UNO

Las montañas donde acechan los pumas, 1541

Me vi a mí mismo morir.

Mi pesadilla cobró vida cuando los invasores emergieron de la niebla como fantasmas, figuras oscuras montadas en grandes bestias, amenazadoras como los dioses sombríos que se alzan de Mictlán, el Lugar Oscuro. Yacía en la hierba y temblaba, mi corazón desbocado, mi garganta ansiando agua, el suelo moviéndose debajo de mí mientras los poderosos cascos golpeaban delante de mil pies humanos. Mi lanza tenía la punta de obsidiana, pero de poco serviría contra la carga de un corcel ataviado con la gruesa guarda de cuero llamada escudo de Cortés.

Tendimos la emboscada en el terreno montañoso de Nochistlán, a la espera de que los españoles y sus traidores aliados indios cayeran en la trampa. A medida que se asentaba la niebla, el enemigo avanzó. Tenía dos alternativas: permanecer escondido y dejar que mis compañeros luchasen y muriesen sin mí o hacer acopio de coraje, levantarme y luchar contra un español con armadura montado en un poderoso corcel.

Mientras valoraba la decisión, la oscura visión volvió a mí de nuevo: «Lucha y muere». Vi un violento enfrentamiento, mi sangre escapando, mi alma negra de pecado arrastrada al infierno por unas manos como garras.

Los corceles eran los que más me aterraban. Se dice que no fue el pequeño ejército que Cortés trajo consigo hace veintitantos años el que derrotó al poderoso Imperio azteca, ni tampoco las decenas de miles de aliados indios que alistó, sino los dieciséis grandes corceles que lo llevaban a él y a sus mejores soldados a la batalla.

No había bestias como ésas en el Único Mundo antes de la llegada de los invasores. Los grandes corceles habían aterrorizado al emperador Moctezuma y a sus Caballeros del Águila y del Jaguar, los mejores guerreros de todo el Único Mundo. Los guerreros creían que las altas y poderosas criaturas de cuatro patas eran dioses; ¿qué otra cosa podían ser esos engendros del Otro Mundo sino espíritus de la Tierra y el Cielo? Corrían como el viento, aplastaban cualquier cosa delante de ellos bajo sus pesados cascos, y hacían que los guerreros montados en sus lomos fueran cien veces más letales que aquellos que iban a pie.

Cuando uno de los jinetes se acercó, vi que era un indio a caballo.

Ayya! Nunca había visto antes a un indio montado. Los caballos eran poderosas armas en la guerra, celosamente guardados por los españoles, que prohibían a los indios poseerlos o montarlos. Tenamaxtli, nuestro líder, nos dijo que los españoles habían montado a los caciques de sus aliados indios para que los soldados de infantería pudiesen seguirlos mejor en la batalla. «Los traidores que luchan para los invasores llaman perros grandes a los caballos —nos explicó Tenamaxtli—. Se frotan con el sudor de los caballos para conseguir algo de la magia de la bestia».

Tenamaxtli conoce bien a los invasores por haber vivido en la capital azteca que los invasores llaman ahora Ciudad de México. Es conocido por los españoles por el nombre que le dieron, Juan Británico.

Los caballos no eran la única cosa prohibida a los indios por nuestros nuevos amos. Cuando nuestros líderes y nuestros dioses nos abandonaron, los invasores capturaron más que el oro de nuestros reyes; nos esclavizaron con una terrible servidumbre: la encomienda, grandes concesiones de poder y privilegio, feudos dados a los españoles. Nosotros llamábamos a esos hombres blancos en sus grandes caballos gachupines, portadores de espuelas, afiladas espuelas que utilizaban para bañar en sangre nuestras espaldas mientras nos robaban la comida de la boca.

Su poderoso rey, ese al que ellos llaman su majestad católica, estampa su sello en un trozo de papel y miles de indios de una región pasan a ser esclavos de un español que viene al Único Mundo con un solo propósito: hacerse rico con nuestro trabajo. A ese portador de espuelas debemos darle como tributo una parte de todo lo que cultivamos en nuestra tierra o producimos con nuestras manos. Cuando quiere un noble palacio para su comodidad, dejamos de trabajar nuestra tierra, cargamos las piedras y cortamos los maderos necesarios. Debemos cuidar su ganado y sus monturas, pero no debemos tocar la carne de los animales de granja o montar sus caballos. Ayya! Cuando él lo pide, debemos prestarle a nuestras esposas y a nuestras hijas.

¿Es de extrañar que cuando Tenamaxtli nos llamó nos reuniésemos como en los días de los grandes reyes aztecas, armados con nuestras lanzas para matar a esos invasores que nos esclavizan?

