DIECINUEVE

La luz brillaba en las ventanas del primer piso de la casa, pero, como yo había dicho, la planta baja estaba a oscuras. Los sirvientes estaban arriba, atendiendo a los cerdos que se habían apoderado de mi propiedad.

Hice entrar a Lizardi por la verja trasera para ir a las puertas del establo, como si la hacienda fuese mía, cosa que lo era en mi mente. En el interior había cuatro caballos. Había dos que no reconocí, sin duda pertenecientes a mis primos. Y otros dos que conocía muy bien: Tempestad y un castrado más pequeño al que había bautizado Latón por su color.

Ensillamos mis dos monturas. En un primer momento, Tempestad se apartó de mí, escarbando el suelo por el extraño olor que traía conmigo, pero muy pronto lo calmé con el arrullo de mi voz y una caricia de mi mano.

Cogí dos machetes de la sala de guarniciones y un puñal largo para mí. Las pistolas y los mosquetes los había guardado en la planta alta de la casa, pero tenía una bolsa de pólvora negra en el cuarto de los arreos, y la enganché en el pomo de la silla. Las únicas espuelas disponibles eran las rodajas de hierro de los vaqueros, que nos pusimos.

Hice que Lizardi montase primero.

—Yo guiaré mi caballo para abrir la verja y cerrarla cuando salgamos. Mantén tu caballo al paso en la calle. No queremos llamar la atención.

Llevé a Tempestad a las puertas del establo y las abrí. Me detuve en el acto. Un enorme perrazo negro me miraba. La bestia gruñó, ladró y vino hacia mí lanzándome dentelladas. Tempestad se encabritó. Yo no podía alcanzar mis cuchillos para matar al chucho. El perro retrocedió del semental, pero aulló lo bastante fuerte como para despertar a los muertos. Cuando monté a Tempestad, el perro continuó con su ataque con las fauces abiertas. Mi recurrente pesadilla de los sabuesos del infierno me había alcanzado para morderme.

Le clavé a Tempestad las espuelas y el caballo avanzó. Mientras salíamos a través de las puertas del establo, un hombre bajó corriendo la escalera de la casa, cargado con un mosquete.

—¡Alto! ¡Ladrón!

Me apuntó con el mosquete y yo tiré de las riendas para echarle a Tempestad encima. El hombre se apartó del camino, el mosquete se disparó y la bala voló hacia el cielo. Hice girar a mi caballo y lo llevé hacia la verja, con el maldito sabueso ahora ladrándole a Lizardi. Abrí la verja de un puntapié y salí a todo galope luchando por controlar al semental. Lizardi salió de pronto a través de la verja, con el perro ladrándole a los cascos traseros de su caballo y mordiéndole los flancos. Di media vuelta y fui a por el chucho. Cogí el machete y envié su alma de vuelta al infierno, donde estaba convenido que volvería a encontrarme.

Tempestad voló por la calle, adelantando al caballo de Lizardi.

Por docenas, los perros callejeros comenzaron un coro como si todas las arpías del infierno aullaran por salir. Los vecinos corrieron a las puertas, las galerías y las ventanas. Mientras nuestros caballos galopaban por los adoquines, sus herraduras levantaban chispas y apenas si podían encontrar donde aferrarse. Tuve que contener a Tempestad para evitar que resbalase.

Ahora nos perseguía un segundo perro, un monstruo manchado, grande como un mastín. Saltando a mi lado, erró mi pierna pero mordió la bolsa de pólvora negra. La bolsa desgarrada vació su contenido sobre el morro canino, haciendo que el chucho se detuviese.

Llevé a Tempestad hacia el norte fuera de la ciudad, y Lizardi me siguió. Detrás de mí, lo oí gritar:

—¡Hijo de puta, éste no es el camino a Ciudad de México! ¡Has vuelto a mentirme! ¡No tienes honor! ¡Eres un demonio lépero!

Ay, podía ver que ése iba a ser el destino de mi vida: tener a una jauría del infierno aullando siempre a mis talones y tener que mentir siempre a lo largo de la vida. Las circunstancias de mi salida de la ciudad no habían sido del todo de mi agrado, y no tenía la menor intención de ir hacia la capital. La carretera más transitada de Nueva España también sería la más vigilada. En cambio, había tomado la dirección opuesta.

Además, nuestra escandalosa partida despertaría a legiones de alguaciles —el equivalente humano a las jaurías del infierno— y yo comenzaba a sospechar que el gusano, como yo mismo, había nacido con mala estrella.

Cabalgamos una legua al norte a la luz de la luna hasta que nos vimos detenidos por la verja de una hacienda minera. Me volví entonces hacia el este y cabalgamos otra legua más. Cuando el terreno se hizo demasiado oscuro y áspero para arriesgarnos a una caída del caballo, le dije al rezongón de Lizardi que se detuviese y acampase en el suelo con la manta de su caballo.

—Este suelo es más duro que las piedras donde dormíamos en la cárcel —se quejó—. Hace frío, y no tenemos nada que comer.

—Te quejarías a san Pedro por las comodidades del cielo. —Me puse a cuatro patas y besé el suelo—. Esto es suelo libre; aquí no hay cepos, cadenas, latigazos o piojos.

—Moriremos envenenados por las serpientes y devorados por los jaguares.

Hice oídos sordos, me tumbé boca arriba y contemplé el cielo nocturno, la cabeza apoyada en la montura de Tempestad. A diferencia de Lizardi, yo estaba acostumbrado a dormir en suelo duro, pues lo había hecho en mis cacerías, aunque siempre había tenido el estómago lleno y un fuego para calentarme los pies.

Mientras contemplaba las estrellas, dije:

—Mañana será un nuevo día.

—¿Qué clase de comentario insensato es ése? Cada día es un nuevo día.

—He pasado los primeros veinticinco años de mi vida como Juan de Zavala, caballero gachupín del Bajío. Mañana seré algún otro, y quién sabe adónde me llevarán mis pies.

—Regresarás a Guanajuato con los pies por delante si nos pillan los alguaciles del rey.