ONCE

Sentía como si Tempestad me hubiese dado una coz en la cabeza. Recuperé el conocimiento, tendido en el suelo de la taberna, la sangre manando por mi rostro. La gente se movía a mi alrededor. Intenté levantarme, pero una voz en la niebla me dijo que siguiese tumbado y me dio un puntapié en las costillas. Permanecí tendido. La niebla se había disipado un poco para cuando llegaron dos alguaciles. Tras escuchar el relato del tabernero, me dieron una patada en el vientre y me ataron las manos a la espalda.

—Tienes suerte de que no te hayan matado —comentó un alto alguacil uniformado mientras me llevaban a la cárcel—. Si no hubieses ido vestido como un caballero te habrían cortado el cuello y dejado en una cuneta. ¿Crees que puedes trampearle a un honesto tabernero lo que le debes? Un tabernero trabaja muy duro por su dinero; no es un inútil petimetre como tú.

—No es un caballero —dijo su compañero. Más bajo y robusto, su uniforme estaba sucio, arrugado, y sus ordinarias botas no habían sido embetunadas en décadas. Tenía la barba y el pelo desordenados y, como su compañero, iba armado con una espada corta sujeta al cinto. Agitó una pesada porra de madera ante mi rostro—. Es un hediondo lépero que robó y mató para conseguir esas prendas elegantes, y luego estafó a un pobre y honrado tabernero.

Le había pagado al tabernero mucho más, y también a algún otro que había robado mis posesiones mientras estaba inconsciente. Los botones de plata de mi chaqueta y mis pantalones habían desaparecido. También la hebilla de plata de mi cinto y la cigarrera. Tipos listos, ¿no? Debería haberlo pensado: un botón me hubiese pagado una buena comida y una noche de alojamiento sin necesidad de recibir una paliza a manos de una turba. Ahora la ley me llevaba a la cárcel, con las manos atadas a la espalda, una cuerda anudada en un tobillo y el otro extremo enrollado en la muñeca del alguacil más alto. Si intentaba correr, él tiraría de la cuerda y me tumbaría como un vaquero tumba a una res enlazada. Luego su compañero me dejaría inconsciente a porrazos.

Nos cruzamos con muy pocas personas en la calle porque estaba oscuro, cosa que agradecí. Cuando llegamos a la cárcel, los alguaciles ataron la cuerda que llevaba al tobillo a una anilla de hierro y se apartaron. Los observé con curiosidad mientras cada uno lanzaba una moneda de cobre en dirección a una línea trazada en el suelo a una docena de pasos.

El ganador fue el alguacil bajo y fornido. Con una sonrisa se sentó en un banco y comenzó a quitarse una de las botas.

—Quítate las botas —me ordenó.

—¿Por qué?

—Las he ganado.

Lo miré como me había mirado el tabernero cuando le dije que no tenía dinero.

—No puedes ganarte mis botas, grandísimo hijo de puta.

Me lanzó un golpe con la porra pero yo estaba preparado: me deslicé por debajo del golpe y lo embestí con la cabeza. Pero incluso mientras él caía hacia atrás, su compañero tiraba de la cuerda atada a mi tobillo, haciendo que mi pierna izquierda se levantase recta en el aire y mi cuerpo cayese de bruces. De pie sobre mi espalda, el alguacil alto me inmovilizó hasta que su compañero se hubo levantado y me dio de porrazos hasta someterme.

Con dolor en una docena de lugares y seguro de que tenía rotos todos los huesos del cuerpo, permanecí tumbado y sangrando mientras me quitaban las botas y me arrancaban el vivo de plata de los pantalones.

Iba descalzo y sin chaqueta cuando me llevaron a los calabozos. Los alguaciles golpearon un tubo contra los barrotes de hierro para llamar al carcelero de las celdas inferiores. Tembloroso, sangrando, con las rodillas flojas, le pregunté al más alto de los dos:

—¿Todo esto por un plato de frijoles y una tortilla?

