En mi habitación, después de haberme aseado, Francisco me ayudó a vestirme con mis mejores prendas de montar. Mi sombrero era negro, de ala ancha y copa chata, ambas bordadas con oro y plata trabajadas en una elaborada red. Mi camisa era de seda blanca, con el cuello alto, debajo de una chaqueta corta negra con hilo de plata y adornos de calicó. Mis pantalones estaban cubiertos con zahones engalanados con docenas de estrellas de plata. Las botas hechas en la colonia estaban entre las mejores del mundo, y yo sólo calzaba las más finas, de color canela, y con el cuero repujado en un elegante dibujo hecho por los indios que dedicaban semanas a un único par. De mis hombros, sujeta con una cadena de plata, colgaba una capa, negra como el azabache y bordada con plata.
Yo me tenía en muy alta estima, pero Isabel decía que mi piel era demasiado oscura contra su cutis de alabastro, y mis ojos castaños demasiado vulgares comparados con sus deslumbrantes ojos color esmeralda. Mi nariz torcida era la consecuencia de haber sido arrojado de un caballo a la edad de siete años; las cicatrices en la frente, de dar cabezazos con un toro cuando jugaba a ser matador a los once. Mi pelo era negro y lacio, mientras que las abundantes patillas casi me llegaban a la barbilla. Debido a mi aspecto, cuando era pequeño, los vaqueros me llamaban el Azteca Chico.
«No eres ninguna belleza —me dijo, cuando fuimos presentados poco después de que su familia se trasladó aquí desde Guadalajara el año pasado—. ¡Si no supiera que has nacido en España, te tomaría por un lépero!» Su comparación con la basura callejera de la colonia hizo que sus amigas se rieran como los cerditos cuando les hacías cosquillas. Si un hombre se hubiera burlado así, habría probado mi espada. Pero cuando lo hacía Isabel, me derretía como un niño tímido.
Salí de la casa y fui al patio, donde Pablo me esperaba con mi caballo. Comprobé el largo de los estribos y la cincha. Como siempre, eran exactos. Mi vaquero personal, Pablo, era el mejor de mi hacienda. Lo tenía en la ciudad la mayor parte del tiempo para ayudarme a entrenar y ejercitar a mis caballos. Era mestizo, no tenía la tez broncínea de los aztecas ni el tono más claro de los europeos. Aunque no me hubiese importado que Pablo tuviera garras y una cola si mis monturas prosperaban con él.
Pablo había ensillado mi caballo favorito, Tempestad, el único que cabalgaba cuando cortejaba a Isabel. Su anterior propietario afirmaba que Tempestad era descendiente directo de las fabulosas monturas de Cortés, los dieciséis corceles que les habían permitido a él y a sus hombres conquistar un reino y repartirse un imperio. Pero casi todos los traficantes de caballos de Nueva España afirmaban que sus corceles descendían de la manada sagrada, el más famoso de todos, la propia montura de Cortés.
Tempestad era negro como la tinta, con una pátina que resplandecía como un fuego azul negro en el sol de mediodía. Sus arreos tenían más adornos incluso que mi atuendo de caballero. La elegante silla color ébano, con grandes estribos de cuero y un gran pomo negro, estaba embellecida con plata, un tesoro más precioso de lo que un peón veía en toda una vida. Llevaba el escudo de Cortés de grueso cuero negro, con estampados en relieve. El escudo databa de la época en que la montura de todo caballero era un corcel.
Sólo cargaba a Tempestad con toda esta elegancia cuando lo llevaba a la ciudad para visitar a Isabel. Cuando lo montaba en el llano para cazar, únicamente llevábamos y cargábamos lo necesario.
Antes de montar, esperé mientras Pablo se ponía en cuclillas y sujetaba las espuelas a mis botas, espuelas que tenían las ruedas de plata chihuahua de doce centímetros de diámetro, pulidas a espejo, espuelas dignas de un gachupín. Pablo había atado la brida en el pomo. Como era la costumbre, la brida era pequeña, pero el bocado grande y poderoso para poder detener al caballo bruscamente, incluso cuando galopaba, aunque eso no siempre era fácil con Tempestad, pues el animal hacía honor a su nombre.
