DOS

Chihuahua, 1811

¡Ay de mí! Desperté de la pesadilla, tembloroso y bañado en sudor. Me levanté del jergón y permanecí de pie en el suelo de piedra de la mazmorra, en un primer momento inseguro, mis rodillas débiles, mi corazón aún desbocado.

La oscura imagen de un guerrero azteca había venido a mis sueños hasta donde podía recordar. Un sueño que era la visión de mi propia muerte. Por qué esa pesadilla me había perseguido desde que era un niño era un misterio. Se decía que había nacido para ser carne de presidio, un terrible destino al que había escapado por los pelos en más de una ocasión. Que moriría violentamente no era cosa de los sueños, sino la realidad de la vida que había llevado.

Las detonaciones de los mosquetes del pelotón de fusilamiento llegaron desde el patio al otro lado del muro. Me tambaleé hasta la puerta de la celda.

—¡Cabrones! —grité a través de la mirilla, y le di un puntapié a la gruesa puerta de madera—. ¡Traedme mi desayuno, cabrones!

Ésa era mi provocación favorita. Un cabrón era un macho cabrío, un hombre que había dejado a otros hombres fornicar con su esposa. Y tal insulto es un puñal clavado en el corazón de cualquier hombre, ¿no?

Le di otro puntapié a la puerta.

En realidad no tenía hambre, pero oír al pelotón de fusilamiento en el patio de la prisión al otro lado de la pared de mi celda me había hecho bullir la sangre. Era un recordatorio de que muy pronto bailaría la chilena de la muerte, una danza de cortejo a la muerte, excepto porque mis rápidos pasos y el giro de los pañuelos serían para mis verdugos, y no para una adorable señorita.

El rostro de un guardia apareció en la mirilla.

—Sigue gritando y comerás mierda para desayunar.

—Cabrón, tráeme un plato de carne y una jarra de vino o tu mujer conocerá el poder de un hombre de verdad antes de que queme tu casa y robe tu caballo.

El guardia escapó y yo volví a mi jergón de paja. El olor rancio del vino flotaba en la celda, como si los monjes que la habían ocupado cuando la cárcel era un monasterio hubiesen vaciado demasiadas jarras.

Como México, la capital de la colonia, Chihuahua estaba en una planicie, casi toda ella rodeada por montañas. A varias semanas de viaje al norte de la capital, su nombre oficial era San Felipe el Real de Chihuahua, pero era conocida sencillamente como la Dama del Desierto.

Casi a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, la región no era húmeda o verde como el valle de México, sino marrón y quemada, con pastizales raquíticos, incluso cuando los altos picos de la sierra Madre estaban nevados. En náhuatl, el idioma de los aztecas, Chihuahua significa «lugar seco y arenoso». Un nido de serpientes seco y arenoso para alguien sentenciado a morir allí.

Sollozos, los sonidos de la angustia de un hombre, llegaban desde el patio a través de los barrotes de la ventana por encima de mí. Me tapé los oídos con las manos; detestaba oír llorar a un hombre.

Los disparos retumbaron de nuevo desde el patio. Me encogí por el ruido de las balas de mosquete cuando golpearon contra la pared de piedra a mi espalda. El hedor acre de la pólvora negra entró por la ventana por encima de mí. Me levanté de un salto, sujeté los barrotes y grité: «¡Cabrones!»

Esos malditos nunca oirían gimotear a don Juan de Zavala. No avergonzaré mi sangre azteca con un acto de cobardía cuando llegue el momento de encararme a los mosquetes. Moriré como un caballero del Jaguar enfrentado a la Muerte Florida: ni un gemido, ni una súplica de piedad saldrán de mis labios.

Me senté y enjugué el sudor de mi rostro con la manga sucia de mi camisa. El tremendo calor de agosto se abría paso en mi celda a través de la misma ventana que permitía la entrada de la muerte desde el patio.

Me pregunté quién acababa de morir al otro lado de la pared. ¿Era algún bravo compañero con el que había cabalgado? Habían venido de todas partes a centenares, miles, y finalmente decenas de miles, indios de nuevo marchando y luchando como guerreros aztecas… Habíamos incendiado el mundo.

Cerré los ojos, apoyé la cabeza en los brazos y escuché la cadencia de otro pelotón de fusilamiento que marchaba en dirección a su puesto.

He visto la guerra en dos continentes; he visto a personas comunes con pasiones increíbles desnudar sus pechos a las asesinas descargas de los mosquetes; he sentido la tierra temblar bajo mis pies cuando los cañones escupían muerte; he visto el sol cubierto por nubes de humo de la pólvora negra…, y he yacido en los campos de la muerte roja.

Tanto dolor…, tanta muerte.

De nuevo sonaron los mosquetes y volví a la ventana.

—¡Apuntad bien cuando esté delante de vosotros, cabrones! ¡Escupo a la muerte!

Ningún hombre con sentido común desea morir, pero dejaré esta vida sabiendo que mi nombre y mis hechos no morirán conmigo, sino que resonarán a través de los siglos. Los hombres escribirán canciones acerca de mis horas finales. Las mujeres llorarán ante las injusticias acumuladas sobre mí y mi indomable coraje cuando luchaba mano a mano con la Muerte, escupiendo a los ojos de la Parca mil veces y sin conocer nunca el miedo. «Don Juan de Zavala era mucho hombre», gritarán mientras las lágrimas ciegan sus ojos.

