VEINTIDÓS

Cuando llegamos a Dolores, nos apartamos de la carretera principal y dimos un rodeo para entrar por una dirección diferente de la de Guanajuato. La ciudad estaba bajo la jurisdicción de la intendencia de Guanajuato, como ocurría con gran parte de la región del Bajío.

Al acercamos a la ciudad, cabalgamos junto a un gran viñedo. Hilera tras hilera de vides que se enroscaban como serpientes alrededor de hectáreas de soportes, y cuerdas horizontales colocadas en estacas. La ley prohibía el cultivo de uvas, al menos en cantidad, pero los alguaciles a menudo miraban en otra dirección cuando se plantaban uvas para el consumo personal.

Lizardi sabía mucho de la prohibición.

—El rey prohíbe el cultivo de uva para asegurarse de que sólo los vinos producidos en España se venden en la colonia. Éste es, obviamente, un viñedo comercial. Mira esas uvas. Son para el trapiche. Las uvas de fermentación deben de estar dentro de ese edificio.

Una joven mujer azteca, más o menos de mi edad, caminaba por la carretera en nuestra dirección. En la mano llevaba unas tijeras de podar. La saludé, olvidando que llevaba la capucha de un monje en lugar del sombrero de un caballero.

—Buenos días, señorita. Nos preguntábamos a quién pertenece este hermoso viñedo.

—Pertenece a nuestra iglesia, Nuestra Señora de los Dolores, padre.

La ciudad había tomado de la iglesia su nombre, Dolores, que sugería pesares, tristeza o dolor. Muchas ciudades adoptaban el nombre de sus iglesias como propios.

La india era muy hermosa. De piel bronceada, grandes ojos castaños, largas pestañas oscuras y el pelo negro como el ébano hasta la cintura, era alta para las mujeres de su raza, con bien torneadas piernas y gráciles brazos.

Desmonté, al tiempo que le dedicaba una sonrisa.

—No soy un padre, señorita, sino un hermano lego, y tampoco estoy atado por el voto de castidad sacerdotal.

Sus ojos se agrandaron y en ese mismo instante oí el gemido de Lizardi. ¿Quizá a los legos no se les permitía ser tan sinceros con las mujeres?

Un sacerdote había salido del edificio y se acercaba a nosotros con paso rápido.

—¿Quién es él, señorita?

—El padre Hidalgo, es el párroco de nuestra iglesia.

Hidalgo era un poco más bajo que yo. De miembros largos y hombros redondos, tenía unas proporciones un tanto robustas, con una apariencia informal pero distintiva. Tenía la cabeza calva, con un anillo de pelo blanco. Sus cejas eran prominentes y la nariz recta. Como la mayoría de los sacerdotes seculares, iba afeitado. Vestía pantalón corto negro, con medias negras hechas de un material similar al de sus pantalones, una chaqueta suelta también de tela negra, zapatos con hebillas grandes y una capa.

El padre nos dedicó una gran sonrisa de entusiasmo.

—Siempre es bueno ver a miembros de su gran hermandad. Pocas órdenes están tan dedicadas como los betlemitas a tratar a los enfermos.

Lizardi nos presentó: yo era Juan García y él Alano Gómez. Lizardi había insistido después de que hubimos asumido nuestros personajes como hermanos legos en que yo mantuviese el mismo nombre de pila. «El tuyo es el nombre de varón más común en la colonia —había dicho—, y no eres lo bastante listo como para recordar un nuevo nombre».

Todavía nos llevábamos a la greña, al menos con los insultos, pero había decidido que formábamos un buen equipo. Lizardi suministraba el conocimiento libresco; yo era experto en ciertas cosas de hombres. Necesitábamos desplegar todas nuestras habilidades, porque debíamos comportarnos como los sacerdotes que no éramos y hacer ver que sabíamos algo de curar.

El sacerdote tenía un encorvamiento erudito, creado sin duda de tanto inclinarse sobre los libros. Sus ojos eran brillantes y claros, llenos de inteligencia y curiosidad. Parecía inquisitivo, como si analizase todo lo que tenía ante sus ojos.