Vi al sirviente de mi tío salir de la casa. Lo llamé cuando corría hacia la verja como si uno de los sabuesos de mis sueños intentase morderle los talones.
—¡José! ¿Cómo está mi tío?
Me dirigió una mirada extraña, con la boca abierta, como si fuese un desconocido en lugar de uno de sus amos, y luego desapareció a través de la verja. El muy imbécil nunca respondió a mi pregunta. Pagaría por su impertinencia más tarde, aunque sabía lo quisquilloso que mi tío podía ser. Probablemente había enviado a José a un recado y le había dicho que se moviese de prisa o recibiría una paliza. José recibía más palizas que cualquier otro sirviente de la casa. Pero por qué José no me había hecho caso era un misterio. Desde luego, yo no era conocido por usar la fusta con moderación. Su rudeza alimentó la pesadumbre que ya había ennegrecido mi mañana.
Después de cabalgar a través de la verja del patio, me dirigí hacia el paseo y hacia la adorable Isabel. No había avanzado mucho cuando se me acercó un lépero, una repugnante rata de cloaca, de esas que mendigan y roban en las calles cuando no están inconscientes de tanto beber. Los léperos eran gusanos humanos con la posición social de los leprosos. Esos peones eran aficionados al pulque, una apestosa y hedionda cerveza india hecha con la planta del maguey.
—¡Señor! ¡Caridad! ¡Caridad!
El lépero sujetó el faldón de plata pulida de mi montura con una mano roñosa. Golpeé la mano de la criatura con la fusta. Se tambaleó hasta caer contra una pared. ¡Ay!, había dejado su roña en el faldón. Levanté mi fusta para hacerlo huir cuando alguien gritó:
—¡Alto!
Un carruaje abierto se había detenido detrás de mí. La persona que había gritado la orden, un sacerdote, se apeó de un salto y corrió hacia mí, levantándose las faldas de la sotana para no tropezar mientras corría.
—¡Señor! ¡Deje en paz a este hombre!
—¿Hombre? Yo no veo a ningún hombre, padre. Los léperos son animales, y éste ha apoyado su roñosa mano en mis arreos.
Dejé que el lépero escapara sin fustigarlo. El sacerdote me miró furioso. No llevaba sombrero, era un hombre de unos cincuenta y tantos, que mostraba la edad con un aro de pelo blanco que rodeaba su cráneo pelado como la corona de un emperador romano.
—¿Habría matado usted a un hijo de Dios por una mancha en su plata? —preguntó.
Lo miré con desprecio.
—Por supuesto que no. Sólo le hubiese cortado la mano ofensiva.
—Dios está escuchando, joven caballero.
—Pues entonces dígale que no deje que la basura de la calle toque mi caballo. —Podría haberle dicho al sacerdote que yo no le hubiera causado ninguna herida seria a la basura de la calle: el código por el que vivía no me permitía hacerle daño a alguien que no pudiera defenderse, pero no estaba de humor para reproches.
Mientras movía a Tempestad para eludir al cura, advertí por primera vez que había una joven en el carruaje.
—Buenos días, don Juan.
Toqué a Tempestad con mis espuelas para hacer que se apresurara mientras respondía:
—Buenos días, señorita.
Me alejé al trote todo lo rápido que permitía la cortesía.
¡Ay!, mis lúgubres premoniciones al despertar esa mañana se estaban convirtiendo en realidad. Ella no era otra que Raquel Montez, una joven a la que hacía todo lo posible por evitar. El sacerdote que amaba a los léperos probablemente creía que yo no tenía conciencia, pero en realidad escapaba de Raquel porque era un hombre muy sentimental.
Bueno…, no precisamente sentimental, pero no carecía de compasión, al menos con las mujeres. Quizá porque había sido atendido por una sucesión de amas de cría más que por mi madre, encontraba más difícil tratar con las mujeres que con los hombres. Si bien era el primero en desenvainar la espada si un hombre armado me insultaba, no sabía cómo tratar a las mujeres, excepto para complacerlas con la herramienta que sólo posee un hombre.
