CINCO

Cabalgué a Tempestad por las angostas y abarrotadas calles de la ciudad, camino del paseo, un sendero en el parque más allá de los límites. Como hacían sus pares en los dos famosos parques de Ciudad de México, la Alameda y el paseo de Bucareli, las ricas señoritas en sus carruajes y los caballeros en sus magníficos caballos purasangres recoman el paseo en Guanajuato. Iba allí por las tardes a exhibirme a mí y a mi gran caballo delante de las coquetas mujeres que permanecían en sus carruajes y se reían detrás de los abanicos de seda china ante las muestras de masculinidad de los caballeros.

A pesar del tamaño de la ciudad, el centro de Guanajuato no podía acomodar un parque grande. A diferencia de la capital, no estaba situada en un terreno llano, sino que era una montañosa ciudad minera. Se extendía sobre las empinadas laderas en la encrucijada de tres gargantas, a una altura de casi dos mil trescientos metros. Azotada por las tormentas y las inundaciones, los indios llamaban a la ciudad «casa de las ranas», insinuando que sólo servía para los batracios. Sus angostas calles adoquinadas barridas por el viento se alzaban por estrechos callejones, consistentes en unos pocos escalones de piedra. Al allanarse, los callejones daban a más escalones de piedra, que subían serpenteantes, más allá de los coloridos edificios hechos con piedra de cantera.

Guanajuato era famosa en Nueva España por su magnífica iglesia de la Valenciana, con su intrincado altar hecho a mano y el púlpito. Su más preciada posesión, sin embargo, era del todo secular: la célebre Veta Madre, aclamada como el mayor yacimiento de plata de toda Nueva España, quizá del mundo entero. Superada en población sólo por la capital, la ciudad contaba con más de setenta mil habitantes, incluido el entorno y las minas circundantes. En riqueza e importancia, Guanajuato era la tercera ciudad de las Américas, sobrepasada sólo por Ciudad de México y La Habana. Ni siquiera aquel lugar llamado Nueva York —en aquel país al nordeste que había declarado su independencia de Gran Bretaña cuando yo era un niño— se comparaba con las tres grandes ciudades del imperio colonial español en tamaño e importancia.

Guanajuato era la principal ciudad del Bajío. Rica región ganadera, agricultora y minera al noroeste de la capital, se enorgullecía de sus magníficas haciendas, sus villas pintorescas y sus elegantes iglesias barrocas. El Bajío no estaba en el valle de México, pero sí en el corazón de la colonia, aquella extensión central llamada meseta de México. Nueva España era un vasto territorio que se extendía desde el istmo de Panamá a regiones muy al norte de los áridos desiertos de Nuevo México y California. Se decía que la población de la colonia era de unos seis millones, con la mayor parte concentrada en la meseta central. Y había oído que toda la población de aquel país llamado Estados Unidos, la única nación independiente de las Américas, sería casi la misma de Nueva España si ese país norteño no hubiera secuestrado a un millón de esclavos de África.

¿Qué clase de personas vivían en ese lugar llamado Nueva España? Más o menos la mitad, casi tres millones, eran indios de pura sangre, los remanentes de un número diez veces mayor que había ocupado la tierra antes de que Cortés desembarcara casi tres siglos atrás.

Esa infeliz mezcla de sangre india y española llamada mestizos sumaban un poco menos que la mitad de aquéllos. También teníamos un pequeño número de mulatos, personas de sangre india y africana, y una cantidad todavía menor de chinos, gente de piel amarilla de aquella misteriosa tierra al otro lado del océano Pacífico llamada Catay. Otro millón de personas eran criollos, españoles nacidos en la colonia que eran propietarios de la mayoría de las haciendas, las minas y los negocios.

Los gachupines eran la clase social menos numerosa y, sin embargo, con más poder de Nueva España, aquella privilegiada población en la que Dios y nuestra veleidosa diosa de la suerte, la diosa Fortuna, me habían insertado tan fortuitamente. Aunque quizá sólo éramos unos diez mil —una minúscula parte de los seis millones que nos rodeaban—, éramos imperialmente favorecidos por Dios y la Corona. Controlábamos el gobierno, las Cortes, la policía, los militares, la Iglesia y el comercio. Rapaces usuarios de nuestras afiladas espuelas, clavábamos nuestras rodajas en los flancos no sólo de los aztecas, mestizos y otros que formaban la clase de los peones, sino también en los altivos y desdeñosos criollos, que soñaban con el día en que su sangre española los hiciese nuestros iguales.

