CATORCE

El nombre de mi compañero de celda era José Joaquín Fernández de Lizardi. Tenía treinta y dos años y había nacido en Ciudad de México. Si bien sus padres eran criollos y afirmaban estar estrechamente vinculados con las familias más ricas de la ciudad, ellos mismos no eran ricos. Como se dice de aquellos de medios modestos emparentados con familias ricas, tenían la cabeza en las nubes y los pies en el fango.

Su madre era hija de un librero de Puebla. Su padre, un médico de Ciudad de México. La mayoría de los doctores eran criollos, porque se trataba de una profesión de poca estima, aunque aquellos que tenían reputación de sanadores podían ganarse bien la vida. Muchas personas preferían a los barberos cuando necesitaban una sangría o que les aplicasen sanguijuelas, y la mayor parte de las cirugías eran realizadas por ellos.

Yo conocía a los de su clase. Era un don nadie, un criollo de una familia con rostros españoles pero sin propiedades importantes. No pobres, desde luego, pero tampoco con la posición de un hacendado y caballero. Con toda probabilidad, poseían un pequeño carruaje abierto tirado por un solo caballo —a diferencia de los grandes carruajes dorados que usaban las personas de clase—, y seguramente vivían en una modesta casa de dos plantas, con un pequeño patio delantero, y se las apañaban con un único sirviente.

No se sentarían nunca a la mesa del virrey y, por supuesto, no ascenderían a los altos rangos de las reales fuerzas españolas o siquiera de las milicias. Nunca poseerían monopolios sobre productos o servicios controlados por el gobierno, licencias que manipulaban los precios, los mercados y el abastecimiento de aquellos bienes y servicios. Las personas como sus padres eran los tenderos, los maestros, los pequeños ganaderos, los sacerdotes, los mezquinos burócratas de Nueva España, y formaban los rangos inferiores de los empleados de nuestras oficinas. Sus hijos —al menos aquellos que no los seguían como tenderos o fracasaban en el sacerdocio— eran a veces letrados, jóvenes instruidos, eruditos como ese que estaba sentado a mi lado en la celda, un hombre educado por los libros pero sin sentido común.

Cuando me contó por qué lo habían arrestado, pregunté:

—¿Un panfleto? ¿Estás en la cárcel por algo que escribiste? ¿Cómo se puede arrestar a alguien por algo escrito en un papel?

Lizardi sacudió la cabeza.

—Eres muy ignorante. ¿No has oído hablar de la revolución del ochenta y nueve, la revuelta durante la cual los franceses mataron al rey e instauraron la república? ¿De la revolución de 1776, el año de mi nacimiento, cuando los norteamericanos se levantaron contra el rey inglés y se declararon independientes? ¿No sabes nada de política, de los derechos de las personas, de los males perpetrados contra ellas?

—Confundes indiferencia con ignorancia. Sé de todas esas cosas, lo que ocurre es que no me importa la política ni las revoluciones, que son preocupaciones de los tontos y los ratones de biblioteca como tú.

—¡Ah, tu desinterés sólo confirma tu ignorancia! Es por gente como tú por lo que gobiernan los tiranos y no se enmiendan los males.

Y continuó con su discurso. Lizardi era un universitario que sabía latín y griego, que sabía de los filósofos y los reyes y, sin embargo, no sabía nada de la vida. Conocía los derechos del hombre pero no sus ritos. Era mal tirador, terrible jinete e incluso peor espadachín. No sabía tocar la guitarra, ofrecer una serenata a una mujer, y escapaba de las peleas con el rabo entre las piernas.

Su único coraje fluía de su pluma al papel, derramando tinta negra en lugar de sangre roja. Sangraba panfletos llenos de poemas, fábulas, diálogos, lecturas morales y política. Al final, su escritura había hecho que acabase con los huesos en la cárcel.

—Escribí una crítica de los privilegios de que disfrutan los gachupines y la tolerancia del virrey ante la situación. A los criollos se nos impide alcanzar nuestras ambiciones. Los gachupines vienen aquí desde España y son poco más que invitados temporales. Cuando dejan a sus familias en casa, sólo permanecen el tiempo necesario para engendrar bastardos y acumular riquezas. Usurpan los altos cargos de nuestro gobierno, universidades, ejército e Iglesia. Roban nuestros comercios, minas y haciendas, al tiempo que desprecian a los criollos.

»La razón para el sistema no tiene nada que ver con la pureza de sangre. La Corona española quiere el indiscutible control de la colonia, nada más. ¿Por qué sino se le niega a Nueva España el derecho a cultivar olivos para hacer aceite y vides para el vino? ¿Por qué se nos prohíbe fabricar las herramientas que utilizamos? Nos obligan a comprar productos procedentes de la Península incluso cuando podemos hacerlos aquí más baratos.

Escuchar sus quejas me recordó que yo también había llevado y utilizado las afiladas espuelas.

—Volqué mis pensamientos en el papel y publiqué un panfleto en México —añadió Lizardi, refiriéndose a la capital—. Desafié al virrey, exigiendo que pusiese remedio a esas desigualdades prohibiendo la opresión gachupina y decretando que nadie viniese de España a buscar fortuna a menos que tuviese la intención de quedarse. Reclamé que se le permitiese a la colonia plantar y fabricar lo que necesita y competir con los productos españoles, exportándolos incluso a la Península.

