Caminé por las calles de Guanajuato sin rumbo, sin saber adónde ir, sin ser siquiera consciente de adónde me llevaban mis pies. Caía la noche, y caminaba aturdido, las palabras del alcalde repitiéndose una y otra vez en mi mente: «Un niño cambiado por otro», me había dicho el alcalde.
Bruto había cruzado un océano, no sólo para acompañar al hombre y a la mujer que me dijeron que eran mis padres, sino también confiando en la licencia real para obtener la riqueza que deseaba.
Bruto había dicho al alcalde y a los demás que, cuando su hermano y la familia de su hermano murieron, el derecho legal a la licencia moría con ellos y volvía al tesoro real. Para mantener la licencia con el nombre de la familia del hermano, compró un niño de más o menos la misma edad que Juan y lo hizo pasar por su sobrino.
Yo no era Juan de Zavala, les dijo Bruto.
Yo no era un gachupín —un caballero nacido en España, un portador de espuelas—, sino un azteca o un mestizo, el hijo de una puta, alguien de más baja estofa incluso que los léperos de la calle.
«Bruto no sabía de qué raza era tu padre».
No tenía sentido. Yo era Juan de Zavala. Ése era el único nombre, la única identidad que conocía. No era algún otro sólo porque lo había dicho un moribundo.
—¡Es una venganza! —le grité a la noche.
Eso era lo que debía de ser. Bruto estaba furioso porque yo lo había despachado, amenazando así su medio de vida.
¿Cómo podían aceptar la palabra de un moribundo en lugar de la mía?
«El retrato dice la verdad», me había dicho el alcalde.
Bruto había escondido en sus habitaciones un retrato pintado semanas antes de que Antonio y María de Zavala subiesen a bordo del barco para venir al Nuevo Mundo con su hijo. Antonio y Bruto tenían ambos el pelo y los ojos claros. María tenía el cabello rizado y rubio y los ojos verdes, como el niño del retrato.
¿He mencionado que mis ojos y mi pelo eran castaño oscuro? ¿Mi piel ligeramente morena?
En el momento de salir de la casa, llegaban más buitres de la familia Zavala, aquellos bastardos mendigos que Bruto y yo detestábamos. Venían para pelearse por el reparto de mi casa, mis posesiones, mi dinero.
Me marché con lo puesto. Fui al establo para que Pablo ensillase a Tempestad y los buitres me siguieron con un alguacil que me escoltó hasta la verja sin el caballo. Cuando me volví para decir algo, me dieron con la verja en las narices.
«¡Peón!», oí que gritaba un primo desde el otro lado. Unas pocas horas antes, hubiese desenvainado mi espada y lo hubiese abierto en canal, pero estaba demasiado aturdido, demasiado paralizado mentalmente como para defender mi pureza de sangre, demasiado muerto por dentro para sentirme horrorizado. No tenía sentido. Mis pies me apartaron de la casa, mi mente confusa, mis ojos llenos de pánico pero sin ver nada.
Si Bruto tenía razón, si yo no era Juan de Zavala, ¿cuál era mi nombre entonces? ¿Cómo unas pocas palabras podían despojarme de mi nombre, de toda mi persona? Me habían robado el alma.
«¡Sé quién soy!»
Un oscuro temblor se posó sobre mí. Me encontré delante de la taberna donde solía ir por las noches a beber y a jugar con los otros jóvenes caballeros. Mis pies me habían llevado por puro instinto hasta allí. Entré, súbitamente aliviado. Allí conocía a los hombres, al amable tabernero. Podría hablar de esa locura, despejar la niebla y la confusión que me impedía pensar, razonar lo que debía hacer.
Ellos estaban allí, tres caballeros sentados a la mesa, mi silla vacía. Fui hasta allí y me senté, sacudiendo la cabeza.
—Tengo que contaros algo —dije—, algo que no creeréis.
Nadie dijo nada. Cuando miré a Alano al otro lado de la mesa, volvió la cabeza. Los demás hicieron lo mismo cuando intenté mirarlos a la cara. Luego los tres se levantaron, se fueron a otra mesa y me dejaron sentado solo. En la taberna no se oía ni una mosca. Permanecí petrificado, incapaz de conseguir que mi mente o mis piernas funcionasen.
El tabernero se me acercó, secándose las manos en el delantal. Tampoco él respondió a mi mirada.
—Quizá debería marcharse, señor. Éste no es el lugar adecuado para usted.
No era el lugar adecuado.
Sus palabras tardaron un momento en calar, para que comprendiese por qué no era el lugar adecuado. Los españoles frecuentaban la taberna. Me estaba diciendo que fuese a una taberna donde se reunían los peones.
Me levanté, furioso.
—¿Creéis que no soy tan blanco como vosotros?