Bueno, quizá no escriban canciones o derramen lágrimas, pero un hombre puede soñar con tales cosas en sus últimos momentos, ¿no? Además, yo soy mucho hombre. Nadie en Nueva España se sienta más erguido en su montura, abate un halcón en pleno vuelo con un único disparo de su pistola, detiene una hoja o satisface mejor los deseos secretos de una mujer que yo. Ningún hombre, ha proclamado el virrey, ha cometido más crímenes contra Dios, el rey y la Iglesia.

Muy pronto enviarán a un sacerdote para que escuche mi confesión, para que limpie mi alma. Eso llevará mucho tiempo. He visto muchas cosas, he dejado mi huella en numerosos lugares, he batallado en dos continentes y amado a muchas mujeres. Desde luego, confesar todas mis transgresiones llevaría innumerables horas. Y no sería la primera vez que un sacerdote concediera a mi alma negra por el pecado el perdón mientras un verdugo preparaba sus herramientas. Pero cometen un error al creer que tengo una alma que salvar o que perder. Soy carne de presidio, nacido con el nudo del verdugo alrededor del cuello, mis pies sobre una trampilla dispuesta a abrirse.

Pero la mancha más oscura en mi alma ha sido pudrirme en esta celda dejada de la mano de Dios de un difunto sacerdote borracho mientras mis carceleros intentaban arrancarme un secreto. Ni los tediosos interrogatorios de los alguaciles, ni los terribles decretos de los jueces, ni tampoco los instrumentos de tortura de los inquisidores aflojaron mi lengua. Pero los muros de la prisión también me han impedido cobrarme la venganza contra uno de los diablos. Es esta tarea inacabada la que provoca mis pasiones, no las balas que volarán hacia mi corazón.

Aparte de mis crímenes, soy un hombre de honor: nunca he robado a los pobres, tomado a una mujer contra su voluntad o matado a un hombre desarmado. He sido un gachupín, lo que la gente común llama un portador de espuelas, pero a diferencia de los de esa laya, nunca he utilizado mis espuelas contra los más débiles que yo. He vivido de acuerdo con el código de un caballero, una senda de hombría y honor caballeresco. He sido Caballero de la Nación Azteca, una disciplina que conlleva la misma obligación de honor y coraje que la de un caballero español. Dichos códigos exigen que no vaya a la tumba sin haber vengado la afrenta a mi honor.

Eso es cierto: antes de que muera, alguien más entregará su alma, alguien que me traicionó a mí y a los amigos con quienes luchaba. Cuando esté cumplida esa obligación, me enfrentaré con alegría a los mosquetes del pelotón, quizá incluso sujete las balas con los dientes y se las escupa de vuelta.

¿Cómo es que don Juan de Zavala, caballero y señorito, un hombre experto en el campo del honor y en el boudoir de una mujer, estaba encerrado como una bestia en una celda apestosa a la espera del redoble y los pasos de un pelotón? ¿Cómo un hombre con deseos y pasiones mundanas, un notorio truhán de hechos infames, llegó a caminar codo con codo con un sacerdote que tenía el sueño de hacer a todos los hombres libres? ¿Cómo es que mi espada teñida de sangre llegó a luchar lado a lado con su cruz sagrada? ¿Cómo es que un señorito se convirtió en un caballero azteca?

Si he de decir la verdad —y algunos dirán que muy a menudo no he sabido qué era eso—, mientras el buen padre llora la pérdida de una nación, mis pesares son de una naturaleza más carnal. Echaré de menos yacer en una cama y mirar cómo sube y baja suavemente el pecho desnudo de una mujer mientras duerme, fumarme un buen cigarro, beber un buen vino de Jerez, sentir el viento en mi rostro y el poder de un gran semental entre mis piernas… Ay, echaré de menos tantas cosas.

Pero ya está bien. Los lamentos son para las viejas, y una cosa que no lamentaré será dejar atrás la extraña pesadilla de la visión de mi propia muerte que me ha perseguido en mis sueños. Morir una vez es suficiente; morir mil noches es un castigo del propio demonio.

¿Queréis saber cómo un sacerdote rural se convirtió en un feroz revolucionario y un canalla fuera de la ley en un visionario idealista? Como un sacerdote en el confesonario, ¿queréis escuchar mis pecados? ¿Queréis saber quiénes son los hombres que he matado, las mujeres que he amado, las fortunas que he hecho… y robado?

La mía es una larga historia que nos llevará desde esta colonia llamada Nueva España, en las Américas, a las antiguas ciudades y campos de batalla de los poderosos aztecas, a las guerras de Napoleón en Europa y de nuevo aquí. Pero eso sólo puede relatarlo alguien que ha estado allí.

Entonces, sed mis confesores. Prestadme vuestros oídos mientras os llevo a lugares dorados de los que nunca habéis oído hablar, os presento mujeres y tesoros con los que nunca habéis soñado, mientras desnudo mi alma y revelo secretos no conocidos fuera de la tumba.

Ésta, pues, es la verdadera confesión del caballero del Jaguar, señorito y truhán, don Juan de Zavala.