TRES

Guanajuato, Nueva España, 1808

A los veinticinco años, los caballos purasangres, las espadas ensangrentadas, las enaguas perfumadas y el buen brandy eran las únicas pasiones de mi vida. Una anterior pelea con mi tío, que administraba mis asuntos, me había dejado extrañamente inquieto, incluso receloso. Pero mientras me preparaba para ir a la cama, no tenía motivos para creer que la Fortuna, la sombría diosa que hace girar su rueda y sujeta el timón que gobierna nuestras vidas, tenía algún otro plan para mí que no fuese la vida que llevaba.

Los caballos, las mujeres, las pistolas y las espadas eran lo único importante para un joven caballero como yo. Me enorgullecía no por el conocimiento encontrado en las páginas de un libro —a la manera de los sacerdotes y los eruditos—, sino por mi capacidad para mantenerme en la silla y agotar a mi montura, ya fuese un indómito potro o una mujer desenfrenada.

En épocas pasadas, los caballeros errantes luchaban por la dominación sobre otros caballeros y el amor de las damas. La armadura y las lanzas dieron paso a los mosquetes y los cañones, pero la tradición masculina de ganarse el respeto de los hombres y la admiración de las mujeres con una exhibición de bravura en la lucha y en la equitación permanecieron. Un hombre que podía abatir halcones al vuelo desde la silla de un caballo al galope o enfrentarse a los cuernos de un toro en el momento de la verdad era un hombretón, un hombre capaz de defender el honor de una mujer además de regar el dulce jardín entre sus piernas.

Aunque me crié en Nueva España desde que era un bebé, no nací en la colonia. Mi primer grito en este mundo llegó en Barcelona, esa joya de Cataluña en el eterno Mediterráneo, no lejos de las magníficas montañas del Pirineo y la frontera con Francia.

Mi estirpe es española. Mi padre tenía raíces en Cataluña y Aragón en el norte, mientras que mi madre era nacida de un antiguo linaje en Ronda, una ciudad andaluza en el sur. Conocida como Acinipo en tiempos romanos, Ronda fue una fortaleza árabe hasta que nuestras majestades católicas Fernando e Isabel la conquistaron en 1485.

Mi nacimiento en España me convertía en un gachupín, un grande, pese a haberme criado en la colonia. Los españoles de pura sangre nacidos aquí eran criollos. Incluso si los criollos podían seguir su línea de sangre hasta los más nobles de España, eran inferiores socialmente a los gachupines. El más pobre mulero de Madrid o Sevilla que venía a la colonia siendo un bebé se consideraba socialmente superior a un rico criollo propietario de minas con un escudo de armas grabado en las puertas de su carruaje.

Ningún caballero cabalgaba con más orgullo que yo, no sólo porque mi sangre no estaba manchada por el nacimiento en la colonia, sino también por mi habilidad con los caballos, mi osadía con las mujeres y mi eficacia con las armas y las espadas, que destacaban por todo el Bajío, la ubérrima tierra de haciendas de ganado y minas de plata al noroeste de la capital.

Mi desprecio por los libros y los poemas, por los sabios, los eruditos y los sacerdotes sólo aumentaba mi fama. Nunca escribía nada excepto para enviarle un mensaje al mayordomo de mi hacienda —a un día a caballo desde Guanajuato—, para interesarme por el estado de mis monturas.

Sin cabeza para los negocios, ni para las finanzas de la hacienda o el oficio de los mercaderes, dejé mi fortuna en las manos del tío Bruto. Nunca pensaba en el dinero excepto para enviar mis facturas —por monturas, botas, pistolas, espadas, brandy y putas— a mi miserable tío, que con el paso de los años fue despreciándome por ser un manirroto. Hermano menor de mi padre, Bruto había administrado mis asuntos desde que yo era un bebé huérfano por la muerte de mis progenitores. Aun así, no había amor entre Bruto y yo. Lo consideraba familia sólo porque era mi tío, un hombre taciturno cuya pasión eran los pesos —los míos, porque él no tenía fortuna propia— y detestaba mis extravagancias tanto como yo despreciaba su frugalidad.

Mi padre había viajado a la colonia después de comprar un monopolio real para la venta de mercurio, el mineral líquido también llamado azogue. Crucial para el refinamiento de la plata y el oro, separaba el precioso metal de la tierra y la escoria. Su venta, casi tan lucrativa como la propia minería, era mucho menos arriesgada que reclamar yacimientos, que a menudo se agotaban o nunca daban beneficios.

Después de establecer su negocio en Guanajuato, mi padre regresó a España a buscarnos a mi madre y a mí. En la expedición estaba el tío Bruto. Tras desembarcar en Veracruz, viajamos a través de los ardientes pantanos costeros donde pululaba la fiebre amarilla, el vómito negro, y mis padres sucumbieron al contagio.