En el caso de Raquel, escapaba porque me encogía debajo de aquellos ojos de cervato herido. ¿Qué pecados había cometido contra ella? ¿La había desflorado? ¿La había abandonado a un cruel destino después de haberle robado la virginidad? ¡Ay! Sus pesares eran muchos y todos ciertos, pero la culpa no era mía, al menos no toda. Los casamientos en la colonia entre la gente de calidad —como aquellos en la propia España— eran arreglos financieros, que tenían en cuenta la dote de la novia y las perspectivas del novio de recibir una herencia familiar. Las posiciones sociales relativas del novio y la novia también eran críticas.
Raquel había sido una vez mi prometida, es más, la única mujer con la que había estado dispuesto a casarme. Por sorprendente que parezca, estaba prometido con ella a pesar de que era mestiza.
El padre de Raquel había nacido en España, en una buena familia procedente de Toledo, una ciudad a orillas del río Tajo no muy lejos de Madrid. Toledo es una ciudad antigua con fama mundial por fabricar las mejores espadas y dagas, un oficio que prosperó allí desde los tiempos de Julio César. Hijo menor de unos fabricantes de espadas, había viajado a la colonia en busca de fortuna. Muy pronto asombró a su familia al casarse con una hermosa joven azteca.
Pobre diablo. No sólo se casó fuera de su sangre, sino que la joven ni siquiera aportó una dote al lecho matrimonial. Uno puede imaginarse la consternación de la familia. El muy tonto se había casado por amor cuando podría haberlo hecho con una gachupina o una rica viuda criolla y mantener a la bonita india como su amante.
Se convirtió en vendedor de dagas y espadas, comerciando con los aceros que le enviaba su familia. Sólo moderadamente exitoso en esa empresa, al parecer carecía de la despiadada rapacidad y la implacable codicia para conseguir una gran riqueza. Sin embargo, la diosa Fortuna le sonrió y lo recompensó con una participación en una pequeña pero rentable mina de plata que él había marcado para los buscadores. La súbita riqueza y la vinculación a través de un matrimonio de alguien de su familia en España le abrieron la puerta para una empresa mucho más rentable: la licencia del mercurio.
Sí, la misma licencia real que era la base de mi propia fortuna. El rey tenía el monopolio del derecho a vender mercurio. A su vez, el derecho era concedido por licencia real a un empresario en cada zona minera para abastecer las minas con el producto. Durante más de dos décadas, Bruto había tenido el control de la licencia en Guanajuato. Ahora estábamos amenazados con su pérdida.
—Es una pena que los agentes del mercurio del rey puedan enfrentarnos el uno contra el otro en una guerra de ofertas y dejarnos a ambos en la ruina —explicó Bruto.
Por «guerra de ofertas» mi tío se refería, por supuesto, al pago de sobornos, la guerra de la ubicua mordida que los burócratas esperaban por hacer su trabajo. Bruto obviaba la amenaza arreglando un matrimonio entre las familias Montez y Zavala. El compromiso provocó una conmoción entre la alta sociedad de la ciudad: un gachupín casándose con una mestiza… Sólo una loca pasión o la desesperación económica podían impulsar semejante arreglo matrimonial.
También fue una sorpresa para mí. Isabel aún no había llegado a Guanajuato en ese tiempo —vendría al año siguiente—, así que mi amor por ella no tenía nada que ver en mi reacción. Mi primera respuesta fue de furia. Le pregunté a mi tío cuánto tiempo más esperaba vivir después de que le hubiese clavado mi daga en la garganta. Raquel no sólo era una mestiza, sino que además no era una gran belleza a mis ojos. Era verdad que los hombres de la colonia compartían la creencia de que la mezcla de sangre española y azteca producía mujeres de una gracia y una belleza excepcionales, pero eso no la hacía aceptable como mi esposa.
Cuando comencé a recitarle mis objeciones al tío Bruto, él me interrumpió.
—¿Te gustan los buenos caballos? —me preguntó—. ¿Purasangres que un duque envidiaría? ¿El vestuario de un príncipe? ¿Tus partidas de cartas, los vinos caros, cigarros importados y putas todas las noches con tus amigos? Dime, muchacho, ¿prefieres un trabajo de mulero? Porque trabajarás con tus pies en el estiércol si al padre de Raquel le otorgan la licencia.
