OCHO

Me reí ante esa estúpida declaración.

—Por supuesto, yo no soy Juan de Zavala, y usted no es don Luis de Ville, el alcalde de Guanajuato.

—No lo comprendes. —Su voz se elevó en un grito—. No eres quien crees que eres.

Sacudí la cabeza.

—Sé quién soy. ¿Se ha vuelto loco?

—No, no, no, tú no eres un Zavala. Bruto le confesó su pecado al sacerdote, y luego hizo que escuchásemos su confesión.

—¿Qué confesión?

—Hace más de veinte años, Antonio de Zavala y su esposa…

—Mi madre y mi padre.

—El hermano y la cuñada de Bruto… desembarcaron en Veracruz con su hijo Juan. Bruto estaba con ellos. Antes de que llegasen a Jalapa, los tres enfermaron de fiebre amarilla, el mortal vómito negro, y murieron.

—Mis padres murieron…

—Antonio de Zavala, su esposa María y su hijo murieron.

—¿Qué tontería es ésa? Yo soy el hijo de Antonio y María. ¿Está diciendo que hay otro?

—Sólo tenían un hijo. Juan de Zavala murió a la edad de un año, junto con sus padres.

—Entonces, ¿quién soy yo? —grité.

Él me miró durante un largo momento. Cuando habló, sus palabras me golpearon en el rostro.

—Tú eres un hijo de puta.