Mi tío cargó conmigo, alquiló a una india como ama de cría y me trajo a Guanajuato. A la edad de un año, me convertí en heredero del negocio de mi padre. Bruto ha estado administrando la empresa para mí desde hace más de veinte años. La licencia del mercurio me ha convertido en un joven caballero muy rico.

Pero ¿hasta dónde? La pregunta trastornaba mi sueño. Cierto día le pregunté a Bruto por el monto de mi fortuna y él me riñó, como si no tuviera derecho a preguntar.

—¿Por qué quieres saberlo? —gritó—. ¿Quieres comprar otra montura? ¿Otro semental?

Mi interés era en realidad noble: el deseo de un título de nobleza. Quería escuchar las palabras en mis oídos: «Buenos días, señor conde», o «Buenas tardes, señor marqués».

No era por orgullo, sino por lujuria. Necesitaba el título para conquistar el corazón de la mujer más hermosa de todo Guanajuato, o como yo creía, del mundo entero. Al igual que yo, Isabel Serrano era una gachupina, nacida en España y traída aquí antes de cumplir los cinco años. Para mí era más querida que el sol y la luna, más preciosa que todos los pesos de la cristiandad. Me amaba más que a la vida misma, de eso estaba seguro, pero su familia exigía que se casara con un grande con título. Su belleza, creían, podía darle el título de Dama del Reino.

La injusticia de todo esto —que yo no tuviese el escudo de armas que Isabel deseaba— era insoportable. Los títulos no eran una simple cuestión de derecho de nacimiento; no todas las personas con títulos de nobleza eran envueltas en un escudo de armas al nacer. En Nueva España había muchos «nobles de la plata», antiguos carreteros y mercaderes que habían acertado en las minas de plata o financiado a algún otro loco afortunado que había encontrado la veta. Yo, el caballero más fino de todo el Bajío, me merecía un título más que ellos.

Aquí en Guanajuato, el primer conde de la Valenciana, el señor Antonio Obregón —el descubridor de la más rica veta de plata del mundo y fundador de la mayor fortuna familiar de la ciudad—, le compró el título al rey con su enorme fortuna. El conde de la Valenciana, el marqués de Vivanco, el conde de Regla y el marqués de Guadiana no eran sino algunos de los muchos que habían adquirido un título tras contribuir a las arcas del rey. Pedro de Terreros, un antiguo mulero, le dijo al rey que si su majestad católica viajaba a Nueva España, su caballo nunca pisaría la tierra durante el largo viaje desde Veracruz a Ciudad de México, sino que trotaría sobre lingotes de plata que Terreros colocaría a lo largo de todo el camino. Luego respaldó su jactancia comprando el título de conde al contribuir con dos naves de guerra, una de ciento veinte cañones, y un «préstamo» de quinientos mil pesos a la real persona.

Aun así, yo creía tener una oportunidad.

Estaba bien informado por el delegado gachupín del virrey de que cuarenta hombres en Nueva España habían comprado títulos. Incluso hombres con sangre india habían accedido a la nobleza, aunque a menudo alegaban una descendencia directa del apareamiento de los conquistadores con la realeza azteca. El conde del valle de Orizaba juraba ser descendiente del propio Moctezuma.

Yo no sabía cuánto podía costar un título, pero sí que aún los había disponibles, porque las guerras europeas habían dejado vacías las arcas reales. Las guerras iniciadas por aquel corso pretencioso de Napoleón habían esquilmado España a placer. Nuestra marina aún no se había recuperado de una victoria inglesa sobre las flotas unidas de España y Francia cerca de Trafalgar que había hundido a casi toda la flota española, pero España estaba de nuevo en guerra, esta vez contra los franceses. El rey necesitaba balas y pan para sus soldados, ambas cosas requerían dinero, y cualquier imbécil podía ver que el tesoro real estaba vacío.

—¿No es éste el momento indicado para comprarme un título? —le pregunté a mi tío—. ¿Cuando el rey está ansioso por vender? ¿No quieres verme bien casado? Isabel es nacida en España.

—Su padre comercia con trigo —dijo Bruto casi sin mover los labios—. En España era escribiente de un mercader de grano.

Contuve mi lengua y no le recordé a Bruto que en España él había sido contable de un fabricante de herramientas antes que mi padre lo trajese al Nuevo Mundo.

—Isabel es la mujer más hermosa de la ciudad, un premio para un duque.

—Es una coqueta con la cabeza hueca. Si tú no fueses tan…

Se interrumpió al ver la furia en mis ojos. Otro insulto a mi amada y hubiese desenvainado mi espada para abrirle el pecho como los sacerdotes aztecas de antaño y arrancarle su mezquino corazón. Dio un paso atrás, sus ojos agrandándose por la sorpresa ante la expresión en mi rostro. Contuve la cólera, pero le mostré mi puño alzado.