¡Ay de mí! Tal caída de la gracia era impensable. Así pues, acepté la boda. Decidí que también conocería a la señorita, aunque con un matrimonio concertado conocer a tu novia mucho antes de la noche de bodas no se consideraba prudente.
Si bien no poseía los atributos que yo valoraba, Raquel era una mujer de mucho talento. Educada no sólo en las maneras de dirigir una casa y servir a su marido, había estudiado arte, literatura, ciencia, matemáticas, música, historia e incluso filosofía; todas ellas, cosas que yo despreciaba.
—Leo y escribo poseía —me dijo mientras caminábamos por el jardín de su familia durante mi primera visita—. He leído a sor Juana, Calderón, Moratín y Dante. He estudiado a Juvenal y a Tácito, toco el piano, me carteo con Madame de Staël en París, y he leído la Reivindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft, donde demostró que el sistema educativo prepara a las mujeres para ser frívolas e incapaces. Yo…
—¡Ay, María! —me persigné.
Ella me miró boquiabierta.
—¿Por qué has hecho eso?
—¿Qué?
—Te has persignado y has dicho el nombre de la Santa Madre.
—Por supuesto, siempre busco la protección divina cuando estoy en presencia del diablo.
—¿Es eso lo que opinas de mí? ¿Que soy un diablo?
—Tú no. Sirviente del diablo es la persona que permitió que tú estudiases todas esas tonterías. —Había oído decir que su padre era muy permisivo con sus hijos, y estaba asombrado por el daño que su permisividad había causado en la mente de la pobre muchacha.
—¿Crees que porque una mujer tiene cerebro y lo utiliza para algo más que no sean las tareas domésticas y los bebés es un demonio?
—No un demonio, pero sí una mujer que está dañando su mente. —Agité un dedo ante ella—. No es sólo mía la opinión; todos los hombres la comparten. La música, la filosofía y la poesía son intereses de los sacerdotes y los eruditos. Las mujeres no tienen por qué ocuparse de tales asuntos.
Todo el mundo sabía que la mente de una mujer no era capaz de enfrentarse a asuntos fuera de la familia y el mantenimiento de la casa. Como los peones, las mujeres tenían un intelecto limitado, no eran estúpidas, por supuesto, pero sí mentalmente incapaces de comprender la política, el comercio y los buenos caballos; las cosas más importantes de la sociedad.
—Las mujeres deben leer libros y estudiar el mundo —manifestó.
—El lugar de una mujer es la cocina y la cama de un hombre.
Ella me dirigió una mirada de furiosa decisión.
—Lo lamento, porque entonces encontrarás en mí una esposa muy poco adecuada.
Se alejó, enfadada. Fui tras ella y utilicé mis mejores encantos para suavizar las cosas; la terrible amenaza de trabajar en un establo todavía gruñía a mis talones.
Superamos la crisis y muy pronto la cortejé de la manera adecuada. Después de obsequiarle un collar de oro y perlas, un sábado por la noche acudí a su ventana para ofrecerle una serenata con canciones de amor y una guitarra.
Evitamos hablar de sus conocimientos. En secreto, temía que el daño hecho a su tierna mente por aquellas montañas de palabras e ideas ya no tenía enmienda. ¿Cómo podría reparar el daño? ¿Podría aún cumplir sus deberes de esposa?
Discutí mis temores con mis compañeros de copas y llegamos a la conclusión de que el problema era el padre: un viejo estúpido sin voluntad, demasiado influido él también por la excesiva lectura. Su biblioteca de más de un centenar de ejemplares sin duda había confundido las mentes de ambos.
Algunos señoritos del paseo dieron otro golpe a mi compostura cuando se burlaron de Raquel porque en ocasiones montaba a caballo. Sí, algunas mujeres montaban a caballo; repugnantemente subidas a un ridículo artilugio conocido como silla femenina, algunas empecinadas se habían humillado a sí mismas en el paseo. A veces veías a mujeres de clases inferiores, esposas de vaqueros y rancheros, sentadas en un caballo o una mula delante de sus maridos, mientras ellos las sujetaban por la cintura con una mano y sostenían las riendas con la otra. Pero Raquel había montado a caballo como un hombre, vestida con falda y enaguas partidas. ¡Dios mío!, ahora toda la ciudad se burlaba de mí.
