QUINCE

Dos días más tarde se produjo otro desastre.

—Anoche le di mis últimas monedas al carcelero —dijo Lizardi—. Nos echarán de nuestro cómodo aposento y tendremos que unirnos —olisqueó en dirección a la chusma— a ellos.

Yo había devorado mi propio cesto de comida, y no me habían traído más. Lizardi, que había estado antes en la cárcel, me explicó que la persona que enviaba la comida debía de saber a quién, además de cuánto, pagarle o de lo contrario el paquete acabaría en las manos equivocadas. Yo sospechaba que Isabel todavía me enviaba los cestos de comida, pero no sabía la manera correcta de hacerlos llegar a mis manos.

—¿Qué hay de tu familia? —pregunté.

—Están en la capital. Les envié un mensaje. Mi padre detesta mis inclinaciones políticas y me ha desheredado.

—¿Cuántas veces te han arrestado?

—Dos. Verás, amigo, ambos estamos en la misma situación. Me enterrarán vivo en sus mazmorras o me cortarán el garguero. Quizá primero me juzguen, pero mi destino está asegurado. Tu caso, en cambio, nunca verá la luz.

Como si hubiese oído nuestros susurros, de pronto apareció el carcelero.

—Fuera de aquí, miserables léperos. La mejor habitación de esta excelente posada ha sido reservada por otro huésped.

El nuevo prisionero era un gigantesco y mal entrazado tendero mestizo que se había metido en problemas por trampear en los impuestos. No parecía ser alguien al que pudiese manejar con la misma facilidad que a Lizardi, así que me marché con él a nuestro nuevo hogar, un espacio lo bastante grande para apoyar el culo en el suelo y la espalda en la pared.

Lizardi gimió y ocultó la cabeza entre los brazos.

—Lo peor de todo es que soy un español de pura sangre, educado en la universidad, que se ve obligado a vivir en condiciones repugnantes entre vosotros, miserables léperos.

Le di un golpe en el costado de la cabeza.

—Si vuelves a insultarme, te meteré la cabeza en el cubo de mierda.

No obstante, no sentía malicia alguna hacia el hombre. Había descubierto que tenía un gran coraje cuando se trataba de manifestar ideas, aunque era más cobarde que el perro más vulgar cuando de violencia física se trataba. Encontraba su valor verbal y su timidez física una curiosa combinación. Yo, por otro lado, era valiente como un toro pero carente de ideas, filosofías y ardientes creencias. Funcionaba solamente en el aquí y ahora, vivía al día, tomaba lo que deseaba y descartaba aquello que me aburría. No tenía ningún interés por la religión, la política, el gobierno colonial, los derechos divinos de los reyes o por si el papa era la mano escogida de Dios, aunque me veía obligado a oír hablar a Lizardi de esos temas durante horas y horas. Sin embargo, el panfletista no había conseguido inculcarme sus ideales; yo seguía sin creer en nada. Al menos, ahora lo sabía.

Lizardi dormitaba cuando entró el carcelero y nos ordenó a todos que formásemos una fila.

—Trabajo en la carretera —anunció.

—¿Qué es eso? —me preguntó Lizardi después de que se hubo marchado el carcelero.

—Trabajos forzados para bestias de carga. El alcaide alquila los prisioneros a las empresas. Tenemos que trabajar para el contratista que repara las carreteras.

—¿Cuán a menudo hacemos esto?

Me encogí de hombros.

—Ésta es la primera vez que me seleccionan.

—Soy un criollo. Esto es un ultraje. Hablaré con el alcaide.

—Hazlo. Cuanto más piensen en ti, antes te colgarán. Por supuesto, te colgarán con una cuerda nueva, porque tu sangre es muy blanca.

Un guardia me colocó los grilletes en los tobillos junto con una cadena de medio metro, y luego también le puso grilletes a Lizardi. Sólo nosotros los llevábamos. El alguacil había reunido al resto de los prisioneros de las cunetas después de una noche de borrachera; no correrían más allá de la próxima pulquería.

Nos sacaron de la cárcel en fila india. Salimos a la cegadora luz del sol y respiré una gran bocanada de aire fresco, el primer aliento que había tomado en siglos sin que estuviese contaminado con los efluvios de la prisión.

Me miré las manos y los pies desnudos. Mi piel estaba roñosa. ¡Ay de mí! Cómo debía de oler. Las calles me parecían desconocidas, aunque había pasado por ellas centenares de veces. Ahora las veía de otra manera, observaba detalles que nunca antes había visto: los colores más brillantes, más definidos, más chillones; los olores más acentuados, más penetrantes, más distinguibles; las personas más vividas, más animadas, más vibrantes.