—Deben compartir nuestra cena —dijo—, y, por supuesto, descansarán sus cabezas en nuestras almohadas esta noche. Marina, asegúrate de avisar al ama de llaves de que tenemos invitados especiales.

Lizardi y yo murmuramos nuestra gratitud eterna. Como el sacerdote, yo también tenía una mente inquisitiva. Estaba deseando explorar a Marina en mi cama esa noche.

—Vengan, hermanos, permítanme que les enseñe lo que mis indios han conseguido.

Atamos a nuestros caballos a un poste y seguimos a Hidalgo. La joven miró mi caballo antes de que siguiésemos a Lizardi y al cura.

—¿Entiendes de caballos? —le pregunté sólo para darle conversación, a sabiendas, por supuesto, de que los caballos estaban más allá de la comprensión de las mujeres. No creí ni por un instante que ella pudiese ver a través del «disfraz» de Tempestad.

—Sí, un poco. Mi marido y yo teníamos un criadero de caballos. Después de que lo mataron, yo misma me ocupé de criarlos: desde las yeguas cuando paren hasta domar los potros para la silla y atender a los sementales.

—Muy bien —respondí. Pero no estaba bien. Qué terrible mano me había dado de nuevo la diosa Fortuna; una mujer con conocimiento de los caballos cuando yo intentaba ocultar la pura sangre de mi montura.

Marina tocó suavemente la cabeza de Tempestad, que resopló, complacido con la caricia de la mujer.

—Veo que tu semental tiene muy buena figura, la estampa de un campeón. Aparte de las… marcas poco habituales, es mejor caballo que cualquiera en Dolores.

Podría haberle dicho a Marina que, aparte de un puñado de caballos en Ciudad de México, ninguno más se podía comparar con Tempestad, pero me apresuré a cambiar de tema.

—¿Qué le pasó a tu esposo? ¿Un accidente mientras entrenaba a los caballos?

—Un accidente con los pantalones. Se los bajó demasiado y un marido celoso lo mató.

Murmuré mi pesar y, como correspondía, me persigné.

—Todo fue para bien —añadió ella—. El marido ofendido me salvó del calabozo. Yo misma lo hubiese matado. Estoy segura de que sabes, hermano Juan, que un hombre puede matar a una mujer cuando la sorprende en flagrante delicio, pero una mujer que mata a su marido por la misma razón compartirá el patíbulo con asesinos y ladrones.

Marina me dirigió una mirada cuando dijo «asesinos y ladrones». ¿Acaso llevaba la palabra «bandido» escrita en el rostro? Me pareció extraño que una mujer utilizase una expresión latina. Yo conocía la frase latina para describir una indiscreción de alcoba, por haber sido acusado de cometerla en más de una ocasión.

—Pero por supuesto, hermano Juan, ésa es otra de las leyes injustas que debemos cambiar.

Me sorprendió oírla hablar de esa manera. Raquel había hablado de ideas y filosofía, pero al menos ella era en parte española. Ahora estaba oyendo a una india hablar de política, justicia… y caballos. Quizá mi reciente sufrimiento había confundido mi cerebro más de lo que suponía.

—Te he inquietado con mis comentarios —dijo Marina.

—No, hija mía. Sólo estás lamentando la pérdida de tu marido.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió con desprecio.

—Lo que lamento es la pérdida de mis caballos. Es difícil encontrar una buena montura, pero los hombres… se reemplazan con facilidad.

Miré a Marina de arriba abajo. Aunque carecía de la sorprendente belleza ibérica de Isabel, su cuerpo voluptuoso estaba mejor formado y era más sensual que el de ella. Además, estaba de verdad interesado en lo que decía. Eso era desconcertante. En realidad, nunca había visto a las indias más que como sirvientas o receptoras de mi lasciva lujuria, y ahora me encontraba conversando con una.