Los señoritos se callaron y se apartaron cuando llevé a Tempestad hacia ellos. Sabían que si no se marchaban se enfrentarían a mí en el campo del honor, y yo no era uno de ellos, un suave caballero. Me había ganado mis grandes espuelas no sólo por un accidente de nacimiento, sino en la silla, siendo el mejor jinete, el mejor tirador y el mejor lacero de mi hacienda. A caballo, perseguí a un toro en la montaña hasta que me situé detrás de él y lo hice caer sujetándolo por el rabo. Esos gallitos del paseo conocían mis habilidades; me detestaban por ellas, pero no se atrevían a plantarme cara.
Sin embargo, Raquel había hecho el ridículo de tal manera que de nuevo saqué el tema con los compañeros con quienes bebía y me iba de putas. Todos coincidieron en que necesitaba mano dura para saber que yo era su amo y señor, incluso antes del matrimonio.
Después de pensar en su consejo, decidí seducir a Raquel, saber si la educación la había dañado más allá del punto de ser capaz de realizar su más importante deber matrimonial. El plan, sin embargo, tenía sus riesgos. Si la embarazaba, habría un escándalo y ambos perderíamos posición. Pero un caballero astuto conoce el arte del coitus interruptus, el pecado por el que Dios condenó a Onán. Si dejaba mi semilla en una puta o en una criada, el embarazo no tenía ninguna consecuencia. La ley no contemplaba a los hijos de esas relaciones casuales, y no les otorgaba ningún privilegio o derecho. En cambio, desflorar a una mujer de clase provocaría la ira de Dios, por no hablar de sus familiares masculinos: pistolas al amanecer y retribución financiera.
Si bien Raquel era mestiza, su padre era un gachupín, un hombre de riqueza y peso. Para esa familia, la virtud y la virginidad no sólo eran sinónimos, sino que también eran valoradas porque su pérdida podía impedir a una mujer tener un matrimonio económicamente ventajoso.
Que un hombre fuese libre de fornicar más allá del lecho matrimonial era comprendido. Dios, en su indudable sabiduría, había diseñado, ordenado y predeterminado la lujuria peripatética del hombre y, en consecuencia, por disposición divina, la manera del mundo.
¡Ay!, era muy imprudente desflorar a tu prometida, pero mi mente y mi cuerpo no siempre obedecían los dictados de la sociedad.
Un atardecer, después de cenar, la convencí para que diera un paseo conmigo por el jardín de la familia. Me sentía de un humor jovial, el estómago lleno de buena carne y mejor vino. El anochecer era tibio, incluso un tanto cálido, y el aire olía a rosas. La única pega en mi plan era la tía mayor que nos acompañaba en nuestro paseo. Una joven dama necesitaba de una carabina incluso en su propio jardín. La mujer nos siguió, un tanto vacilante, hasta que finalmente se sentó agotada en un banco de piedra y cerró los ojos.
—Pobrecilla, es vieja y está cansada —dijo Raquel con un tono de cariño.
El pecho de la vieja subía y bajaba con un ritmo sereno.
—Ha bebido demasiado vino.
Raquel se echó a reír.
—¿Qué es tan divertido?
—Tú también pareces estar divirtiéndote.
La atraje hacia mí con rudeza y la rodeé con mis brazos dispuesto a besarla.
—Alguien podría vemos.
—Aquí no hay nadie excepto tu tía, y, mira, la vieja está dormida —susurré—. Ven conmigo. Quiero mostrarte algo —le dije, mi voz ronca por el deseo. Cogí su mano y la llevé detrás de unos arbustos.
—Juan, ¿qué te ha dado? El vino te ha vuelto loco.
Caímos juntos al suelo, yo encima de ella.
—He visto cómo me mirabas esta noche.
