Pasaron otros siete días, cada uno una agonía de trabajo forzado. Mi misteriosa benefactora, que en mi corazón sabía que era Isabel, pagaba mi celda privada y el sustento. Lizardi seguía sin tener noticias de su familia, y yo compartía mi cesto con él, diciéndole que lo consideraba un hermano. Era el hermano que nunca había tenido, que le estaba devolviendo aquello que había compartido conmigo del suyo. Estas declaraciones no eran del todo ciertas; él sólo lo había compartido conmigo por miedo de que le hiciese daño, y de haber sido el gusano mi hermano, desde luego le hubiese preparado un accidente mortal. Lo compartía con él porque sabía que con el tiempo Lizardi volvería a estar arriba y yo abajo. El caballero don Juan estaba aprendiendo a urdir como la escoria de la prisión.
En realidad no podía amar a Lizardi como un hermano porque él mostraba un sentimiento de superioridad racial: él era español, y yo, un peón. Aún no pensaba en mí mismo como perteneciente a las clases inferiores; estaba seguro de que yo era el verdadero Juan de Zavala y de que mi tío, en su enfermedad final, se había inventado la historia de los niños cambiados en venganza por el envenenamiento. Mientras agonizaba, sin duda había creído que yo lo había envenenado con toda intención.
La actitud de Lizardi me irritaba. Mostraba un desprecio especial por mi inteligencia, y no dejaba de machacar que era intelectualmente inferior. Algunas veces me trataba como si yo fuese un niño malo, demasiado inmaduro para los pensamientos serios. No se me pasó por alto que yo había tratado a mis sirvientes de la misma manera.
A medida que pasaban los días, mis pies, mis manos y mis músculos se endurecieron con el trabajo. Los hombros fornidos, los músculos abultados y las manos encallecidas que daban testimonio del trabajo duro eran poco elegantes entre los caballeros. La moda era una fina silueta a caballo.
Habíamos regresado de un día de trabajo y estábamos acabando mi comida y el vino cuando el carcelero llamó a Lizardi y le habló en privado. Mientras regresaba a nuestra celda, vi a lo lejos que sonreía, pero en el momento de acercarse, borró la sonrisa de su rostro y frunció el entrecejo.
—¿Qué noticias has recibido? —le pregunté al gusano.
—Mi familia me ha abandonado. Estamos condenados al galeón de Manila.
Le palmeé el brazo.
—Mientras vayamos juntos, para mí ya está bien. He llegado a pensar en ti como en el hermano que nunca he tenido. Compartir la muerte con mi hermano sería lo adecuado.
Era un maldito mentiroso. La noticia había sido buena pero no quería compartirla conmigo. La única buena noticia que se me ocurría era que había arreglado de alguna manera evitar la condena de muerte en Manila, quizá traicionándome de alguna manera. Para mí era un misterio: un hombre con el coraje de ofender al virrey y a la Iglesia con fieras palabras pero un cobarde físicamente.
Esperé hasta bien entrada la noche, cuando los únicos sonidos eran los ronquidos y los murmullos de los otros prisioneros, antes de hacer mi jugada. Lo sujeté y lo amordacé para evitar que gritase, y le apreté la nariz para que no pudiese respirar. Cuando comenzó a ponerse azul, le solté la nariz.
—Si haces ruido, te mato. ¿Lo comprendes? —Y sin soltarlo, susurré—: Amigo mío, hieres mis sentimientos cuando me mientes. Has recibido buenas noticias, y sin embargo, me engañas. Ahora debo hacerte daño.
Sujetándolo con el codo, saqué un insecto del frasco donde había venido la fruta en compota y se lo metí en la oreja. Comenzó a moverse. Dejé que se pusiera de lado y se golpeara el costado de la cabeza para quitarse el insecto. El bicho cayó y se alejó.
—¿Sabes qué era eso, gusano? La clase de insecto que entra por la oreja y se mete en los sesos. Tengo un frasco lleno. Ahora dime qué te dijo el carcelero o te los echaré en las orejas y dejaré que te coman los sesos.
Estaba seguro de que veía el blanco de sus ojos incluso en la oscuridad. Casi me eché a reír. Aflojé la mordaza y dejé que respirase.
