momento no quise asustarte. Luego no pude por menos que mirar. Te he deseado desde el primer momento en que te vi.
No esperé su respuesta, sino que me apresuré a quitarle la fina tela que cubría su cuerpo. Ella se adelantó para darme un tremendo bofetón. La mejilla derecha me ardía con más intensidad que los fuegos del infierno.
Mientras parpadeaba para contener las lágrimas, vi que su mano derecha asía una daga con una hermosa empuñadura de marfil y bronce y una adornada guarda de diez centímetros. La hoja de veinticinco centímetros, afilada como una navaja, resplandecía como Satanás con el sol del mediodía.
—¿Eso para qué es?
—Por si acaso se te ocurre violarme.
—¿Violarte? Señorita, yo no violo a las mujeres. Cuando acabo de hacerles el amor, me bendicen por compartir mi hombría con ellas, y sólo me desprecian cuando me marcho, y maldicen mi partida y mis agonizantes ausencias.
Ella permaneció desnuda ante mí, daga en mano. Mientras me miraba, perpleja, no hizo ningún intento de cubrir sus partes pudendas.
Levanté las manos en un gesto conciliatorio.
—Te propongo un trato. Si cuando te haga el amor no es lo mejor que has hecho en tu vida, podrás cortarme los cojones, también la garrancha, y dárselos a tus cerdos.
Ella sacudió la cabeza lentamente, como si estuviese intentando descifrar mi alma.
—Estás muy seguro de ti mismo —dijo finalmente.
—Ninguna mujer se ha quejado nunca.
Ella se rió al oír eso, y yo le dediqué una encantadora sonrisa juvenil.
—¿A cuántas mujeres te has llevado a la cama? —me preguntó con un tono desafiante.
—No las he contado, pero… —me palmeé la entrepierna— me han dicho que tengo un cañón por garrancha… —el enorme bulto, incluso debajo de mis prendas de «hermano lego» era embarazosamente obvio pero confirmaba mi afirmación—, y balas de cañón por cojones.
Ella comenzó a reírse como si supiese algo que yo ignoraba. Ninguna mujer se había reído o burlado antes de mi hombría, y me sentía herido en mi vanidad. Enrojecí de furia.
—¡Compruébalo por ti misma, mujer! —Me quité las prendas y las arrojé al suelo.
Ella soltó una exclamación ante la inmensidad de mi miembro.
—¡Dios mío! —gritó, al tiempo que hacía la señal de la cruz y desviaba la mirada.
En el fondo de mi mente recé para que a nuestro santo padre no se le ocurriese pasar por allí. Quién sabe a cuántos avemarías, padrenuestros e innumerables otros actos de contrición condenaría a mi alma. Ambos estábamos comprometidos. Marina, con su daga apuntándome, y yo desnudo con mi miembro alzado, una furiosa y arrogante bandera a media asta en medio de la galerna.
Me apresuré a quitarme las botas. No tuve necesidad de arrebatarle la daga de la mano. Con una súbita vuelta y un lanzamiento de una rapidez desconcertante, ella clavó el puñal en el tronco de la plumería, ensartando dos fragantes flores. Luego cayó en mis brazos con la misma ansia con la que yo me dejé caer en los suyos.
Con mis hábitos de hermano lego como nuestra sagrada cama, caímos al suelo. Marina separó las piernas anchas como un paraíso.
Mi garrancha, dura como para cortar diamantes, estaba caliente como un horno, latía y se sacudía como su vibrante daga. Sin embargo, al flotar sobre su hermoso pimpollo, me sentí torturado por una desesperación que nunca antes había sentido, y una agonía de lujuria tan dolorosamente urgente que me asustaba.
Había besado antes a muchas mujeres, pero nunca como a ella. Más que besos eran una caída a un abismo. Nunca había conocido labios tan suaves y lengua tan caliente, creativa y ágil. Podría haberla besado eternamente y nunca cansarme… Era un sentimiento tan profundo el que sentía.
De todas formas, la penetré y su flor era caliente como la lava entre sus piernas. Sentí la respuesta de su cuerpo, incluso mientras mi boca devoraba la suya, mi lengua golpeando la suya como si simulase el martilleo de mi cañón. Los temblores del cuerpo aumentaron en intensidad y frecuencia, y yo aceleré el poder de mis embestidas para acomodarme al movimiento giratorio de sus caderas.