—Eres un hombre muy apuesto…
No me detuvo cuando la besé en la boca. Es más, me devolvió el beso con sorprendente ardor, y el vino me animó.
—Veo el deseo en tus ojos —le dije.
—Quiero que mi marido se sienta complacido.
La miré, asombrado.
—Pero… —añadió, casi con una expresión de dolor en su rostro.
—¿Qué pasa?
—Tengo tanto que aprender —respondió ella, titubeante, mientras bajaba la mirada—, para complacerte…
No pude por menos que reírme.
—Ay, yo te enseñaré. Dame tu mano.
Yo ya notaba el calor que subía por mi cuerpo mientras le llevaba la mano a la entrepierna.
—Ahora tócalo.
Ella miró en derredor y vaciló por un momento.
—¡Se está poniendo dura… y grande… y más grande! —exclamó, desconcertada.
Mi orgullo creció como lo hizo mi garrancha por la presión de su mano.
Narré para ella las fábulas que los hombres les han contado a las mujeres desde el principio de los tiempos: promesas de amor eterno, fe y lealtad, inviolable discreción… Ahora… Para siempre… Prometí amarla hasta que el sol se apagara, quemado hasta el corazón; hasta que el hombre, la Tierra y las propias estrellas hubiesen desaparecido. Juré que el propio Dios bendeciría la consumación…, y que después de todo yo ya era su marido excepto por el anillo. Íbamos a casarnos, ¿no?
El deseo me llevó como una rueda en el huello. Le bajé la blusa de algodón y lamí sus pechos. Me quité las botas y los pantalones, y con frenesí le fui quitando las montañas y montañas de enaguas. Le quité las prendas íntimas y separé con cuidado sus piernas. Mientras empujaba mi latiente órgano contra sus muslos virginales, con su inmaculada y mágicamente sensual abertura, ella dejó escapar un suave grito estrangulado —mitad dolor, mitad placer—, y con un suspiro, otro suspiro, la palabra «sí» apenas audible por encima de sus suspiros, y de nuevo «sí». Al mismo tiempo rodeó mis caderas con sus piernas, apretándome, sujetándome, y luego colgada como si le fuese la vida en ello. Tenía que hacerlo, porque ahora yo saltaba como si fuera un semental del llano y el diablo en persona estuviese montado en mi espalda y clavase las espuelas en mis costillas, como si estuviese poseído por el viento, la lluvia y el fuego, por una espada de fuego. Más profundo, más fuerte, me sacudí, montándonos a ambos en el torbellino de lluvia y fuego, pero este último, un huracán de fuego, un caos de fuego, un fuego de fuegos, sacado directamente del corazón del sol.
Cuando descargué y la miré, no sin ternura, sus ojos estaban cerrados, aunque percibía cómo temblaba su cuerpo cada vez que la tocaba. Su rostro era inexpresivo salvo por un lagrimeo. Si de dolor o alegría, no lo sé.
Sí, había cometido un terrible error, uno que comenzó como un deslizamiento de fango pero que muy pronto se convertiría en una avalancha. Después de haberla poseído, tuvo lugar un cambio. Comenzó a mirarme con ojos de cordera. ¡Ay!, se había enamorado de mí. Ella tenía dieciséis años y ésa había sido su primera experiencia íntima con un hombre. Todas las muchachas de dieciséis años eran idealistas sobre el amor, pero yo no había comprendido que la poesía y las obras que ella había leído habían usurpado tanto su mente y gobernado su corazón. Para ser sincero, prefería a mis mujeres endurecidas a mi lujuria…, como una puta de burdel. Su afecto me avergonzaba, pese a que estábamos prometidos.
Entonces su mundo se derrumbó: corrió el rumor de que su padre pertenecía a una familia de conversos. «Converso» era una fea palabra, de más de tres siglos de antigüedad, pues databa del tiempo de Fernando e Isabel, y señalaba la peor clase de sangre manchada.
