SEIS

¿Qué admira más una mujer en un hombre? ¿La gentileza? ¿La bondad? ¡Ay!, ésos son los rasgos propios de un cura. ¿La riqueza? Una mujer puede desear riquezas, pero no es lo que más admira. No, lo que más ansia es su virilidad: el poder de sus muslos en el dormitorio y su dominio sobre los otros hombres en la montura y, cuando es necesario, en el campo del honor. Sabiendo esto, cuando entré en el paseo, me erguí en mi silla. Incluso Tempestad hacía gala de virilidad, corcoveando y resoplándoles a las yeguas.

Hablé con unos pocos caballeros, sólo saludé con un gesto a otros, y no hice caso de aquellos a los que consideraba demasiado por debajo de mí socialmente como para merecer siquiera una mirada o un gesto. Por lo general cabalgaba solo, mientras que los otros caballeros iban en grupos de dos y tres o más. En realidad no contaba a muchos hombres entre mis amigos. Era conocido como un solitario, alguien que la mayor parte del tiempo se mostraba reservado. La mayoría de los hombres de mi edad eran estúpidos, y los jóvenes caballeros con los que competía por las noches en las mesas de juego no eran una excepción. Si bien mi tío se refería a ellos como mis amigos, eran más conocidos que amigos. Me aburría menos cuando jugábamos a las cartas, y sólo la mesa de juego y una sucesión de botellas de brandy vacías podían animarme a tratar con ellos en la taberna por la noche. Prefería la compañía de mi caballo y las largas cabalgatas a campo abierto, dedicado a la caza o sólo por el placer de explorar. Isabel decía que yo era como el jaguar, el gran felino de la selva que caza solo.

Allí estaba ella, por la gracia de Dios, la mujer más hermosa de Guanajuato, su carruaje rodeado por los caballeros criollos, que suplicaban su atención. Pasé con Tempestad junto al carruaje sin hacerle caso a ella ni a la multitud de admiradores que suplicaban un gesto. Y llegó el momento cuando ella, riéndose, me hizo un ademán para que me acercara. Era adorable como una diosa, ataviada regiamente con un vestido azul oscuro, bordado en oro. Sus cejas estaban ennegrecidas con corcho quemado, y le daban un aire de lujuria que espoleaba mi alma pecadora.

—Ah, Juan, es un placer verte. ¿Has podido librarte de tus aburridas excursiones por el campo y honramos con tu presencia aquí en el paseo, con los demás caballeros?

—Después de haber observado los modales de tus caballeros —respondí lo bastante alto como para que varios de ellos me oyesen—, prefiero la compañía de los caballos.

Isabel se rió, un sonido cristalino que emocionaba mi corazón. Pero no había ninguna duda de que deploraba mis paseos por el campo. No dejaba de reprocharme el tiempo que dedicaba a mis caballos en lugar de socializar, y sobre todo detestaba las cabalgatas que hacía con los vaqueros de mi hacienda y mi afición a la caza con arco. Tales aficiones hacían que mis manos tuvieran callos y endurecían mis músculos, cosas que ninguno de los petimetres que buscaban su atención favorecían. Las diversiones de Isabel eran los paseos en carruaje, las fiestas lujosas, el coqueteo, las compras y el baile, actividades que yo encontraba terriblemente aburridas.

Cabalgué junto a su carruaje, que marchaba por el sendero de tierra alrededor del parque. Una amiga iba sentada a su lado en el coche abierto, y coqueteaba con otro jinete mientras yo conversaba en voz baja con Isabel. Ella se tapaba la boca con el abanico de seda para impedir que su voz se oyese.

—¿Has hablado con tu tío acerca de la compra de un título? —preguntó.

—Sí, todo va muy bien —mentí—. ¿Has hablado tú con tu padre de nuestro matrimonio?

Su abanico se agitó.

—Quiere que me case con un conde o un marqués.

—Entonces compraré un ducado.

Su risa sonó de nuevo como una campana. Los ducados no estaban a la venta. Un marqués estaba por debajo de un duque y por encima de un conde, pero cualquier título de nobleza le hubiera encantado.

—Mi padre tiene puesto el ojo en un marqués en particular. De todas formas, yo te favorecería a ti, incluso si me casase con él. —Me dedicó una sonrisa coqueta y parpadeó con timidez—. Te mantendría como mi amante si me prometes que nunca te casarás y sólo me amarás a mí.

Mi pecho se hinchó con la vanidad del macho.

—Señorita, nunca se casará usted con nadie sino conmigo, porque mataré a cualquier hombre que intente desposarla.

—Entonces me temo que estará usted muy ocupado, señor, porque todos los hombres de Guanajuato me desean.

—Sólo los ciegos podrían no desearte.

Isabel señaló a un jinete que se acercaba.

—¿No es ése tu sirviente, el que cuida de tus caballos?

Pablo, mi vaquero, se acercaba a nosotros montado en su mula.

—Señor, su tío está muy enfermo.