—Tomaré el control de mi propia fortuna, y compraré un título.

Él se marchó por el pasillo y yo salí de la casa hecho una furia. Fui a una taberna donde me reunía con mis amigos la mayor parte de las noches para beber, jugar a las cartas y, cuando estaba lo bastante borracho, montar a las putas de la taberna.

Bebí mucho y proclamé a voz en cuello mi furia asesina ante la negativa de mi tío a dejarme gastar mi dinero como me viniese en gana. Al regresar a casa, José, el sirviente personal de Bruto, me trajo una copa del brandy que mi tío reservaba para su uso particular. Bruto nunca había compartido su bodega privada de finos caldos de Jerez, y creí que sinceramente buscaba la paz.

—Su tío le pide que acepte este brandy como un símbolo de su afecto por usted —dijo José.

Yo no estaba de humor para perdonar. José se retiró, y yo miré la copa. Pese a estar borracho, sabía que debía hacer las paces con Bruto. No sabía nada del comercio del mercurio y menos aún de administrar mis finanzas. Después de comprar el título y casarme con Isabel, tenía planeado entregarle de nuevo las riendas de la administración.

Llamé a José.

—Dale las gracias a mi tío por el brandy. Llévale tú esta copa. —Le di la misma, fingiendo que era de mi propia bodega—. Dile que le pido que él también se una a mí en un brindis para sellar el amor familiar y la lealtad de sangre que le debo.

Me fui a la cama, todavía muy inquieto por el anterior desacuerdo. Bruto y yo teníamos pocas peleas. Nuestras visiones de la vida diferían, pero muy pocas veces chocaban. Sus intereses estaban en los libros de cuentas y los pesos; los míos eran las espadas, las armas, los caballos y las putas. Nuestras preocupaciones evitaban que chocásemos. Más allá de quejarse por mis gastos, rara vez me hablaba.

En realidad, yo era un solitario, y quizá eso afectaba mi relación con Bruto, pero no explicaba la carencia del afecto familiar entre nosotros, la sutil corriente de mala voluntad que algunas veces intuía.

Sólo una vez la verdadera animosidad salió a la luz. En mi niñez, sangrando de un corte, corrí a la casa. Bruto, que dormía en una silla, se despertó sobresaltado.

—Apártate de mí, hijo de puta —gritó.

Llamarme «hijo de puta» no era sólo un insulto a mí y a mi madre, sino también una grave ofensa a mi padre, quien, de haber estado vivo, hubiera vengado la ofensa con la espada. No era sólo que las palabras de Bruto fuesen hirientes; también noté el odio en su corazón. Nunca comprendí la fuente de su animosidad. Encerrado en mí mismo, nunca más volví a buscar su ayuda.

La única otra vez en que tuvimos un serio desacuerdo fue cuando, a la edad de catorce años, me envió a estudiar para el sacerdocio. ¡Ay! ¿Don Juan de Zavala, sacerdote?

Aparte de aquellos que escuchan la llamada de Dios, el sacerdocio era el refugio de los hijos menores de los acaudalados. En la Iglesia tendrían los ingresos y una posición cuando la propiedad familiar fuese transferida al hijo mayor. Enviar al primogénito —y en mi caso, hijo único— a un seminario para estudiar para una vida en la Iglesia hubiese dejado a la familia Zavala sin un heredero de su fortuna. Sólo aquellos llamados por Dios eran empujados a un acto tan radical; y no es que temiese servir a Dios: con las riendas de un caballo entre los dientes, una humeante pistola en una mano y una espada de Toledo en la otra estaba más que dispuesto a enviar a los enemigos de Dios al fuego eterno.

Pero servirlo con oraciones, limosnas y abstinencia no entraba en mis planes. El prefecto del seminario me expulsó tras varios incidentes desafortunados; yo había azotado a un seminarista que me había tratado de sodomita después de que describí mi lujurioso desfloramiento de una criada. Blanco como una sábana, el joven corrió sin más al prefecto para denunciarme. Cuando el prelado intentó azotarme, desenfundé mi daga toledana y me ofrecí a castrarlo como a un ternero si ensangrentaba mi espalda.

Iba a confesarme después de cada falta, me arrepentía de mis pecados, hacía acto de contrición, depositaba unas pocas pesetas en el cepillo de la iglesia —junto con una bolsa de oro para el sacerdote— y después rezaba una docena de avemarías. Mi alma quedaba limpia y yo me sentía redimido y en condiciones de transgredir de nuevo. Por fin, me enviaron a casa. Bruto mostró su desilusión pero no hizo ningún otro intento de castrarme.

