Mientras arrastraba otro saco de piedras hacia el lugar de la obra, un coche de paseo llamó mi atención y me obligó a detenerme. Uno de los más lujosos carruajes abiertos de la ciudad llevaba a la mujer más hermosa que había visto jamás. Más importante aún, yo conocía a esa mujer.
—¡Isabel!
Lizardi me miró, boquiabierto. Corrí…, no, cojeé con los grilletes hacia el carruaje que se acercaba, gritando su nombre una y otra vez.
Isabel medio se levantó en el coche, mirándome atónita mientras corría hacia ella. Soltó un grito y se echó hacia atrás al mismo tiempo que el cochero fustigaba a los caballos. El carruaje avanzó hacia mí, dando botes en la carretera sin pavimentar, arrojando a Isabel y a una señorita sentada frente a ella a un lado y a otro del vehículo.
Esquivé los caballos y el coche y me sujeté a un costado de la puerta, tambaleándome a su lado mientras se movía.
—¡Soy yo, Isabel!
Ella lanzó un grito de horror y me golpeó con su sombrilla. Un caballero, que cabalgaba detrás del coche, cargó contra mí con su montura. Vi venir al caballo y al hombre y solté la puerta. Eludí al animal, pero mis piernas encadenadas no se movieron lo bastante rápido para evitar el golpe. El jinete me pegó en la cabeza con el mango lastrado con plomo de su fusta al pasar. Me tambaleé y caí, casi sin sentido. Golpeé contra el suelo con todo el peso y rodé, sangrando de la cabeza.
Antes de que pudiese levantarme, un guardia se me echó encima para pegarme con la culata del mosquete. Acepté la paliza en estoico silencio, porque la resistencia no haría más que exacerbar mi castigo. Sólo cuando el capataz sujetó el mosquete del hombre, el guardia desistió.
—Pago por el trabajo de este hombre. Si lo dejas lisiado, me tendrás que pagar por el trabajo perdido.
Con eso, pude levantarme, aunque mareado, y volver tambaleante al trabajo. Trabajé como nunca, con la cabeza gacha, avergonzado de ver en lo que me había convertido, avergonzado de ver lo que le había hecho a la pobre Isabel. No era extraño que se asustase, idiota como había sido al cargar contra su coche como un animal salvaje. Ella no me había reconocido, de eso estaba seguro, porque de haber sabido que era yo, le hubiese ordenado al cochero que parase. Después de todo, ¿no me había enviado ella la comida y el jergón?
Lizardi me propinó un codazo.
—Estás remoloneando. Sigue trabajando o te darán otra paliza.
Me agaché sobre mis rodillas ensangrentadas y coloqué las piedras en posición. Mientras trabajábamos, me preguntó:
—¿La señorita es tu amada?
—Sí, ha capturado mi corazón.
—Capturado y picado en pedacitos, por lo que he visto. Junto con la mayor parte de tus sesos.
Lo miré furioso.
—Vigila tu lengua, o te la cortarán.
Él enarcó las cejas.
—Sólo me pregunto si el deseo de tu corazón te desea tanto a ti como tú a ella. Gritaste su nombre, sin duda reconoció tu voz…, pero no pareció complacida de verte.
—No me reconoció. —Me golpeé el pecho sobre mi corazón—. Conozco a esa mujer, nuestros corazones laten al unísono. Si se lo pidiese, se arrojaría a la guarida de los leones. —Lo miré, burlón—. Tú no lo comprendes, miserable gusano erudito. Ninguna mujer te querría porque tienes los cojones como guisantes.
Volvimos a la cárcel, arrastrando cansinamente los pies, un paso y después otro. Lizardi se sujetaba a la cintura de mis pantalones para mantener el paso. Su sedentaria vida de erudito no lo había preparado para el trabajo pesado, y si bien mi vida había sido activa, lo había sido sobre un caballo. No estaba habituado a cargar y arrastrar. Dejaba huellas sanguinolentas en mi estela.
Lizardi murmuraba detrás de mí, algunas veces rezaba, otras se lamentaba de cómo la Fortuna, la puta del azar, había lanzado los dados contra él.
De haber tenido fuerzas, me hubiese burlado de sus tristes manifestaciones. Si la diosa Fortuna había hecho trampa en el juego de la vida contra alguien, ése era Juan de Zavala, ¿no?
Más tarde, ese mismo día, nos detuvimos para hacer un descanso, sentados en la cuneta, mientras los guardias fumaban, bebían vino de las botas y hablaban con un par de putas, probablemente discutiendo el precio. Yo me había acostado con una de ellas hacía unos meses. Uno de los guardias interrumpió las negociaciones. Desenrolló un trozo de papel y leyó una docena de nombres. Cuando decía el nombre de un prisionero, el preso se marchaba calle abajo. Más de la mitad del grupo de trabajo se marchó.
—Borrachos —le dije a Lizardi—; trabajan sólo tres días y luego los sueltan.
Un indio con pantalón y camisa de algodón blanca sin cuello y las sandalias de cuero de su clase se me acercó.
—Para ti, señor.
Dejó caer un par de botas delante de mí.
—¿Qué…? —miré las botas sorprendido.
—De la señorita —dijo señalando calle arriba, donde una mujer vestida de negro con la cabeza cubierta con el tradicional pañuelo largo desaparecía por una esquina.
Pregunté su nombre, pero el azteca se marchó sin responder. Me apresuré a calzarme las botas. Estaban usadas pero eran fuertes. Los zapateros indios habían trabajado el cuero color canela hasta dejarlo suave como un guante; eran las botas de un caballero, similares a las que me habían robado en la cárcel.
El somnoliento Lizardi se despertó cuando me las calzaba.
—¿De dónde las has sacado?
—Maldita cucaracha, mariconazo —dije jovialmente, sin pretender insultar, porque estaba muy contento—. ¿No te he dicho que Isabel no me abandonaría?
—¿Ella te ha traído las botas?
—Un mensajero, pero estoy seguro de que las envió ella. —Le di un codazo—. Está cambiando mi suerte. La diosa Fortuna ha vuelto a lanzar los dados y esta vez seré ganador. Muy pronto saldré de esta cárcel, hecho todo un caballero, y con mis derechos recuperados.
—Estás loco.
No hice caso de su cinismo. Las botas habían redimido mi fe en Isabel. Con toda sinceridad, el gusano de la duda había entrado en mi cerebro cuando ella no me había reconocido —ay, me golpeó con la sombrilla y gritó—, pero no, era mi verdadero amor, fiel y decidida, dispuesta a arrojarse a los leones por mí. Aunque no había visto lo bastante a la mujer de negro para identificarla, nadie más en la ciudad me hubiese ayudado excepto mi santa Isabel.
El mundo de pronto volvía a brillar. Me sentía fuerte y más capaz de enfrentarme a mi próxima prueba infernal. No obstante, no había considerado que el virrey también hablaba en Nueva España con palabras que los sordos podían escuchar y los ciegos ver.