»Por supuesto, el virrey rechazó mis ideas. Cuando me enteré de que los oficiales de la audiencia buscaban mi arresto, escapé de la ciudad. Me atraparon aquí en Guanajuato esta mañana. Los traidores informaron de mi presencia.

—¿Te reconocieron?

—No, todavía me quedaban muchos panfletos. Los informantes me vieron, y me arrestaron cuando los distribuía.

—¡Ah! ¡Y tú me llamas a mí ignorante! —Me rasqué.

—¿Por qué te pica tanto? —preguntó.

Me quité un piojo del tobillo.

—Éste me encuentra apetitoso. Tú alimentarás a sus hermanos esta noche.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó—. Veo que, a pesar de tu ignorancia y altivez, hablas y tienes los modales de un caballero. ¿Qué crimen cometiste?

—Asesinato.

—Ah, por supuesto, un asunto del corazón. ¿Mataste a la mujer o a su amante?

—Me acusan de matar a mi tío.

—¿Tu tío? ¿Por qué ibas…? —Me miró—. ¡Ay de mí! Sé quién eres. Eres ese rufián, Zavala.

—¿Has oído hablar de mí? Dime, ¿qué sabes?

—Que eres un impostor, que fingiste ser un gachupín, convenciste a un viejo de que eras su sobrino y luego lo mataste por su dinero.

—Eh, ¿también has oído que violé a las monjas y robé a los huérfanos?

—¿También has cometido esos crímenes?

—No he cometido ningún crimen, idiota. Yo soy la víctima. Tú que dices tener algún conocimiento sobre los libros y el bien y el mal, dime si alguna vez has leído algo tan injusto como esto. —Le ofrecí mi triste relato de ser acusado de existir como un niño cambiado, de haber sido criado en la convicción de que era un Zavala, de los horribles acontecimientos sucedidos más tarde.

Lizardi escuchó en silencio, con atención, sólo haciendo alguna pregunta de vez en cuando. Cuando acabé, explicándole cómo Bruto se había envenenado a sí mismo, sacudió la cabeza.

—Escribo fábulas, utilizo personajes fantásticos para recalcar mis opiniones, pero desde luego, Juan de Zavala, no creo haber escrito nunca nada tan asombroso como la historia de tu vida. —Hizo una pausa y me miró con el entrecejo fruncido—. Si es que es verdad…

—Juro sobre la tumba de la puta que, dicen, me parió y vendió mi cuerpo que es la verdad.

—Te creo. No eres lo bastante inteligente para crear un relato tan provocativo.

Una semana antes le hubiese ofrecido a ese bufón libresco la elección de armas y lo hubiese llevado al campo del honor para un duelo mortal. Pero con tanta locura mirándome a la cara, ya no podía seguir manteniendo la pretensión de mi honor. Además, me había convertido en un perro, comiendo sus sobras.

El carcelero acudió entonces al calabozo con un cesto de comida y un jergón de paja sujeto con una sábana de algodón. Entró en la celda pequeña y dejó el cesto y el jergón.

—Ya tengo un jergón —dijo Lizardi.

El tuerto hizo un gesto hacia mí.

—Es para el caballero —dijo en son de burla.

Me levanté de un salto.

—¿Cómo es que tengo derecho a este tesoro? ¿El virrey ha comprendido el error de las autoridades de Guanajuato y me envía un regalo?

—La única cosa que te enviará el virrey será un nudo bien ajustado para partirte el cuello, así el verdugo no tendrá que colgarte dos veces. —Señaló lo que había traído—. Un sirviente trajo esto y un poco de comida para los carceleros, pero se negó a divulgar el nombre de tu benefactor. No obstante, señor Asesino, incluso un pobre mestizo como yo puede deducir que tu benefactor es una mujer. Sólo una mujer podría ser tan estúpida.

¡Ay, María! ¡Lo sabía! Isabel me había enviado el jergón y la cesta de comida. Nadie me amaba tanto como ella. Bruto estaba en un error; Isabel no era la niña vanidosa y tonta que había dicho que era. Mi caída de la gracia mortificaría a sus padres, pero los regalos demostraban más allá de las trivialidades la gracia redentora de su amor. Estaba eternamente aliviado, porque yo, también, había dudado de ella, preguntándome si las pocas palabras bondadosas que había oído de Bruto y los demás eran ciertas. Ahora sabía que eran falsas. Mi querida Isabel me libraría de ese pozo del infierno, y yo volvería a cabalgar junto a su carruaje en el paseo.

Me acosté en mi nuevo jergón de paja, el estómago saciado, la sed calmada con vino, y eructé. Lizardi estaba cerca pero vuelto hacia el otro lado, afirmando que mi hedor apartaría a un buitre de una carreta de carne.

Yo tenía los ojos cerrados y ya me dormía cuando Lizardi susurró:

—Te equivocas en cuanto al notario.

—¿Qué?

—No era un ignorante.