Él sacudió la cabeza.

—Te colgarán por el asesinato de Bruto de Zavala.

—¿Asesinato? Tú estás loco.

—¡Envenena a un hombre y dice que el loco eres tú! —se burló su compañero.

Llegó el carcelero. Quitaron los grilletes de mis manos, desataron la cuerda de mi tobillo y abrieron las rejas de hierro.

—Adelgázalo para el verdugo —dijo el alguacil que llevaba mis botas al tiempo que me empujaba a través de la reja—. Los prefiere delgados para que no se les parta el cuello con la caída.

El carcelero me llevó abajo por un pasillo oscuro y húmedo de paredes de piedra. Se detuvo antes de abrir una segunda reja. Era un mestizo tuerto con la barba desgreñada.

—¿Tienes dinero?

Lo miré mudo, inexpresivo.

—¿Unos cobres, alguna cosa? —preguntó.

—Tus amigos ladrones me lo han quitado.

—Entonces dame los pantalones.

La cólera me dominó.

—Si tocas mis pantalones, te mato.

Él me miró por un momento, sin ninguna expresión en el rostro. Luego asintió.

—Es la primera vez que estás en la cárcel, ¿no? Aprenderás…, ya aprenderás.

Me dejó pasar tranquilamente y luego me golpeó en la nuca con el puño. Me tambaleé hacia adelante y me volví para defenderme, pero ya había cerrado la reja con él al otro lado.

—Sé quién eres —dijo—. Te vi trotando por la calle con tu gran caballo blanco, orgulloso como un rey. Salí de la cuneta para pedirte una moneda para un vaso de pulque. —Su voz se convirtió en un susurro ronco—. Sin siquiera mirarme, me azotaste con la fusta. —Se tocó el rostro. Una cicatriz le corría desde la frente hasta la mejilla. La fusta le había golpeado en el ojo, dejándolo tuerto—. Ya aprenderás…

Mientras se volvía, sujeté los barrotes y le grité a su espalda:

—¡No tengo ningún caballo blanco!

Él me respondió sin volverse, y apenas si oí sus palabras:

—Sois todos iguales.

Me quedé allí por un momento, aferrado a los barrotes, colgado para no caerme, mis rodillas débiles, mi estómago abrasado por el miedo. Detrás de mí había otra habitación oscura de paredes de piedra. Me aparté de los barrotes y di unos pasos por la habitación mal alumbrada por una única vela. Distinguí a los hombres, quizá unos veinte —indios, mestizos, todos ellos miserables basuras y apestosos léperos—, algunos durmiendo en el suelo desnudo, otros de pie. El lugar apestaba a sudor, orines, heces y vómitos. Algunos estaban medio desnudos; otros vestían harapos sucios y malolientes.

Un grupo de cinco o seis se reunió delante de mí, buitres en busca de carroña. Uno se adelantó, un indio mal entrazado, bajo pero fuerte. Yo estaba dos escalones arriba, la ventaja de la altura.

—Dame tus pantalones —dijo.

Lo miré por un momento y luego más allá de él. Cuando miró por encima del hombro, descargué un puntapié y mi talón lo golpeó en la barbilla. Oí el crujido de la mandíbula y los dientes. Se tambaleó hacia atrás y cayó, golpeándose la cabeza contra el suelo de piedra.

Bajé los escalones para entrar en aquel pozo del infierno. El grupo de buitres se dispersó y retrocedió. Encontré un espacio y me senté en el suelo con la espalda contra la pared. Me eché hacia atrás y miré al hombre al que había golpeado. Estaba sentado, sujetándose el rostro, sin la menor gana de lucha. Otro hombre lo miraba…, ¿para qué? ¿Un resto de comida que tenía oculto? ¿Por sus mugrientos y rasgados pantalones? ¿Quizá sólo por la idea de que pudiese tener algo?

