—¡Mierda! —grité.
—Cuánta verdad, cuánta verdad —dijo el carcelero—. El excremento de los animales, ¿no es así como nos llamas a nosotros, señor caballero? ¿Aquellos que comemos frijoles y tortillas y vivimos en chozas que tú no usarías para tus caballos siquiera?
Después de dos días en el cepo, seguro de que mi cuerpo adoptaría para siempre la forma de una herradura, fui enviado de nuevo a la celda para recibir los tiernos cuidados del carcelero cíclope. Mi primer cometido fue vaciar los excrementos de los tres cubos que servían de letrina en un barril, que se llevaban para tirar en algún lugar fuera de la ciudad. Después de vaciar el hediondo contenido, tenía que raspar los cubos con una cuchara hasta dejarlos bien limpios, y luego fregarlos con un poco de agua.
«¡Santa María, Madre de Dios, apiádate de mí!» El hedor, la inmundicia… Lo más cerca que había llegado a estar de un cubo de excrementos en mi vida había sido al utilizar un orinal que los sirvientes se ocupaban de vaciar y mantener limpio.
Tenía que cargar tres cubos a la vez, dos de ellos torpemente con una mano. Mientras me tambaleaba por el peso, los dos que estaban fuera de equilibrio se agitaban, derramando el contenido sobre mis pies descalzos.
Fuera, junto a la puerta trasera de la cárcel, vacié los cubos en un barril dispuesto en un carro tirado por un burro, vigilado por un guardia. Con la cuchara de madera, limpié los costados de los cubos, vertí un poco de agua en ellos, la hice girar y la vacié en el barril. Utilicé tierra para limpiarme las salpicaduras de los pies y las manos.
Entonces se acercaron dos hombres, comerciantes bien vestidos, sin duda de camino a visitar una oficina del gobierno como había hecho mi tío con frecuencia. Había visto a uno de ellos antes, el administrador de una mina que compraba mercurio a través de mi tío, pero no sabía su nombre. Se apartaron de mí todo lo posible, al tiempo que se tapaban las narices con pañuelos. El hombre que conocía me miró, perplejo, como si creyese que mi cara le sonaba de algo. No dije nada porque el guardia tenía el mosquete preparado. Estoy seguro de que si les hubiese hablado a los dos hombres me hubiese dado un culatazo en la nuca.
Tres días después de haber sido liberado del cepo, otro prisionero díscolo me relevó en la limpieza de los cubos. Los guardias me mandaron luego que me pusiera en la fila con los demás prisioneros para hablar con un funcionario. Éste estaba sentado detrás de una pequeña y burda mesa, y tomaba notas en un papel con pluma y tinta mientras hablaba con cada uno de nosotros. Por fin, llegó mi turno.
—¿Nombre?
—Juan de Zavala. ¿Es mi abogado?
Él me miró.
—¿Tienes dinero?
—No.
—Entonces no tienes abogado.
—¿Quién es usted?
Olió un ramillete, una bolsita perfumada que aliviaba mi olor y el de los otros prisioneros.
—Tu tono es ofensivo, pero sé quién eres. Ya me han advertido sobre ti. Un asesino azteca que se hacía pasar por caballero. Estás aquí porque mataste a un hombre que era tu amigo.
Tenía una mirada vacía, fría e insensible, un trozo de piedra sin marcas en ella.
—Nada de eso es verdad. Por favor, escuche mi versión. Soy inocente, pero nadie me escucha.
—Cállate y responde a mis preguntas. Soy notario, mi tarea es anotar tu explicación de por qué cometiste el crimen. Será presentada a los jueces de la audiencia. Ellos decidirán tu destino.
Un notario era un empleado que legalizaba documentos, daba fe, realizaba tareas de archivero de los documentos del gobierno y tomaba declaraciones de aquellos acusados de crímenes. Eran criollos, lo que, dado el dominio de los gachupines en Nueva España, significaba que no eran de gran importancia. Sin embargo, en ese momento, el hombre era crucial para mi supervivencia, del mismo modo que lo era el mosquete en mi hombro cuando me enfrentaba a la carga de un jaguar.