—¿Cuál es la buena noticia? ¿Tu padre ha accedido a ayudarte?
—Sí, pero…
—Chis, no tan alto. ¿Cómo lo harán?
—Otro ocupará mi lugar.
—¿Quién?
—No importa. Una de esas repugnantes criaturas será José Lizardi por un día. Le pagarán y me reemplazará.
Asentí.
—Ah, cambiaréis los lugares. A él lo meterán en la carreta para Acapulco y el galeón de Manila y a ti te enviarán a trabajar en las calles. Al final del día, te soltarán como a un vulgar borracho que ha cumplido sus tres días. Es así, ¿no?
—Sí.
Lo solté.
—Eres un animal repugnante —gimió, escarbándose el oído—. Eres violento y peligroso. De verdad creo que asesinaste al hombre que creías que era tu tío.
—Pues cree esto: te mataré a ti si me traicionas de nuevo.
—¿Cómo te he traicionado?
—¿Acaso no te he protegido? ¿Compartido mi cesta contigo? ¿Pensado en ti como si fueras de mi propia sangre, incluso mi hermano?
—No soy tu hermano. Soy un criollo, no un peón.
—Continúa difamando mi sangre y serás un criollo muerto. Ya veremos cómo es el color de tu sangre cuando mane de tu garganta.
—Puedo hacer que venga el carcelero con un grito.
—Eso es todo lo que podrás hacer. Será tu último grito porque te arrancaré la lengua. —Me acerqué—. Además, te arrancaré los ojos con los pulgares.
—Animal —murmuró.
—¿Has pensado en lo que harás en la calle? Podrás pagar para salir de la cárcel, pero ¿qué harás una vez obtengas tu libertad? Idiota como eres, no conseguirás salir de la ciudad.
—Ya me las apañaré.
Comprendí por su voz que tenía dudas.
—Te soltarán al anochecer. ¿Crees que podrás quedarte en una posada por la noche y marcharte de la ciudad al día siguiente? Eres un forastero, los alguaciles te descubrirán de inmediato. No puedes escapar sin un caballo, y no conoces suficientemente la ciudad para escaparte incluso aunque lo tuvieses. Yo tengo caballos en la ciudad, preparados y esperando.
Permaneció callado durante un buen rato, luego preguntó:
—¿Qué quieres?
—Que pagues la fuga de los dos. Yo me ocuparé de que estés bien montado y te pondré en la carretera a México.
—¿Y si rehúso?
—Te mataré.
Mi tono me sorprendió y heló la sangre de Lizardi. No había ninguna duda de que cumpliría con la amenaza.
En las sombras de las mazmorras la vida parecía menos sagrada.
—¡José de Lizardi! ¡Juan de Zavala!
Había dos mestizos delante de mí, y los pinché con el dedo a cada uno en la espalda al tiempo que susurraba:
—Vosotros dos.
Los mestizos habían sido recogidos de la cuneta tres días antes. Los escogimos porque los guardias iban a soltarlos ese día, e incluso sobrios, tenían el entendimiento apagado, la visión borrosa, los cerebros confundidos por décadas de bebida.
A cambio de unos pocos pesos y la promesa de muchos más, incluido un viaje a Ciudad de México y un recorrido por las pulquerías, aceptaron ocupar nuestros lugares. La capital era un lugar de fábula para esos dos léperos que nunca habían ido más allá de las cunetas de Guanajuato.
No me pasó por alto que, por segunda vez en mi vida, había vuelto a intercambiarme por otra persona.
Le sonreí a Lizardi mientras se llevaban a los hombres, encadenados para el viaje a México y desde allí a Acapulco y al galeón con destino a Manila.
—Espero que les gusten las frescas brisas marinas —dije—, y que sepan nadar.
—Los carceleros de la capital sabrán que han sido engañados.
—Estaremos montados en nuestros caballos y de camino para entonces.
Pocos minutos más tarde, formamos con el otro casi centenar de presos. Dado que se suponía que éramos unos vulgares borrachos, nadie nos puso grilletes. Esta vez nos llevaron a unos campos en las afueras de la ciudad, donde acampaban las caravanas de mulas que transportaban los productos por toda Nueva España. Las mulas lo llevaban casi todo, ya fuese importado o exportado, a través de la colonia. El otro sistema de transporte eran las espaldas de los indios.