Todo lo que saqué de mi corta preparación para el sacerdocio fue una increíble capacidad para aprender idiomas: dominé el latín, la lengua de los sacerdotes, y el francés, el idioma de la cultura, muy rápido, de oído, sólo con escucharlos. Y ya hablaba el dialecto azteca de los vaqueros de mi hacienda.

Acababa de dormirme cuando oí un ruido en la casa. Me levanté de la cama y salí al pasillo, en el momento en que José, el sirviente de mi tío, salía de la habitación de Bruto con un orinal.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Su tío tiene molestias de estómago. Ha estado vomitando.

—¿Debemos llamar a un médico?

—Insiste en que no.

Si no estaba lo bastante enfermo como para llamar al doctor, no era asunto mío. Aún estaba rabioso por sus malvadas afirmaciones respecto a mi amada Isabel. Me pregunté si Dios lo estaba torturando por sus mezquinas palabras.

Esa noche tuve una de las pesadillas que me han castigado desde la infancia. En cada violento sueño, me veo a mí mismo no como un grande de España, sino como un guerrero azteca que lucha y muere en sangriento combate. Años atrás, mientras bebía demasiado con los vaqueros de mi hacienda, había consultado en broma a una bruja india, que me dijo que mis pesadillas no eran sueños, sino visitas nocturnas de los fantasmas de los guerreros aztecas que habían muerto luchando contra los españoles. Como un tonto, creí a la vieja en el momento, pero a medida que los sueños se hacían menos frecuentes y finalmente desaparecieron, comprendí que éstos tenían su origen en las muchas historias que había escuchado sobre las guerras entre españoles y aztecas.

Pero en los últimos tiempos las pesadillas habían vuelto con más violencia que nunca. Esa noche me había visto a mí mismo en Mictlán, el mundo subterráneo de los aztecas, donde los muertos deben soportar las pruebas de los nueve infiernos antes de que se extingan sus almas.

¡Ay! Salí del sueño bañado en sudor y con una fuerte sensación de pavor. Jaurías de sabuesos infernales habían lanzado dentelladas contra mis talones, bestias asesinas que mi sacerdote me había advertido que conducirían mi alma ennegrecida por el pecado hasta el fuego eterno. Incluso había sentido las llamas quemar mi carne. En un intento por dormir, di vueltas y más vueltas, mi pensamiento ocupado con aquellos sabuesos infernales que me lanzaban bocados.

Por la mañana me levanté con la ilusión de haber dejado a los sabuesos debajo de las mantas, pero la irritación continuó asaltándome. Mi sirviente, Francisco, no me había traído aún mi chocolate de la mañana, aderezado con chili, hierbas y especias, y tampoco había vaciado mi orinal. Lo encontré en la cocina, arrodillado en el suelo junto a Pablo, mi vaquero, entretenidos en lanzar monedas de cobre a un plato situado al otro lado de la habitación.

—Mis disculpas, patrón —gimoteó el indio—. No sabía que se había despertado.

Era haragán y tenía papilla de maíz en lugar de cerebro, aunque los hombres de la raza azteca eran conocidos como buenos trabajadores.

Al salir de la cocina me detuve y observé a la nueva ayudante de cocina india. Estaba de acuerdo con mis amigos gachupines en que las indias eran obedientes y encantadoramente concupiscentes.

Me habían dicho que a esas mujeres aztecas no les gustaban los machos de su propia especie, porque los hombres las hacían trabajar en los campos todo el día, incluso cuando estaban preñadas. Luego, mientras su hombre se relajaba con sus amigos y las putas al atardecer, la india debía preparar la cena y trabajar hasta bien entrada la noche para tener listas las tortillas y otras comidas para el desayuno del día siguiente. La vida era muy dura para las indias; mi sacerdote afirmaba que muchas de ellas mataban a sus propias hijas al nacer para evitarles a las niñas las terribles cargas que deberían soportar durante sus vidas de adultas.

Ella me miró con timidez y me pareció agradable. Sabía que no estaba casada, así que tomé nota de su esbelta figura para más tarde. Ahora debía encontrarme con Isabel en el paseo.

Mi cabeza hervía con los planes para conseguir un título y también a Isabel. Pero ningún hombre puede luchar contra su destino, ¿no? No podemos ponernos delante del caballo al galope de la Fortuna y hacerlo detener. Es una caprichosa. Podemos gritar, luchar, conquistar y matar, pero la diosa Fortuna gobierna la nave y lleva el timón dirigiendo nuestras vidas mientras nosotros nos enfrentamos a su tormentoso mar del azar.

Así y todo, no había contado con que aquella sucia puta inclinase la balanza y enviase a una jauría de sabuesos sedientos de sangre tras mi rastro, aullando por mi pellejo.