¿No había predicho que ése sería un mal día?
Los buitres se habían reunido en la casa para el momento en que llegué con Pablo: una jauría de avariciosos primos que habían venido de España y que continuamente nos estaban pidiendo de todo. No les hice caso, como de costumbre. No me había criado con ninguno de ellos, y no compartíamos ningún parecido familiar, experiencia o intereses comunes.
El doctor salió de la habitación cuando se anunció mi presencia. Se colocó delante de la puerta para que no pudiera entrar en el dormitorio de mi tío y me dijo:
—No debes entrar. Tú tío está muy grave, yo diría que al borde de la muerte.
—Entonces debería verlo.
El médico eludió mi mirada.
—Él no quiere verte.
—¿Qué?
—Ha mandado llamar a su sacerdote.
No sabía qué decir. Salí de la casa y me dirigí al establo para ocuparme de mis caballos. ¿Mi tío se estaba muriendo y no quería verme? Era cierto que no estábamos muy unidos, pero aparte de la codiciosa pandilla de primos importunos, no tenía más familia en la colonia. ¿No habría unas últimas palabras entre mi tío y yo?
Su súbita enfermedad me intrigaba. Nunca lo había visto enfermo. Volví a subir la escalera después de la llegada del sacerdote y esperé en la antesala delante del dormitorio de mi tío. Al cabo de un rato salió el cura. Por un momento creí que hablaría, pero en cambio se detuvo delante de mí, con los ojos desorbitados, moviendo la mandíbula, y después huyó de la casa. Me acerqué a la ventana y lo vi correr por la calle. A él también lo perseguían los sabuesos del infierno. ¿No era deber del sacerdote estar junto al lecho de mi tío cuando entregara su alma?
El doctor salió del dormitorio, me vio sentado en la antesala y volvió a meterse en la habitación, dando un portazo.
Dios mío, ¿qué le había pasado al mundo? ¿Acaso la Tierra había dejado de girar alrededor del Sol? ¿El cielo estaba a punto de caer? Nada me hubiera sorprendido.
Volví al establo para hablar con mis caballos, provisto con una jarra de vino.
—El señor Luis de Ville, el alcalde, ha llegado —me informó Pablo poco después.
Me encogí de hombros. Que el alcalde de la ciudad corriese junto al lecho de mi tío era inesperado, pero desde luego todo lo que había ocurrido ese día había sido pura locura.
Minutos más tarde, Pablo me dijo que había llegado el corregidor.
El alcalde y ahora el jefe de justicia. ¿Al lecho de muerte de mi tío?
Sin embargo, no me llamaron a mí, Juan de Zavala, que era el heredero y empleador de mi tío. Yo era el personaje importante, no el tío Bruto. No pasaría nada después de su muerte excepto que lo enterraría y buscaría algún otro para que administrase mis asuntos.
Decidí recordarles a esos tontos insolentes que yo era un gachupín y un hombre de recursos.
Todo el grupo —el doctor, el sacerdote, el alcalde y el corregidor— estaban en la antesala cuando entré. Se volvieron para mirarme como si fuese yo quien estuviese a punto de entregar el alma.
—Bruto de Zavala está muerto —declaró el señor Luis de Ville, el alcalde—. Está en manos de Dios.
«O del diablo», pensé.
El alcalde me sujetó entonces por un brazo y me sacó de prisa de la habitación.
—Ven conmigo.
Lo seguí a la cocina. Se volvió para mirarme a la cara con mucha atención.
—Juan, te conozco desde que eras un niño.
—Es verdad.
—Bruto habló con todos nosotros antes de morir. Nos dijo algo.
—Sí. ¿Una mala noticia? —pregunté—. ¿Ha dicho que ha derrochado mi fortuna? ¿Es muy malo? ¿Cuánto me ha dejado?
—Juan… —El hombre desvió la mirada.
—Alcalde, ¿de qué se trata? ¿Qué intenta decirme?
—Tú no eres Juan de Zavala.