Mientras miro las oscuras figuras en la niebla, hay uno que cabalga más erguido en su montura que cualquiera de los demás. Yya ayya! No puede ser otro que el Gigante Rojo en persona, Pedro de Alvarado, el carnicero de Tenochtitlán, una bestia con el pelo y la barba del color del fuego. Conocido por su brutalidad y su crueldad, Alvarado sólo es segundo en infamia al brutal conquistador por sus brutales atrocidades.

Ganó su fama y su reputación de malvado cuando Cortés se vio obligado a dejar Tenochtitlán, la capital azteca, y correr a Veracruz para derrotar a un español que había desembarcado con un ejército de hombres y la intención de despojar al conquistador de su mando. Dejó a Alvarado en Tenochtitlán con ochenta conquistadores españoles y cuatrocientos aliados indios para controlar la gran ciudad. Alvarado también retuvo cautivo a Moctezuma: paralizado por su creencia de que Cortés había cumplido la profecía de que el dios Quetzalcóatl regresaría para reclamar el imperio, Moctezuma era presa fácil.

Mientras esperaba el regreso de Cortés, Alvarado oyó un rumor que decía que los líderes de la ciudad planeaban hacer cautivos a los restantes españoles durante un festival. Hombre de ilimitada experiencia y absoluta crueldad, Alvarado atacó primero: al comienzo del festival, sus hombres abrieron fuego contra las personas que estaban de celebración en el mercado. Pero no fue a los guerreros aztecas a los que mató con cañones y asesinó con espadas, lanzas y arcabuces… Sólo murieron unos pocos notables y guerreros, pero un millar de mujeres y niños perecieron en la orgía de sangre.

Cortés derrotó al comandante español que había intentado usurparle la autoridad y regresó a la capital para encontrar a Alvarado y a sus hombres atrincherados en el palacio de Moctezuma y asediados por los aztecas, furiosos por la matanza de inocentes. Al no poder defender la posición, Cortés se llevó a los hombres fuera de la ciudad, y fue en la retirada donde Alvarado, el Gigante Rojo, ganó su mayor fama.

En el atardecer de lo que se llamaría la Noche Triste, Alvarado consiguió una hazaña inmortal. Los españoles se habían retirado por la calzada que cruzaba el lago hacia la ciudad. Durante los fuertes combates, enfrentado con una brecha en la calzada demasiado ancha para que un hombre pudiese saltarla, Alvarado, cargado con la pesada armadura, dio la espalda a los guerreros aztecas que lo atacaban, corrió hasta el borde de la calzada, clavó su lanza en la espalda de un hombre que ya había caído al agua y saltó al otro lado.

Había oído este asombroso relato muchas veces, y entonces comprendí que él era el poderoso enemigo en la visión oscura de mi propia muerte que me acosaba.

No podía seguir tumbado en el suelo, temblando como un niño asustado. Tenía que enfrentarme al Gigante Rojo. Me levanté sujetando mi lanza. En la tradición de un caballero del Jaguar, solté el rugido de esa feroz bestia de la selva para añadir la fuerza del dios jaguar a la mía.

A pesar del estrépito de la batalla que había estallado a nuestro alrededor, Alvarado oyó mi grito. Se volvió en la silla y me miró. Clavó las espuelas en su gran corcel, levantó la espada e invocó el nombre de su santo guerrero: «¡Por Santiago!»

Me vi a mí mismo morir.

La visión de mi propio cuerpo ensangrentado y sin vida que durante tanto tiempo había acosado mi sueño apareció de repente cuando el corcel cargó, llevando en su lomo al más famoso guerrero del Único Mundo. Mi lanza de madera, pese a su punta de obsidiana afilada como una navaja, no atravesaría el grueso acolchado del escudo del caballo o la armadura del español. La única manera de derrotar al invasor era haciendo que su montura cayese. Lancé mi cuerpo contra las rodillas del caballo, utilizando mi lanza clavada en el suelo de la misma manera que Alvarado había utilizado la suya en su famoso salto.

Mi cuerpo rompió la marcha del corcel como si la bestia hubiese chocado contra una enorme piedra y comenzó a caer sobre mí. Lo vi derrumbarse lentamente, como un enorme árbol que gana velocidad, mientras caía sobre mí. Vi la mirada sorprendida y frenética de Alvarado mientras él también caía, derribado de su montura, y volaba de cabeza contra el suelo rocoso. Sentí romperse mis huesos, hundirse mi pecho sin una gota de aliento, mientras el enorme corcel me aplastaba…