—¿Se me permitirá hablar con ellos? ¿Con los jueces? ¿Decirles lo que sucedió?
El hombre descartó mi pregunta con un gesto.
—Se lo informaré, y ellos decidirán cómo proceder. Nueva España es una nación de leyes, y las cortes son justas, pero conocerás la parte dura del sistema si buscas problemas. Los carceleros me han informado de que eres un tipo violento que provoca disturbios incluso en la cárcel.
—Más mentiras. Aquí yo soy la víctima, no el agresor. Si hay justicia en este mundo, pongo a Dios por testigo. —Tracé la señal de la cruz—. Señor notario, soy inocente. No envenené a mi tío. Él intentó envenenarme y se envenenó a sí mismo por error.
El notario enarcó las cejas.
—¿Algo de esa mierda en la que has chapoteado se te ha metido en la cabeza? ¿Acaso no te parezco blanco? ¿Me tomas por un tonto o un indio? ¿Cómo pudo envenenarse a sí mismo?
—Por favor, señor, escúcheme. José, su sirviente, me trajo una copa de brandy la noche antes de que mi tío muriese. Habíamos tenido una discusión, y lo había amenazado con asumir el control de mi propio dinero. El brandy era un gesto de reconciliación. Era un brandy muy bueno, de una reserva que mi tío guardaba para su consumo privado.
—Bruto de Zavala no era tu tío, y tú no eres un gachupín. No tienes dinero, ni propiedades, ni derecho a reclamar ningún bien. Eres un impostor, un azteca o un mestizo que engañó a un viejo para hacerle creer que eras su sobrino.
—Eso es ridículo. Me criaron desde la más tierna infancia en la creencia de que era un Zavala. Tenía un año cuando mis padres murieron y yo heredé sus bienes. Bruto se inventó esa mentira sobre mis padres porque…
—No tenías ningún derecho a la herencia. Eras un impostor. Bruto descubrió tu engaño, y tú lo mataste para mantener oculto el fraude. Denunció tu verdadera identidad en su lecho de muerte.
Ese notario tenía menos seso que los indios borrachos que habían llevado allí procedentes de las cunetas de delante de las pulquerías. ¿Cómo podía ser un bebé un impostor y engañar a un hombre maduro? Quería infundir algo de sensatez en él y quitarle la arrogancia de la voz, pero ya había descubierto que los puños solos no bastaban en la cárcel.
—Señor notario, por favor, escúcheme, incluso si lo que dice es verdad, que no soy Juan de Zavala, eso no prueba que sea un asesino. Si Bruto me compró para reclamar la herencia, cuando creyó que iba a asumir el control del dinero, me envió el brandy…
—Su sirviente dijo que tú le enviaste el brandy a Bruto, y que poco después de beberlo, cayó enfermo. El doctor examinó los restos del brandy en la copa y olió el veneno.
—Mi tío…
—No era tu tío.
Respiré profundamente.
—Bruto de Zavala, el hombre que afirmaba ser mi tío, me envió el brandy y yo se lo envié de vuelta…
—Ah, así que admites que lo mataste enviándole el brandy envenenado.
Comenzó a escribir a toda prisa, mojando la pluma en el tintero repetidamente mientras su mano volaba a través del papel. Miré la hoja del todo intrigado. Ese hombre era un estúpido, un ignorante, ¿cómo podía haber llegado a semejante imbecilidad?
Cuando acabó, le dio la vuelta al papel para que el pie de la página quedase en mi dirección.
—Firma aquí.
—¿Qué estoy firmando?
—Tu confesión.
Sacudí la cabeza. Miserable gusano chupatintas… Si una semana antes me hubiese rozado en la calle, lo habría arrojado a la cuneta y pisoteado su cara.