—¿Cómo podría creer que siendo un bebé engañé a un hombre mayor?

—La historia que te contó el notario, que eras un mentiroso y un estafador, es la misma que contaban en la posada donde me alojé. La gente no hablaba de otra cosa. Todos comentaban cómo habías engañado a don Bruto para hacerle creer que eras su sobrino…

—¡Era un bebé!

—Eso es lo que insistes en decir, pero la historia que oí era palabra por palabra la que te contó el notario.

—El cuento sin duda es obra de mis primos, que ansian mi dinero. Debo salir de la cárcel y conseguir que el mundo sepa lo que pasó.

—Sigues sin entenderlo. El alcalde y el corregidor, dos de los gachupines más poderosos de la ciudad, estuvieron junto al lecho de muerte de tu tío, ¿no es así?

—¿Qué estás diciendo?

—El notario repitió la historia propagada por los funcionarios de la ciudad. ¿Quién les ordenó propagar la mentira? ¿El gobernador? ¿El virrey?

Me senté más erguido.

—¿Y por qué el gobernador y el virrey iban a propagar esa calumnia?

—Los gachupines, los españoles nacidos en la Península o como quieras llamarlos, controlan la colonia. Si yo acepto tu historia como verdadera, has pasado por gachupín durante más de veinte años. Todos a tu alrededor, incluida la familia Zavala, te aceptaron como uno de ellos. Si el relato es verdadero, tú no eres un gachupín, ni siquiera un criollo. No eres más que un miserable peón y, sin embargo, los gachupines te aceptaron como a uno de ellos.

»¿No ves el problema que has creado al virrey, a todos los gachupines de la colonia? Afirman ser superiores a todos los demás: los mestizos y los indios son poco más que animales de granja; incluso los criollos, españoles de pura cepa, no están preparados para gobernar. Pero un peón ha sido aceptado como gachupín, no sólo como un español, sino como un caballero que ha sido admirado como un caballero gentilhombre de la colonia. Tu vida niega todo lo que ellos defienden.

Miré a Lizardi, que apenas si era visible a la débil luz de la vela.

—No quiero destruirlos: soy un gachupín. Sólo quiero una oportunidad para explicarme.

—Eres un tonto, ¿no lo comprendes? No quieren escuchar tu historia ni tampoco que la escuche nadie más. Para proteger sus posiciones, haciendo que la gente los tema, no pueden ser objeto de burla.

—¿Es eso lo que soy? ¿Un motivo de diversión?

Lizardi exhaló un suspiro y se recostó.

—No, eres una amenaza.

—Yo no les he hecho nada.

—Si tienes suerte, te matarán o pagarán a alguien para que te corte el cuello. Que te encierren aquí hasta que te hagas viejo, el pelo se te vuelva gris y tu cerebro se convierta en papilla, ese destino podría ser peor. Pero en cualquier caso, no pueden soltarte. Pueden enfrentarse a las rebeliones, forzarnos a comprar sus arados torcidos y su vino picado, pueden arrojar a los que dicen la verdad a la cárcel, como es mi caso, pero la única afrenta que no pueden soportar es el ridículo. Los españoles somos orgullosos, ya hayamos nacido en Madrid o en Ciudad de México. Reírse de nosotros es poner en marcha nuestra virilidad letal.

Hablé entonces en voz baja, poco más que un susurro, como si las paredes pudiesen oír.

—Tienes razón. Nadie puede ser tan obtuso como ese notario. La confesión que escribió estaba preparada de antemano. Mentirá, dirá que fueron mis palabras las que transcribió y que yo confesé los crímenes de los que me acusan. Tienes razón, amigo. Me matarán.

—Y enterrarán la verdad.

Permanecimos un momento en silencio y después dije:

—Me equivoqué contigo, Lizardi. Sabes poco de caballos, mujeres, armas y espadas, pero ahora veo que los hombres pueden hacer tanto daño con el papel y la pluma como con las pistolas y las espadas.

Esperé en silencio una respuesta hasta que comprendí que él roncaba suavemente.

Ay, algo de todo eso tenía sentido. Mi vida ya no daba vueltas en un torbellino de locura. No, Lizardi decía la verdad. El notario no era tonto, había contado la historia de acuerdo con las órdenes. Sin duda sus amos enviarían a otros como él a las tabernas, las reuniones sociales y las timbas para propagar la mentira. Comenzarían por arruinar mi reputación. Cuando lo consiguieran, me arrebatarían mi vida.

¿Cómo podía defenderme contra ellos? Sin duda me tenían por un blando que me vendría abajo en el infierno de esa cárcel, pero a diferencia de la mayoría de los caballeros, yo había cabalgado y trabajado a la par de los vaqueros de mi hacienda. Había disfrutado de una vida en la montura: había domado caballos, arreado vacas, castrado toros, marcado novillos, cruzado ríos. Pasaba muchos meses al año en la llanura y las montañas, cazando y pescando, viviendo de la tierra. No era el petimetre que imaginaban.

Pero ahora la pregunta más urgente era cómo salir de esa cárcel, encontrar una pistola y una espada para hacerles pagar por sus crímenes.