VEINTITRÉS

Cenamos con el padre, y Marina estaba allí… como invitada. ¿Debería haberme sorprendido que no fuese una sirvienta? Los invitados eran una extraña mezcla. El padre incluso tenía a su amante, una actriz para quien había producido una obra. ¿Un sacerdote produciendo una obra?

Los otros invitados eran un joven novicio azteca para el sacerdocio de León, un hacendado criollo, propietario de la mayor hacienda de la región, y dos sacerdotes criollos de Valladolid que habían venido a hablar con el padre de las industrias con los indios.

El novicio, Diego Rayu, era un joven con unos ojos curiosos y una brillante sonrisa. Me enteré de que había estudiado para el sacerdocio y ahora esperaba saber si la Iglesia lo aceptaría. Los sacerdotes indios eran una rareza en la colonia.

Don Roberto Avala, el hacendado, les dedicaba a Marina y al joven novicio unas miradas que no dejaban ninguna duda acerca de que la única manera en que ellos hubiesen podido acercarse a su propia mesa era con una bandeja.

Uno de los sacerdotes visitantes comentó que la casa del padre debería llamarse «Francia Chiquita», pues Francia era la luz que guiaba al mundo en las artes y la ciencia.

La conversación pasó a la literatura y la filosofía, y tuve la sensación de estar sentado a una mesa llena de Raqueles, excepto por don Roberto, que era un feliz ignorante de esas cosas, como yo mismo.

Después de cenar, el padre hizo que su actriz-amante, Marina y el novicio leyesen y representasen escenas de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, que trataba de los conflictos entre una generación mayor y más rígida y otra más joven y rebelde. En la obra, un rico de cincuenta y nueve años quiere casarse con una bonita joven de dieciséis. Las cosas se complican porque ella está enamorada de un joven, sin saber que es el sobrino del hombre mayor. Tío y sobrino tampoco saben que ambos compiten por la mano de la muchacha. Todo el enredo tiene un final feliz cuando el tío rico permite a su sobrino casarse con la joven.

La idea de un hombre rico casándose con una muchacha hermosa aunque él fuera cuatro veces mayor a mí me sonaba real. Pero que le diese la mano de la ardiente joven a su sobrino me parecía tan falso como las ideas de caballería que tanto mortificaban al pobre don Quijote. En la vida real, el viejo se habría quedado con el dinero, acostado con la joven y enviado a su sobrino a que lo matasen en alguna guerra.

Los invitados del sacerdote hablaron y hablaron de literatura, después de lo cual el padre Hidalgo leyó párrafos de Molière, un escritor francés muerto hacía tiempo, autor de comedias francesas todavía más muertas. L’École des femmes, comentó el padre, estaba basada en un relato español, y presentaba a un tal Arnolphe, un erudito que nunca levantaba la cabeza de los libros. Cuando debe casarse, tiene tanto miedo a las mujeres que escoge a una novia que no sabe nada de las maneras del mundo.

Mientras el padre leía las estúpidas manifestaciones de Arnolphe y la joven, comenzaron a pesarme los párpados, y busqué la botella de brandy. Arnolphe se enamora perdidamente de la muchacha idiota y se pasa el resto de la obra intentando convencerla para llevársela a la cama, haciendo el ridículo una y otra vez. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no beber el brandy directamente de la botella. Yo podría haberle dicho a Arnolphe cómo tratar a la mujer: me la hubiese llevado conmigo montada en Tempestad a algún lugar discreto, le hubiese dicho todas las mentiras que necesitaba oír y, después, me habría complacido a voluntad. Ése era el romance que las mujeres respetaban, no una charla insulsa.

Por la conversación entre Marina y la actriz, me enteré de que el padre Hidalgo tenía un hijo con la actriz y había engendrado dos hijas más en otra ciudad. Tener una amante e hijos no era algo tan raro en un párroco —no eran monjes, encerrados en un monasterio—, pero hacía que el sacerdote todavía fuese más insondable para mí.

Dolores era sin duda el lugar más extraño que yo había visto jamás. ¿Tener industrias aztecas en desafío a los decretos del rey? ¿Tratar a los peones como iguales sociales e intelectuales? ¿Tratar a las mujeres como iguales? La amante del sacerdote leyendo obras francesas en la cena… ¿Las produciría como una obra para ella?

Por otra parte, el padre Hidalgo no había insinuado que yo fuera el caballero que había encontrado en Guanajuato, y eso me intrigaba más que cualquier otra cosa que pasase en Dolores. ¿Por qué no me descubría y me denunciaba como un bruto y un farsante? Era evidente que me había reconocido; por qué se lo callaba, no lo sabía. Incluso más inquietante, parecía que le caía bien.

Mientras ocurría todo esto, Marina dio su opinión acerca del reciente decreto del virrey que aumentaba el impuesto del maíz para ayudar al esfuerzo de guerra de nuestro soberano español. Lo tomé como venía; una azteca con sus propias opiniones ya no me sorprendía, así que me serví un poco más del excelente brandy del padre. No obstante, el hacendado estaba cada vez más inquieto al ver que la india manifestaba sus opiniones.