En el campo, debíamos cargar estiércol en los carros. El estiércol era llevado a agricultores y ganaderos para utilizarlo como fertilizante. En tiempos pasados, el hedor nos hubiese tumbado a ambos, pero en realidad olíamos peor que el estiércol, y el hecho de que era nuestro último día en el infierno compensaba la pestilencia.
Una hora antes del anochecer, los guardias nos hicieron formar para emprender el camino de regreso a la ciudad.
—Deberíamos volver aquí esta noche y robar las mulas para nuestra huida —me susurró Lizardi mientras caminaba.
—Ya te lo dije, nos marcharemos con mis caballos.
—No entiendo cómo puedes tener caballos todavía si tu…
—Los caballos son mi especialidad. Tú sólo piensa en el próximo panfleto que escribirás cuando regreses a la capital.
Ya era de noche cuando llegamos al centro. Cuando los guardias hicieron una pausa para fumar, Lizardi y yo fuimos liberados con los otros borrachos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lizardi.
—A una pulquería con toda esta basura. ¿Tienes los pesos que el carcelero te pasó de tu familia?
—Sí, pero no voy a gastarlos en esa ponzoñosa bebida azteca.
—Si dan la voz de alarma, una pulquería será el último lugar adonde vayan a buscar a dos españoles.
Me miró por incluirme a mí mismo como español, pero sabiamente no me corrigió.
—¿Qué pasa con nuestros caballos? ¿Cuándo iremos…?
—Más entrada la noche, para que no nos vean en las calles. —Le di una palmada en la espalda—. Deja de hacer preguntas, gusano. Somos libres. Disfrútalo. Mañana quizá nos pesquen y nos cuelguen.
Dejamos la pulquería en plena noche y caminamos por las calles desiertas de la ciudad. Lizardi había estado inquieto, pero yo insistí en no marchamos antes. Las calles donde vivían los ricos estaban vigiladas por la noche por los serenos que caminaban provistos con una linterna. Si bien la vela de la linterna ofrecía poca luz, identificaba a los serenos, a los que los propietarios de las casas podían llamar si había problemas. Los serenos no entraban de servicio hasta las diez de la noche. Aún nos quedaba una hora para buscar mis caballos antes de ese plazo.
—¿Adónde vamos? —susurró Lizardi—. Sigo sin entender cómo puedes tener caballos si te quitaron todo lo demás.
—Vamos a recuperarlos.
Él se detuvo en seco.
—¿Qué estás diciendo?
—Vamos a robar dos de mis caballos.
—¿Robar? Creía que tu mujer quizá había preparado caballos. No voy a robar un caballo, eso va contra la ley.
Eso era divertidísimo.
—Veo que prefieres que te cuelguen antes por ser una rata de biblioteca que un ladrón.
—No voy a robar un caballo.
—Entonces, adiós, amigo. Sigue tu camino.
—No puedes abandonarme; dijiste que para ti era como un hermano.
—Mentí.
—Tenemos pesos. ¿Por qué no comprar dos mulas?
—Necesitamos buenos caballos. Unos que puedan dejar atrás a los alguaciles si nos persiguen. ¿Has pensado en las carreteras que salen de la ciudad? A menos que viajes en un grupo numeroso, eres presa fácil de los bandidos. Nuestros caballos los dejarán atrás. Antes de que me encarcelasen, tenía los mejores caballos de la ciudad. Vamos a ir a mi casa a buscarlos.
—Pero no nos dejarán entrar sin más y llevárnoslos. Dijiste que tus primos se habían hecho con tu casa y que te odiaban.
—Ahora mismo están sentados a la mesa cenando, atendidos por los sirvientes. Sólo habrá un hombre en el establo. Cuando cae la noche, se marcha de la casa y va a una pulquería donde se reúne con otros de su clase. Los caballos serán nuestros para ensillarlos y marchamos.
Lizardi murmuró una plegaria mientras continuábamos caminando por la calle.
—Ten coraje, gusano. Don Juan de Zavala, gentilhombre y caballero, te protegerá y te defenderá.