Después de haber conquistado a los árabes y unido a los distintos reinos cristianos para formar un país, la Iglesia y la Corona española decretaron que los judíos y los árabes debían convertirse al cristianismo o enfrentarse a la pérdida de sus propiedades y la expulsión del país. Aquellos que se convirtieron fueron conocidos como conversos. Muchos conversos y sus descendientes fueron juzgados por la Inquisición, acusados de fingir convertirse para poder quedarse en el país y salvar sus posesiones, aunque algunas veces se susurraba que la acusación de conversiones fraudulentas se hacía para que la Inquisición pudiera enriquecerse apoderándose de las fortunas de las personas que se oponían a sus negros designios.
Bueno, todo ese escándalo por cosas que a mí ni me iban ni me venían. Las enaguas perfumadas, el juego, las pistolas, los caballos y las putas —las cosas que me importaban— eran mi religión en ese momento y requerían mucho dinero, lo que era mi único interés en Raquel.
Cuando los «testigos» juraron que su abuelo en España era un converso, las acusaciones se extendieron por la sociedad de Guanajuato como una tormenta de fuego. Muy pronto, la Corona apartó a su padre del comercio del mercurio en Nueva España. El negocio que le había dado su fortuna, la importación de las mejores armas de Toledo y Damasco, también sufrió cuando sus clientes lo abandonaron. Forjadas en las llamas de los infieles, las espadas de Damasco recibían un desprecio especial. A la estela de las acusaciones y la pérdida de la dote de Raquel, nuestra promesa se deshizo. Por fortuna, su padre era un hombre de honor, y el compromiso fue cancelado porque ya no podía pagar la dote.
La veleidosa Puta del Azar continuó haciendo girar su sombría rueda, apilando nuevas desgracias en la vida de su padre. Cuando una carga mal puesta derrumbó una galería y voló una bancada, su mina de plata se fue a la ruina por el fuego y la inundación.
Poco después, el padre de Raquel se presentó en nuestra casa sin ser invitado. Temblando de rabia, con lágrimas en las mejillas, acusó a mi tío de propagar la calumnia del converso.
—¿Creéis que no soy tan blanco como vosotros? —gritó.
La discusión continuó, pero yo no dije nada. Los criollos y los gachupines planteaban el tema de la «blancura» continuamente, pero la pregunta era pura retórica. La gente lo planteaba sólo cuando los demás los trataban con desprecio, como si creyesen que eran simples peones. El «blanco» al que se refería el hombre era, por supuesto, el «color» de la sangre, no de la piel.
Luego dio voz a otras acusaciones, culpó a mi tío de sabotear la mina e iniciar el incendio, una sospecha que yo compartía. Mientras gritaba, algo se rompió en él. Quizá estalló su corazón o una fiebre cerebral lo consumió. De pronto se cayó, golpeando el suelo como un roble talado, y yació allí del todo inerte. Sacamos una puerta de las bisagras, lo colocamos con mucho cuidado encima y ordenamos a los sirvientes que lo llevaran hasta su propia casa. Murió pocos días más tarde sin recobrar la conciencia.
El mundo cambió para Raquel después de la pérdida de la fortuna y la muerte de su padre. Incapaces de mantener una gran casa, ella y su doliente madre se trasladaron a otra más pequeña, conservando a un único sirviente. Pobre Raquel. Como si la mancha de sangre y la ruina económica no fueran suficientes, dejándola sin una dote siquiera, también había sido desflorada.
Cuando veía esos ojos tristes que me miraban, preguntándome en silencio adónde habían ido a parar aquellos votos de amor, maldecía haberla conocido y me preguntaba por qué su caída de la gracia atormentaba tanto mi encallecida alma. ¿Fue culpa mía que su mundo se hundiese? Cuando la tuve, ¿sabía que ella perdería no sólo la virginidad, sino también a su padre y la dote? ¿No tendría la muchacha que haberme apartado, sabiendo lo importante que era mantener su virgo intacto?
Pero todo eso era para bien, al menos para mí. Isabel, mi ángel, muy pronto llegaría. Desde el momento en que la vi, supe que sería mía.
Aun así, los ojos tristes de Raquel me perseguían. Tan cierto como que Dios vive, debía de haberme follado a un millar de mujeres lujuriosas y a legiones de putas, pero ninguna con sus ojos dolidos.
Y me perseguirían hasta la tumba.