Cuanto más profundo y más fuerte entraba, más cosquillas me hacía en la pelvis el matorral negro enredado entre sus piernas. Penetrando más profundo y más fuerte, mi pelvis palpó su pinchuda pera, rotando, girando encima y alrededor de su estrella clitorial como un planeta orbitando un sol negro pero ardiente hasta volverse loco. Crucé y volví a cruzar la pequeña órbita, volviéndola loca. Frotando y rascando mi pelvis contra su ardiente semilla y ahora su temblorosa plumería, la aplasté hasta que no sólo su pimpollo floreció, sino que todo su ser estalló llevado por el éxtasis en un multicolor ramillete de flores de refulgente fuego.
Ahora yo también había entrado en erupción. Todos los espasmos previos pasaron vergüenza ante los fuegos de artificio colectivos, una infinita sucesión de demenciales detonaciones que nos destrozaban y nos liberaban, como si todas las arpías del infierno y todos los demonios en nuestras almas estuviesen luchando por salir, acercándonos inefablemente.
Nada de eso demoró o ablandó mi garrancha. Había pasado tanto tiempo sin una mujer —y tan amargado por la prisión— que sólo me preocupaba que quizá nunca volviese a bajarse. Él y su florida amiga acabaron una y otra vez. ¿Era ésa una atronadora salva de mil cañones a las puertas del paraíso o una colosal cañoneada de las fauces del infierno? No podía decirlo, pero mi garrancha y su amiga estaban recuperando el tiempo perdido y hacían sentir su presencia. Era obvio que tenían una única mente propia. Era como si Marina y yo no tuviésemos nada que decir en el asunto.
Temblando conmigo a medida que los espasmos la sacudían —al mismo tiempo, a un mismo ritmo una y otra y otra vez—, ella me abrazó fuerte, besando, mordiendo, masticando mis labios, como si nunca fuese a detenerse, como si no pudiese detenerse. Las uñas cortaron mi espalda, los muslos, las caderas, las nalgas, el culo, buscando la raja del mío, abajo, hasta mis cojones.
Sólo una vez hizo que me detuviese esa tarde, para «refrescarse la plumería», dijo. Me llevó de la mano al estanque y nos lavamos el uno al otro, sobre todo nuestros tiernos y abusados… amigos. Ella quería besarme mi hombría, «para animarla», dijo, temerosa de haber herido al pequeño pájaro.
Cuando tomó mi hombría en su boca, torturando y provocando la suave zona inferior con su provocadora lengua, lamiendo y chupando su ardiente cabeza, mi poca considerada parte masculina castigó sus tiernas caricias con descargas de ardientes cañonazos, blancas, lechosas, contra la suavidad de sus mejillas color avellana y los labios mientras ella jadeaba para coger aire y mis descargas chorreaban como lava de su boca, tras lo cual, yo me apresuraba a volver para más prácticas de artillería.
Luego le devolví el favor. No puedo decir si devoré su flor fatal en la puerta del cielo o si mi lengua acarició y probó las abiertas fauces del infierno. Las caricias, los besos, los golpes y el machaque no podían detenerse, no querían detenerse. Seguimos a lo largo de toda la tarde, incluso hasta el anochecer.
Me gustaría afirmar que le enseñé las maneras de un hombre y una mujer, pero lo mejor que puedo decir es que luché con ella hasta un empate. Desde luego era una bruja, porque por primera vez en mi vida, una mujer me había tenido tanto como yo a ella. Era como si nuestras caderas y nuestros vientres, su flor y mis pelotas, tuviesen vidas, voluntades y desesperados deseos propios. Si yo albergaba alguna preocupación, era la pregunta de si alguna vez nos detendríamos, si algo en el mundo podía interrumpir lo que habíamos comenzado, y me preguntaba sinceramente si la misma muerte podía penetrar y separar nuestro extasiado abrazo.
Cuando por fin yacimos quietos, uno en los brazos del otro, callados, exhaustos, agotados, inocentes pero conscientes en nuestra desnudez, no dijimos nada durante mucho rato. Cuando por fin rompí el silencio, ni siquiera supe que había hablado.
—¿Ha pasado mucho tiempo? —le pregunté.
—Sí, mucho tiempo desde que aquel cabrón de marido mío hizo que lo pillasen con los pantalones bajados. Pero no se parecía en nada a ti.
—¿Un hombre duro?
—De hombre, nada.
Mientras hablaba, mantenía los ojos cerrados. Al abrirlos, se puso encima de mí.
—Estabas equivocado —dijo mientras entraba de nuevo en ella—. Tu polla es más grande y más dura que un cañón.
Como si fuese un milagro, mi abusado amigo había recuperado la dureza, así que volvimos a nuestra desesperada danza.