Mis necesidades físicas masculinas eran sin duda urgentes, y sospechaba que ella lo sabía. Es más, cuando me miró a los ojos, su sonrisa parecía escarbar en las más negras profundidades de mi alma pecadora, como si pudiese discernir cada acto sucio que había cometido. Había pasado mucho tiempo desde que había apoyado mi cabeza en los pechos desnudos de una mujer, besado sus suaves labios y acariciado el tesoro oculto entre sus piernas. Deseaba a esa mujer azteca de ingenio y porte más de lo que había deseado a cualquier otra mujer en todo mi vida.

—¿Por qué renunciaste a tus caballos? —le pregunté.

—Los hombres no quieren comprar caballos criados y entrenados por una mujer. Más de uno sugirió que la única actividad adecuada para una mujer era criar bebés, preparar tortillas y romperle la espalda en la cama. Muy pronto me cansé de su ignorancia y vine a trabajar para el padre. Es el hombre más ilustrado de la colonia.

—El hermano Alano y yo cenaremos esta noche en la mesa del padre. Quizá después podríamos dar un paseo. Tengo algunas preguntas sobre la región que quizá puedas contestarme.

—Yo también estaré en la cena. Podremos hablar de ello entonces.

Quise decirle que sería difícil para mí hablar con una criada mientras ella atendía a los invitados, pero contuve mi lengua. Después de cenar y de que ella hubiese acabado con sus faenas, quizá podría arreglar un encuentro. Mientras seguía al hermano Alano y al padre Hidalgo, me enteré de más cosas sobre Dolores. El cura no sólo plantaba uvas y hacía vino, sino que también había puesto en marcha una serie de actividades, todas ellas empleando a los indios.

El padre bullía de entusiasmo, hablándonos de su trabajo con los aztecas. Yo lo escuchaba y no podía dejar de mirarlo. Me recordaba a alguien a quien no lograba ubicar.

—Cuando llegamos al Nuevo Mundo —manifestó Hidalgo—, los españoles no conquistamos a unos salvajes, sino grandes y orgullosos imperios: esos indios que llamamos aztecas, los mexica, los mayas, los toltecas zapotecas y otros que estaban en un nivel cultural que, en algunos aspectos, era superior a nuestras civilizaciones europeas. Tenían libros, grandes obras de arte, una ingeniería que les permitía mover bloques de piedra más grandes que casas por encima de las montañas, una astronomía más acertada y un calendario matemáticamente más preciso. Había carreteras más seguras y mejores que los pésimos caminos que atraviesan muchas de nuestras localidades, y sus edificios eran más sólidos. En otras palabras, aniquilamos civilizaciones de gentes cultas e inteligentes.

Miré al padre como si estuviese loco. Cualquier español sabía que Cortés había conquistado a unos salvajes desnudos e ignorantes que sacrificaban vírgenes y practicaban el canibalismo. Sin embargo, veía que Lizardi no estaba tan sorprendido como yo por la ignorancia del sacerdote. Marina me dedicó una mirada divertida mientras yo intentaba mantener el rostro impasible cuando el padre hacía esos escandalosos comentarios sobre los indios. De haber sido ella mi criada, le hubiese dado una paliza por semejante impertinencia…, después de haberle hecho el amor.

El padre nos mostró el lugar donde la loza —cuencos, tazas, cazuelas y jarras— se cocía en un horno.

—No se hacen mejores en la colonia —dijo. Señaló mis botas de cuero, aquellas que me había regalado la dama de negro, que yo estaba seguro que era mi dulce Isabel—. El trabajo de los indios en ese calzado es mejor que cualquier cosa producida en España o el resto de Europa. Las manos que hicieron esas botas son tan hábiles con el cuero y la arcilla como cualesquiera otras en el mundo. Incluso hemos importado moreras de China. Los gusanos de seda comerán el fruto blanco y nosotros, a su vez, utilizaremos los gusanos para tejer seda.

Con gran entusiasmo, explicó entonces el proceso de fabricar seda a partir de los gusanos.