En el pasado, siempre había estado tan centrado en mí mismo y en mi posición en la vida, casi siempre cabalgando por encima de la multitud en un magnífico caballo, que no había observado el mundo a mi alrededor. Ahora miraba a las personas en la calle mientras se apartaban de nuestro camino y lejos de nuestro olor. Me pregunté si habrían oído hablar de mí, si les habrían contado la gran mentira de Juan de Zavala.

Sentía muy poco respeto por la gente vulgar, incluso por los respetables, que eran tenderos y empleados. Ahora me pagarían, me retribuirían en mi ejecución. Los ahorcamientos eran espectáculos públicos, y lucharían contra la chusma para ver cómo se abría la trampilla y mi cuello se partía… bien de cerca.

Marchamos hasta la carretera que llevaba al paseo. Una tormenta la había inundado y debíamos pavimentarla con adoquines. Cuántas veces había recorrido esa carretera montado en Tempestad, saludando a las señoritas a lo largo del camino.

Ahora lo hacía sucio, descalzo y con grilletes, con mis pies heridos y sangrantes para cuando llegamos a la calle. Intenté no hacer caso del dolor y recordar los días en que cabalgaba como un caballero con una preciosa montura negra debajo de mí, cuando aterrorizaba a los sirvientes y emocionaba a las señoritas que se reían y se ocultaban detrás de los abanicos de seda china cuando les prometía matar a ingleses y dragones por ellas.

Mis ensoñaciones fueron interrumpidas por un grito del capataz del contratista. Estaba delante de una hilera de carros cargados con adoquines.

—Les pago a estos desgraciados para que trabajen y trabajarán. La primera vez que cualquiera de ellos haraganee o se busque problemas, probará mis botas. Si lo vuelvo a pillar, probará mi látigo.

Descargamos los adoquines de los carros en sacos y los llevamos hasta el lugar del trabajo, al final de la calle cortada. Allí, los prisioneros cavaban pequeños agujeros y luego colocaban los adoquines en ellos. Muy pronto, mis pies se habían llagado. Los pies de Lizardi estaban protegidos por botas, pero sus manos, como mis pies, estaban cubiertas de ampollas y sangraban.

—Las manos que sostenían la pluma de la verdad están rojas con la sangre del cautiverio —dijo con una mueca.

—Guárdatelo para tus panfletos —murmuré.

Mientras trabajaba, los jóvenes caballeros a caballo y las ricas señoritas en carruaje pasaban por nuestro lado. Reconocí a muchos de ellos, pero ninguno, gracias a Dios, reconoció a la sucia y maloliente criatura con las manos llagadas y los pies sangrantes que se tambaleaba bajo las cargas de piedras, aunque por un momento permanecí inmóvil por la vergüenza y la sorpresa.

Boquiabierto al ver a mis antiguos conocidos vestidos con sus ricas prendas, cabalgando sus elegantes caballos, deseé poder comer tan bien como sus animales…, hasta que el capataz me dio una patada en la espinilla lo bastante fuerte como para romper la piel y lastimar el hueso.

—¡Muévete, cerdo!

Volví al trabajo, con la pierna sangrando donde el capataz me había golpeado. Un par de semanas antes, si un hombre me hubiese dado una patada, yo habría… Ay, ésa había sido otra vida, otro mundo.

Una noche, eones atrás, durmiendo bajo las estrellas con los vaqueros de mi hacienda, uno de ellos describió el infierno azteca, el submundo donde las personas sufrían una prueba tras otra: nadaban en ríos turbulentos, se arrastraban entre letales serpientes, libraban guerras, se enfrentaban a los jaguares y a otras brutales pruebas. Llamó a ese infierno Mictlán, y me pregunté si por alguna jugarreta del cielo o del infierno los dioses aztecas me habían arrojado a mí allí.

Las nueve regiones del horror y el tormento de Mictlán se debían superar, según el vaquero, antes de que una persona lanzada allí pudiese encontrar la paz. Sólo después de años de terribles tormentos y soportar pruebas llegaría la persona al lugar del olvido, donde un dios oscuro de una región infernal destrozaría su alma, no para que ésta pudiese ascender al cielo, sino para que no sufriese más.

Quizá mi destino era que Mictlán pusiese a prueba mi decisión con un siniestro tormento tras otro, sólo para encontrar en el final no el paraíso, sino la noche eterna.