«Animales —pensé—. Son animales». Sabía que nunca debía mostrar miedo o debilidad ante ellos.

No podía mantener los ojos abiertos. Estaba agotado y dolorido, atontado por el hambre y la fatiga. Me ardían los ojos, me dolía la cabeza.

«Envenenó a un hombre…»

¿De dónde había salido tan loca acusación? ¿Cómo podían acusarme de envenenar a Bruto? ¿Cuál podía…?

¡Dios mío! Entonces comprendí lo que debía de haber pasado. Bruto me había enviado una copa de brandy, que yo le había devuelto diciendo que era un obsequio de mi propia cosecha. ¡Había veneno en el brandy!

En un intento por envenenarme, mi tío se había envenenado a sí mismo.

La idea me golpeó como la embestida de un toro. Bruto me había criado con un único propósito: asegurarse la administración de una empresa que le había dado dinero y prestigio. Mientras yo me dedicase a los caballos y las putas, y le delegase a él mis finanzas, el sueño de su vida estaba seguro. Pero yo había amenazado con quitárselo todo. Sólo la noche antes le había dicho, acalorado por la furia, que recuperaría el control de mis bienes y a él lo echaría. No lo había dicho de verdad; no tenía la menor intención de hacerlo, pero eso él no lo sabía.

Bruto perdería todo aquello por lo que había trabajado. Yo era el propietario de la licencia del mercurio, la hacienda y la casa de la ciudad. Si él tenía algún dinero propio, yo no lo sabía.

Más piezas encajaron. Años atrás me había hecho firmar un testamento en el que se decía que él era mi heredero. El documento no había significado nada para mí, lo había firmado sin leerlo siquiera. Pero él hubiese perdido tal condición cuando yo me casara con Isabel.

Y el seminario al que me había enviado en mi juventud: no era ninguna sorpresa que hubiese intentado convertir a un rufián en un clérigo. De haberme convertido en sacerdote y permanecido soltero, él habría seguido siendo mi único heredero y tenido vía libre sobre mis posesiones para siempre.

Sí, Bruto había intentado envenenarme con el regalo del brandy y había acabado bebiéndoselo él mismo cuando se lo devolví.

Bruto había sido asesinado por su propia mano.

Comencé a levantarme del suelo de la celda, ansioso por desmentir la acusación de que había envenenado a mi tío, pero volví a sentarme. ¿A quién se lo iba a decir? ¿Al indio que dormía la mona de pulque a mi derecha? ¿Al perro lépero al que le había dado un puntapié en la cara? ¿Al carcelero que creía que yo lo había dejado tuerto?

Esperaría hasta el día siguiente. No sabía nada de la ley, pero sí que el virrey no colgaba a los hombres hasta que eran juzgados. ¿Acaso no tenía derecho a un abogado? No estaba seguro de cómo hacían su trabajo, pero sabía que los abogados aconsejaban a la gente y hablaban por ellos en el tribunal.

Así y todo, ahora sabía la verdad, y tendría la oportunidad de explicarla. El mundo era razonable, ¿no?

Una vez que hubiese salido de esa cárcel, yo… Aparté el pensamiento como si me quemase. No tenía ni idea de lo que haría, de adónde iría. ¡Isabel! La tenía a ella, la única amiga fiel que me ayudaría. Cuando supiese de mi padecer, acudiría en mi ayuda. Como la mayoría de las mujeres, no tenía dinero propio, pero llevada por el amor hacia mí, estaba seguro de que empeñaría sus joyas. La pérdida de fortuna y las acusaciones contra mí, incluida la sucia mentira de que tenía la sangre impura, la sorprenderían en un primer momento, pero su amor por mí prevalecería.

La idea de que tenía a alguien que se preocupaba por mí al otro lado de los muros de piedra de la cárcel animaron mi espíritu. Estaba seguro de que Isabel acudiría en mi rescate con la misma pasión que Juana, aquella muchacha francesa, una vez había dirigido un ejército.