—Los gusanos de seda son criados desde la larva hasta la madurez alimentándolos con las moreras. Construyen sus crisálidas produciendo una larga fibra continua y rodeándolas con ellas. Por increíble que parezca, cada pequeña crisálida produce una fibra muy fina de unos mil pasos de largo. Varias fibras se retuercen juntas para formar un hilo que después se hace tela.

El padre nos miró orgulloso.

—¿No es fantástico? Los aztecas producen un vino tan bueno como el de los viñedos de Jerez y sedas tan delicadas como aquellas hechas en Catay.

—También cerámica tan exquisita como la de los griegos —agregó Marina.

—Bueno, bueno —repuso Lizardi.

Mantuve el rostro inexpresivo. No me habría sorprendido si el sacerdote nos hubiese dicho ahora que sus indios estaban construyendo una escalera al paraíso. Era diferente de cualquier otro que yo hubiera conocido. Los demás sabían y hablaban poco más allá de los estrechos preceptos de su Iglesia. Cuando trataban temas alejados de dichos confines, a menudo estaban equivocados y siempre resultaban tediosos. Pero el párroco de la iglesia de Dolores era inteligente, entusiasta y enérgico. Cuando hablaba del viñedo, de la producción de seda y otros oficios, mostraba el fervor de un mercader y el intelecto de un erudito. Por supuesto, también estaba absolutamente loco. ¿Quién sino un loco enseñaría a los peones oficios para competir con el trabajo de sus superiores?

Cuando estábamos fuera del alcance del oído del padre, Lizardi susurró:

—¿Te das cuenta de que todo lo que has visto es ilegal?

—¿A qué te refieres?

—¿Dónde te has educado? Cultiva uvas para hacer vino, cría gusanos de seda, fabrica cerámica…, hasta tiene un huerto de olivos. Ya te lo he dicho, la colonia tiene prohibido producir todas estas cosas porque competirían con las exportaciones de la Península.

—España nos vende un vino que sabe a meados de burro a unos precios carísimos. El sacerdote sin duda tiene una dispensa especial del virrey.

—No, he oído hablar de él en la capital. Es conocido como un notorio defensor de los indios, pero camina por la cuerda floja. No conseguirá seguir mucho más con estas industrias ilegales.

Lo miré con expresión burlona.

—Estos proyectos no amenazan al imperio.

—Es su naturaleza, no el tamaño, lo que amenaza a los gachupines. El padre quiere demostrar que los peones son tan capaces como los españoles, que sólo les falta preparación y oportunidades. ¿Cómo reaccionarían los gachupines que conoces ante la idea de que los aztecas y los mestizos sean sus iguales?

La pregunta no reclamaba una respuesta. Ambos sabíamos que el virrey había mandado estrangular hombres en sus mazmorras por pecados menos graves.

—Hermano Juan, un día los hombres del virrey o la Inquisición detendrán al padre por su locura. Morirá en el patíbulo o en la hoguera. Sólo la lejanía de esta ciudad y sus hábitos de sacerdote lo han protegido de cualquier daño hasta ahora.

Lizardi volvió junto al sacerdote mientras Marina se acercaba. Miró mis botas de caballero. Fue una mirada intencionada. Fruncí los labios y sostuve su mirada.

—Tienes una sorprendente facilidad con el idioma.

No sabía a qué se refería, pero mordí el anzuelo.

—Hablo francés, latín y una lengua india. ¿Cómo lo has sabido?

—No me refería a ésos, sino a tu dominio de nuestro dialecto colonial y los idiomas y, como tú dices, también una de nuestras lenguas indias… Todo en un breve espacio de tiempo.

Me dedicó una sonrisa maliciosa que significaba muchas cosas, ninguna de ellas buena para mí. Sin duda había visto a través de mi disfraz de monje.

Desvié la mirada y me volví para unirme con Lizardi y el padre cuando una idea me golpeó con la fuerza de un martillazo: había visto al padre antes. Era el sacerdote que acompañaba a Raquel y que me había impedido pegarle al mendigo lépero.