Me incliné hacia adelante y él se echó hacia atrás en la silla, con el ramillete en la nariz.
—Hueles peor que cualquiera de los demás.
—La única cosa que confieso, señor, es que he aplastado ratones que tenían más sesos que usted. ¿Qué le parezco? ¿Un…?
—Me pareces una criatura repugnante que asesinó a un gachupín. Alguien que será colgado por sus crímenes.
Todavía ardía de rabia y desilusión cuando me devolvieron a la celda, furioso con aquel idiota, furioso conmigo mismo. Había sido un estúpido al amenazar al notario, un estúpido al haber perdido los estribos, una locura que me había castigado toda mi vida. Necesitaba algo más que la pura agresión para escapar de ese lugar con vida.
Cuando entré en la celda, un nuevo ocupante se había hecho con la celda privada, vaciada hacía poco por el hijo del cacique, cuyos crímenes habían sido borrados gracias al dinero.
Reconocí al hombre de inmediato, no su nombre, pero sí su condición: como el notario, era un criollo y un escribiente, un erudito, un empleado del gobierno de bajo nivel. Sus prendas carecían del esplendor de un caballero. Sus manos estaban hechas para las plumas y el papel, los libros y los registros, más que para los caballos y las pistolas. Sin embargo, lo más importante era su cesta de comida.
¿He mencionado que estaba hambriento? Había perdido peso en la cárcel debido a la pútrida papilla de maíz. Cuanto más comía, más me roía los intestinos y pasaba a lo largo de las tripas.
Entré en su celda y me senté a su lado, sonriendo ante su expresión de sorpresa.
—Amigo, soy don Juan de Zavala, caballero y gentilhombre. Consentiré en compartir tu comida.
Cogí un gran muslo de pavo y le clavé los dientes. Él se levantó de un salto.
—Voy a llamar a los guardias.
Con mi mano libre, sujeté la entrepierna de sus pantalones, con sus dos pequeños cojones en mi puño.
—Siéntate antes de que pierdas tu hombría. —Le di un apretón que hizo que se le desorbitasen los ojos.
Tan pronto como volvió a sentarse, le propiné un codazo.
—Escuchas mi voz, ves mis modales. Como tú, soy un caballero.
—Hueles peor que la carne podrida.
—Un caballero caído. Mira. —Hice un gesto hacia la otra celda, más allá de los barrotes—. ¿Qué ves?
Sus ojos se desorbitaron más y aflojó la mandíbula. Los prisioneros, la peor basura de la calle, se habían reunido delante de la celda.
—Saben que no eres fuerte —le dije—. Hueles el hedor de la cárcel en ellos, y ellos huelen el miedo y la debilidad en ti. Son una jauría de animales salvajes que te devorarán entero. Puedes llamar a los guardias y los guardias nos darán una paliza a algunos de nosotros, pero los animales vendrán a por ti en la noche, cuando esté oscuro y los guardias estén dormidos.
Le di otro codazo.
—¿Lo entiendes? Puedo protegerte, puedo evitar que los animales te coman el hígado. —Le di un buen bocado al pavo. Hablé mientras lo masticaba, los deliciosos jugos corriendo por mi barbilla. Había olvidado el sabor de la verdadera comida—. Tú me alimentas y yo te protejo.
Me miró de reojo, su expresión gritaba que no sabía qué era peor, si yo o la jauría de hombres salvajes.
Le sonreí mientras seguía masticando la suculenta carne.
—No es un matrimonio hecho en el cielo, pero seré tu amigo. —Cogí la botella de vino de la cesta, la destapé con los dientes y escupí el corcho—. Pero si prefieres plantar cara a esa jauría de animales rabiosos, tú mismo…
Miró a través de los barrotes a las bestias de presa. Se habían puesto en cuclillas y nos miraban, traspuestos por la comida y la bebida. Mi nuevo amigo se puso lo bastante pálido como para hacer un viaje a la tumba.