DIECISIETE

—Te envían a Manila —me dijo el notario.

Era el día siguiente, y de nuevo tenía una audiencia con él. Lo miré, preguntándome de qué estaría hablando.

—¿Manila?

—Desde luego tienes educación suficiente para saber dónde está Manila. Es la capital de nuestra colonia llamada Filipinas.

—Sé muy bien dónde está Manila —repliqué.

En realidad, todo lo que sabía de las Filipinas era que estaban en algún lugar a través del vasto océano Pacífico, cerca de Catay, la tierra de los chinos. Recordé haber oído otras cosas de esa colonia —todas malas—, pero en el momento, mi mente se había quedado en blanco. La llamada para presentarme frente al notario me había pillado por sorpresa. Que me dijesen que me iban a embarcar hacia otra ciudad en una tierra distante en lugar de colgarme me había paralizado. Quizá habían discernido mi inocencia.

—Han comprobado que no mentía, ¿no es así?

El notario se llevó el ramillete a la nariz con un gesto de desagrado.

—Has causado una multitud de problemas y consternación. Algunos desean que te juzguen y después te ahorquen. Otros quieren entregarte a la Inquisición para que te torturen a fondo y te quemen en la hoguera.

—¿La Inquisición? ¿Qué he hecho contra Dios y la Iglesia?

—Existir. —Se esforzó por mantener la compostura—. Puedes dar gracias a Dios de que el virrey no te ahorque y los inquisidores no te quemen vivo…, después de destrozarte en el potro.

—No he hecho nada malo —insistí, empecinado.

—Sal de aquí, cerdo, antes de que ordene que te pongan en el potro, te azoten, te castren y te descuartice yo mismo.

Lizardi esperaba en la cola para ver al notario.

—Me envían a Manila —le susurré cuando pasé por su lado.

Abrió la boca y trazó la señal de la cruz sobre su pecho.

«¿Qué le pasa a éste? —me pregunté—. Tengo buenas noticias y actúa como si me hubiesen sentenciado a la hoguera sagrada del auto de fe de la Inquisición».

Volví a mi celda y me tumbé en mi jergón de paja; Lizardi y yo estábamos otra vez en nuestra pequeña celda privada. Alguien —Isabel, no había duda— estaba pagando de nuevo para que me diesen comida y un trato decente. También estaba seguro de que ella había arreglado mi viaje a Manila y de que se reuniría conmigo allí.

Cuando Lizardi volvió, estaba blanco como el papel, y con el rostro descompuesto y contraído.

—¿Qué pasa?

Lúgubre a más no poder, se santiguó de nuevo.

—A mí también me han sentenciado a Manila.

—¿Y? Nos enfrentábamos al verdugo, y nos han salvado. Ahora podemos…

—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —Se dejó caer a mi lado y se frotó el rostro con las manos.

—¿Qué tiene de malo Manila? —pregunté.

—Es una condena a muerte.

Sacudí la cabeza.

—¡Mierda de toro! Manila es una colonia española como Nueva España…

—No, no como Nueva España. Es una selva a cinco mil leguas de aquí, un viaje al que muchos prisioneros no sobreviven. Encadenados en la sentina del barco, los prisioneros pasan la mitad del tiempo chapoteando en agua sucia y la otra mitad luchando contra las ratas. Los supervivientes son vendidos como esclavos a las plantaciones en las selvas donde las fiebres, las serpientes y las arañas matan a más hombres que el camino de Veracruz, donde acecha el vómito negro. —Se tendió en su jergón y cerró los ojos—. Después están los terribles salvajes que comen carne humana.

—Ya aparecerá algo.

—Nuestros cuerpos. Colmarán con plata la mano del capitán del galeón y, tan pronto como la nave salga del puerto, nos cortarán el cuello y arrojarán nuestros cuerpos por la borda. —Me miró, aterrorizado—. No estamos destinados a sobrevivir a ese viaje.

Me eché a reír.

—Veo que ya no eres sólo un gusano y un panfletista, sino que también eres un adivinador de la suerte, como las gitanas de Europa.

Una criada india que una vez me había cuidado cuando era niño me dijo que su gente creía que las criaturas más inteligentes del mundo eran los gusanos que se comían los libros. Nunca había visto un gusano en un libro, pero era así como veía a Lizardi, un gusano del conocimiento.

—Juan, no entiendes la maldad porque fuiste criado entre algodones aquí en Guanajuato, protegido por el dinero y consumido sólo por tus deseos. Nunca has tratado con los políticos de la capital, donde el virrey y el arzobispo mandan estrangular a los disidentes en sus celdas por la noche.

Se sentó y me miró a los ojos.

—Tienen que librarse de nosotros, ¿no lo ves? No quieren que tengamos un juicio público, darme un foro para criticar su régimen corrupto, sufrir la vergüenza de haberte aceptado como un gachupín. ¿Qué mejor manera de librarse de nosotros que una condena a Manila? Todos saben que nadie regresa del exilio. Si morimos en ruta a aquellas lejanas islas…, nadie levantará una ceja.

Mis instintos gritaban que él tenía razón. Nos cortarían el cuello y nos echarían a los peces antes de que estuviésemos una legua mar adentro.

Era una condena a muerte, no la salvación.

—Señor —dije—, estamos condenados.

Lizardi asintió.

—Finalmente comienzas a entender la vida en Nueva España.