Más que el dinero, el dominio ecuestre, la habilidad con las armas o la sensual conquista de las señoritas, el «color» de la sangre de un hombre era la condición sine qua non del estatus y el honor. Por cualquier aplicación de la limpieza de sangre, la mía era pura sangre española. Sin la pureza de mi sangre, poco me separaba de los peones.

La sangre era la diferencia dada por Dios entre todas las gentes, incluso aquellas del mismo color de piel y lengua. Un vaquero de una hacienda podía ser un magnífico jinete en la montura de un caballo o de una mujer, podía trabajar con el ganado y cazar con letal aplomo, pero era un peón y nunca sería un caballero. Los caballeros, de Nueva España y la Madre Patria, tenían la pureza de sangre, la pura sangre española. La pureza de sangre iba más allá de la riqueza, la nobleza y las capacidades, porque sólo la sangre confería el honor. La tradición surgía de los siglos de guerras que habían hecho de la península Ibérica un campo de batalla entre los cristianos y los infieles seguidores de Alá, a los que nosotros llamábamos moros. Como los mestizos de la colonia, aquellos con una mezcla que incluía sangre mora eran condenados al ostracismo.

Ni siquiera el color de la piel era más importante que la pureza de sangre. Muchos españoles no tenían la piel blanca. La península Ibérica, donde habían existido y chocado tantas culturas durante miles de años, producía muchos tonos de piel y pelo.

Si bien el nacimiento y no el linaje confería el honor, y mientras que la mezcla de sangre era la máxima degradación, el hecho de nacer en la colonia era suficiente para manchar una línea de sangre.

El clima de Nueva España, que iba desde los desiertos en el norte a las selvas en el sur, era poco saludable para el nacimiento, y hacía que los criollos fueran inadecuados para los altos cargos, ya fuese en el gobierno, la Iglesia o el ejército.

Algunos criollos alegaban que la razón verdadera para que el poder permaneciese sólo en los apretados puños de los gachupines era mantener el control de la colonia en manos de los nacidos en España porque tenían fuertes vínculos con el rey. La mayoría de los gachupines que administraban la colonia venían sólo por unos pocos años, hacían fortuna y regresaban a la patria. La Iglesia también mantenía el verdadero poder fuera de las manos de los sacerdotes nacidos en la colonia.

Para comprender por qué mi lugar de nacimiento me convertía en lo que vulgarmente se llamaba un gachupín, debéis conocer un poco más acerca de Nueva España. Habían pasado casi tres siglos del momento en que Cortés y su banda de quinientos o seiscientos aventureros conquistaron el poderoso imperio de Moctezuma, el emperador de los aztecas, y se encontraron como amos de imperios indios que se extendían miles de leguas y eran habitados por más de veinticinco millones de personas.

Si bien nos referimos a todos los indios como aztecas, veinte o más culturas indígenas vivían en la región central cuando Cortés desembarcó. Muchas otras culturas indias salpicaban las tierras de más al sur, entre ellas, los misteriosos mayas y el Imperio inca de Perú, poseedor de fabulosas cantidades de oro. Al apropiarse de las riquezas de la realeza y la nobleza india, los conquistadores y sus gobernantes españoles muy pronto reunieron otro tipo de «tesoro», los propios indios, reclutándolos como trabajadores y cobrándoles un tributo anual para sus nuevos amos españoles.

Los españoles dividieron los imperios indios en grandes concesiones, pero la viruela y otras plagas —traídas al Nuevo Mundo por los europeos— mataron al noventa por ciento de la población indígena en unas pocas décadas. Por fortuna para España, se descubrió un nuevo tesoro: la plata, que hizo de la colonia la posesión más preciada de la Península.

El Imperio español era el más grande del mundo, un dominio tan vasto que el sol nunca se ponía en él. Ni las colonias británicas en Africa y Asia, ni tampoco el inmenso dominio ruso del zar, que se extendía por gran parte de la mitad norte del globo, se comparaban en tamaño con el inmenso Imperio español.

La historia, por supuesto, era del interés de los sacerdotes y los eruditos. Lo importante para mí era que las montañas de plata de Nueva España empequeñecían la riqueza de todas las demás colonias españolas, y mi concesión del mercurio, que controlaba el mágico elemento que permitía separar la plata de la roca, me compraría el título de nobleza necesario para ganar la mano de mi verdadero amor.