Me intrigaba. A pesar de la educación literaria de Marina, su habilidad con los caballos, su considerable belleza y su obvia sinceridad me interesaban y al mismo tiempo me confundían. Al mirar sus rápidos pero sutiles movimientos, me recordaba a una salvaje criatura del bosque, no a un delicado cervato, sino a un amenazador felino con la indolente gracia de un jaguar saciado en reposo. Un poder desnudo irradiaba de ella. Su interés por las artes y la política era equivalente al de Raquel, aunque los razonamientos de esta última eran más profundos. Marina lo compensaba imprimiendo una pasión primitiva en sus opiniones.

La azteca sacó a relucir la pasión de todos los invitados esa noche, cuando discutían sobre los acontecimientos en la capital y las guerras en Europa. Después de la terrible derrota infligida por los británicos a las flotas de españoles y franceses en Trafalgar varios años antes, el rey estaba buscándole de nuevo las cosquillas al león británico. Esta vez, España había invadido Portugal tras la insistencia de los franceses, que querían aislar a Gran Bretaña de su último aliado en el continente.

—Trágico —manifestó el padre Hidalgo—, sencillamente trágico. Tantas vidas perdidas, tanta riqueza de la nación malgastada en las guerras… Primero nos aliamos con los británicos y luchamos contra los franceses, y ahora nos alineamos con Napoleón contra los británicos sólo para buscar más desastres.

—Por lo que sé, hemos perdido tantas naves que nunca más volveremos a ser una gran potencia naval —afirmó Lizardi.

—Yo culpo a Godoy —dijo Marina—. Dicen que es nada menos que el amante de la reina. Primero nos llevó a una desastrosa guerra contra Francia, luego a otra contra los británicos.

El comentario de Marina provocó un estallido del señor Ayala, el hacendado. De la misma edad que el padre, la rapaz codicia y el enorme apetito del hacendado le habían dado grandes riquezas, el cuerpo de un glotón y la intolerancia de un tirano hacia la disensión política. No se había sentado a la mesa del padre para que las mujeres ilustradas le diesen clases de asuntos mundiales. A los industriosos indios del párroco los declaró despreciables: su falta de derechos básicos le parecía motivo de júbilo.

Yo lo conocía bien. Era como todos los demás caballeros mayores con los que me había criado, y la clase de gachupín del que había modelado mis propias innobles opiniones.

—Las mujeres deben parir hijos, satisfacer las necesidades de sus maridos en todos los aspectos y no hablar de asuntos que conciernen a la Iglesia y a la Corona —le dijo furioso a Marina.

—Señor, todos los hombres, las mujeres y las razas son libres de expresarse en mi mesa —le recordó Hidalgo con voz suave pero firme.

La mayoría de los párrocos hubiesen halagado a un rico hacendado y, más tarde, buscado recompensa en nombre de la Iglesia. Ponerse de parte de una india para hacer frente a un grande era una locura financiera. El padre, en cambio, no se inclinaba ante hombre alguno, y manifestaba sus creencias sin miedos o favoritismos.

Lizardi, prudente, cambió de tema y le preguntó a Diego Rayu, el candidato para el sacerdocio:

—¿Tienes planes de ejercer en León?

Callado durante la mayor parte de la velada, el joven novicio respondió a la pregunta de Lizardi.

—No soy bienvenido en León.

Bajo de estatura, Diego tenía el físico musculoso de un trabajador indio. Como ocurría con la mayoría de los aztecas, parecía estar en mejores condiciones físicas que los españoles. Con el pelo negro corto y los grandes ojos castaños, tenía un aire pensativo y una mirada firme.

—¿Por qué tienes problemas en León? —quiso saber Lizardi.

—Tuve problemas con el párroco que me patrocinó para el sacerdocio. Me pidió que hablase con el padre de una sirvienta de catorce años en la casa de un gachupín. El grande la había azotado y luego violado. Cuando el padre de la niña se enfrentó al español, el caballero azotó al padre hasta casi matarlo. Cuando el cura me dijo que el español compensaría a la niña y al padre a cambio de la bendición y la absolución de la Iglesia, le dije que los sobornos no comprarían a Dios o la necesidad de justicia. Él se mostró en desacuerdo y yo me quejé al alcalde.

—¿Qué hizo el alcalde?

—Me metió en la cárcel.

En la mesa se hizo el silencio.

—¿La criada era azteca? —preguntó el hacendado.

—Sí.

—Entonces, ¿de qué había que quejarse? Era propiedad de su amo. Quizá ella se mostró resentida porque no había parido a su bastardo.

Marina se levantó de la silla pero vio la mirada del padre y se sentó de nuevo. Diego miró su plato, con una expresión furiosa.

—Ésta es mi mesa —dijo Hidalgo—, y todos son mis invitados. Todos son bienvenidos a expresarse en mi casa, y yo también me expresaré: espero que este joven entre en el sacerdocio y demuestre a la Iglesia que el Mesías está en todas las personas, incluidos los indios, y que todos somos hijos de Dios y que Dios no condona la esclavitud o el abuso de sus hijos. —Le hizo un gesto al novicio—. Espero que puedas demostrarle a la Iglesia que los hombres de tu raza son buenos sacerdotes, pero sea cual sea el camino que sigas, estoy seguro de que lo harás con dignidad, corrección, honor y amor. Tu nombre ya tiene la bendición: Rayu, la palabra náhuatl que significa «trueno».

