VEINTICINCO

Una noche desapacible sin una mujer a mi lado mientras oía a Lizardi roncar en la cama que compartíamos me dejó de tan mal humor que estaba dispuesto a meterle uno de los catéteres de plata por un agujero en particular de su cuerpo, y no precisamente por donde se lo había metido al hacendado.

El sol apenas asomaba por el este cuando me calcé las botas y recogí mi alforja.

—Vayámonos antes de que los demás se levanten. Despertaremos al encargado del establo para ensillar a nuestros caballos y le diremos que le dé las gracias al padre después de habernos ido. Le pediremos que le diga a Hidalgo que nos llamaron para una emergencia médica.

—¿Podemos comer primero?

—Comeremos por el camino, con lo que podamos matar. A menos que quieras quedarte por aquí y desayunar con el espíritu del hacendado y el verdugo.

Salimos de la habitación, caminamos de prisa por el pasillo y llegamos a una esquina…

—¡Señores!

Me quedé de piedra. Lizardi gimió. Parecía a punto de desmayarse.

El padre Hidalgo y los dos sacerdotes visitantes estaban en el pasillo, delante de la habitación que habían compartido los sacerdotes. Ellos también tenían el equipaje en la mano, dispuestos a partir tan temprano como Lizardi y yo, pero por supuesto no se escabullían como ladrones. O asesinos.

—Pa… pa… padre —tartamudeó Lizardi—. Nos disponíamos a…

—A marchamos —dije yo—. Una emergencia médica; debemos marchar de inmediato.

—No he oído nada —señaló el padre.

—Tampoco nosotros…, quiero decir, no hasta hace unos momentos.

—Pero ¿qué pasa con el hacendado? ¿Cómo está?

—La voluntad de Dios… —respondí—. Estaba más allá de nuestras manos. El Señor actúa de misteriosas maneras. —Me persigné.

El padre me miró.

—No querrá decir…

Asentí.

Él se persignó a su vez y murmuró algo en latín. Los otros dos sacerdotes dejaron caer sus bolsas y se arrodillaron. Uno de ellos comenzó a pronunciar una oración por el difunto.

Lizardi y yo intercambiamos una mirada y después nos arrodillamos. Yo no sabía las palabras pero murmuraba tonterías que esperaba que sonasen como lo que decía el sacerdote.

—¿Qué pasa? ¿Ha muerto alguien?

Se me heló la sangre. Me volví poco a poco.

¡Madre de Dios! El fantasma del hacendado estaba en el pasillo. El espectro se abrigaba con una manta que le llegaba hasta las rodillas. A partir de ahí y hasta los pies, estaba desnudo.

El padre Hidalgo se acercó a mí y se dirigió a la aparición.

—Señor, rezábamos por ti. Alabado sea el Señor, amigo, te creíamos muerto.

—¿Muerto? ¡Muerto! ¡Sí, soy un fantasma! —gritó, riéndose como un loco.

Aún estaba arrodillado cuando el hacendado se me acercó.

—Señor doctor —dijo—, mi agua sale en un fino chorro, pero ¿podría usted quitarme este maldito artilugio?

Y abrió la manta para dejar a la vista el catéter de plata que sobresalía de su pene.