Como ya he dicho, Dolores era un lugar muy extraño.

Antes de la cena, Lizardi se había enterado por una conversación con los sacerdotes visitantes de que el padre había sido en una ocasión director de un colegio. Sin embargo, la Inquisición lo había sancionado y había perdido su asiento por sus creencias liberales y su vida libertina, que incluía el juego y los asuntos del corazón, según se decía. Pero ¿a un hombre se le juzga por sus buenas obras o por sus indiscreciones juveniles? El hacendado descargó un puñetazo sobre la mesa.

—Es usted demasiado tolerante, padre. —Miró furioso a través de la mesa a Marina—. En toda mi vida, nunca he visto a nadie que permitiese a los peones y a las mujeres dar su opinión sobre temas importantes. Siembra la insurrección. Muchos hombres han ido al potro y a la hoguera por menos, incluso los sacerdotes.

El padre no se amilanó, y lejos de apartarse de la controversia, Hidalgo, es más, toda la mesa, se lanzó a otro peligroso discurso.

Ignorante de tales asuntos —de hecho, sin tener ni la más remota idea de lo que hablaban—, yo opté prudentemente por mantener la boca cerrada. Pero por primera vez en mi vida había visto a los caballeros bajo otro prisma. Bueno, supongo que en realidad comenzó cuando estaba en las calles, sucio y hambriento, trabajando como un animal, mientras las personas de «calidad» pasaban por mi lado, sin tomarme en cuenta como si fuese un perro vagabundo. Vi que ese viejo caballero no estaba a la altura del sacerdote ni del novicio, tampoco de las mujeres de la mesa, ni siquiera en su conocimiento de los caballos. No tenía ninguna duda de que Marina sabía más del tema que él.

No puedo decir que estuviese de acuerdo con las radicales ideas del padre, o que creyese de verdad que las mujeres podían expresar sus opiniones en compañía de los hombres, o incluso que se le permitiese a una mujer mejorar su intelecto, como habían hecho Marina y Raquel, pero no me gustaba la manera en que el hacendado intentaba imponerse a la india y a Diego. Incluso me afectaba más al comprender que los dos aztecas eran mucho más capaces que él.

—¿Acaso los criollos no tratan a los peones de la misma manera que los gachupines los tratan a ellos? —pregunté, casi sin pensarlo, rompiendo mi meticuloso silencio. Mi comentario había sido reflexivo, y yo era culpable de una horrible herejía que había escapado de mis labios antes de poder contenerla. La declaración provocó otro tumultuoso debate.

Durante una pausa en las discusiones, el hacendado se inclinó hacia mí.

—Hermano Juan, he venido a la ciudad para ver al doctor, pero está loco. Intentó darme una medicina que yo no le daría ni a mis cerdos. El padre me ha dicho que es usted un sanador preparado. Si puede curarme, encontrará que soy generoso.

—¿Cuál es su condición, señor?

Bajó una mano para sujetarse el escroto.

—Me cuesta mucho mear. Esta noche he bebido una buena cantidad de vino y brandy. Tengo la urgente necesidad de orinar, pero cuando lo intento, no salen más que gotas. —Me dio un codazo y me dirigió una mirada campechana—. Confieso, hermano, que he disfrutado de demasiadas putas indias. —Con una sonrisa, se apresuró a persignarse.

Marina había oído sus palabras, y vi la furia pasar por su rostro. Ella desvió la mirada y volvió su atención a los otros. Sentí su furia como propia. Bruto había dicho que mi madre era una puta india, y yo, un hijo de puta. ¿Qué era una puta para un caballero? Una mujer que él tomaba, por la fuerza si quería, porque podía. El rango y el privilegio le conferían ese derecho. Nada más. Y a aquellos que denunciaban su mal hacer los castigaba brutalmente.

—¿Ahora mismo le duele? —pregunté.

—El dolor es terrible.

—Entonces, venga conmigo.

Me levanté.

—Padre, su cena ha sido un banquete digno de reyes, pero el señor Ayala y yo tenemos que tratar unos asuntos muy serios. Estoy seguro de que nos excusará.

Cuando salía, Lizardi me cogió del brazo y me llevó a un aparte.

—¿Qué estás haciendo?

—Necesita tratamiento. Voy a dárselo.

—No sabes nada de medicina.

—Tú me enseñaste esta mañana —respondí con una sonrisa.

—¡Harás que nos ahorquen!

—¿Pueden ahorcarnos dos veces?

En la habitación que el padre nos había asignado a Lizardi y a mí, busqué el instrumento apropiado en nuestra bolsa médica. Caminé por el pasillo hasta el cuarto del hacendado y llamé a la puerta.

El hombre respondió a la llamada, y yo le dirigí lo que consideraba una mirada profesional.

—Estoy preparado, señor —anuncié.

—¿Qué va a hacer? —preguntó.

—Acuéstese en la cama y bájese los pantalones.