XV

KRAMER ODIABA las fiestas. De todo tipo. Y los cócteles más que ninguna otra clase, aunque rara vez eran lo suyo. Tras admitir que sentía prejuicios, aún podía decir que esta fiesta en concreto era la peor a la que había asistido en su vida.

La mayor parte de los ochenta invitados parecía pensar también lo mismo. Se notaba en sus caras encantadoras que estaban deseando marcharse.

Precisamente lo que iba mal era otro asunto. No había cócteles, por supuesto, pero sí gran cantidad de bebida. El personal de servicio del alcalde atendía sin descanso la incesante demanda de whisky escocés gratis, sin pararse en medidas. Y había gran cantidad de comida extendida sobre un largo caballete disfrazado de mesa por un mantel que llevaba el escudo de armas de Trekkersburg. Las glotonas señoras podían servirse de todo, desde huevas de salmón en tostadas en pinchos de pimientos verdes. Los sándwiches, sin embargo, tenían que ser evitados, ya que el frágil pan había perdido su gancho con el pepino.

Todo tenía el aspecto de una celebración de éxito… y la atracción añadida de una banda de cuatro instrumentos.

Al principio, Kramer sospechó que Mannie Hendriks y su Trío Copacabana eran los principales responsables del extraño ambiente que inundaba la reunión. Entró en el salón en el momento en que iniciaban un melancólico número que describía, en términos musicales, las penas de un campesino peruano que había perdido su amado burro; eso era lo que Mannie decía y había que creerlo. Pero a pesar de que después el batería introdujo una miscelánea de South Pacific el ambiente no mejoró.

Entonces Kramer recordó un baile al que había asistido con algunos compañeros reclutas de la academia de policía. Compartían la creencia adolescente de que todas las enfermeras eran promiscuas y el baile tenía lugar en el salón de un hospital mental a las afueras de Pretoria. Había sacado a bailar a la estudiante de enfermería Becker, que tenía las manos húmedas y quería hablar de psicología durante toda la noche. Cuando salieron al jardín, él comentó lo mucho que detestaba las fiestas, y ella le informó que lo que le pasaba era que sufría desplazamiento sexual. Aquello fue una sorpresa.

Pero ahora que lo pensaba, tal vez la señorita Becker tenía razón. Se sentía desplazado… y, para emplear sus palabras, probablemente lo proyectaba en lo que veía.

Todo sucedió de la misma manera hasta el momento en que el concejal Trenshaw apareció brevemente en una brecha entre la multitud. Sostenía el bolso de mano de su esposa mientras ella demostraba un ejercicio de su clase de mantenimiento físico. Entonces sus amigos se rieron con ambigüedad y volvieron a cerrarse en torno a ellas.

Kramer no tuvo tiempo para hacer una comprobación adecuada, pero estaba claro que el concejal Trenshaw era un hombre tranquilo. Tan tranquilo que los pensamientos de una desastrosa falsa interpretación helaron el cerebro de Kramer. Sin embargo, tenía que hacer algo.

La música cesó.

La única persona que se lo estaba pasando auténticamente bien, la columnista de los ecos de sociedad de la Gaceta, se abalanzó hacia la cara nueva que divisó junto al busto de Theophilus Shepstone.

—Soy Felicity Painter… ¿quién es usted, querido? ¡No le dejaré escabullirse hasta que me lo diga!

Era mucho más grande que Kramer y hacía girar el extremo de su largo collar de perlas como un lazo.

—Seguridad, señora.

—¿De verdad?

—Sí, señora.

—Oh, cielos, qué lástima.

Y se fue canturreando tras una pareja que inmediatamente se dirigió a la salida.

La fiesta empezaba a remitir. La banda se había parado.

Kramer miró ansiosamente a su alrededor, pero los músicos habían hecho una pausa para tomar una copa. Gracias a Dios, aún les quedaba un rato, y aquel presidente del comité nunca se marchaba pronto porque no estaba bien.

Entonces se le ocurrió. Era una idea que no le costaría nada si estaba equivocado… y haría sonar la campana si tenía razón.

Mannie era un viejo conocido, después de todo.

—¿Una petición, Trompie? Ya sabes que esto no es ese tipo de fiesta.

—Lo consideraría un gran favor, hombre.

—Dime qué quieres.

Mangas Verdes.

—¿Esa antigualla? No podemos tocar ese tipo de música. Quieren algo ligero, latinoamericano. Sonará fatal.

—No les importará mucho. La mayoría ni siquiera se dará cuenta. Por los viejos tiempos, anda.

—Las cosas que hago por la gente.

—Hazlo cortito, si quieres.

—Muy bien. No me preguntes por qué. ¿Oís eso, chicos? Mi amigo quiere unos cuantos acordes de Mangas Verdes. Arranquemos en lo alto.

Y mientras Mannie marcaba el compás, Kramer se alzó en el entarimado junto a él para observar por encima de las cabezas al concejal Trenshaw, que estaba apoyado contra las puertas de la Cámara del Concejo al otro extremo de la sala.

Mangas Verdes: aquella simple melodía tuvo un efecto sobre Trenshaw que su regio compositor no contempló nunca. Le golpeó directamente entre los oídos. Le hizo alzarse sobre sus talones. Le subió la sangre a la cara. Fijó sus ojos sorprendidos en Kramer.

Kramer le miró a su vez.

El Trío Copacabana continuó su ritmo. Con maracas y guitarras pronto hicieron que la dulce dama inglesa se revolviera en el polvo de una plaza mejicana con lo mejor de ellos.

Entonces le tocó a Kramer el turno de sorprenderse.

Otros tres hombres le estaban mirando, con el rostro alarmado. Uno a uno se volvieron para abrirse paso hacia el concejal Trenshaw.

Kramer los siguió. Llegaron a las puertas de la Cámara del Concejo y lo mismo hizo él.

—Por favor, pasen, caballeros —dijo suavemente.

El grupo se volvió hacia él. Un hombre bajo y regordete dio un paso hacia adelante.

—No asustemos a las damas, caballeros.

Ellos asintieron y entraron antes que Kramer, quien cerró las puertas a la fiesta, y luego cruzó la sala oscura en busca de los interruptores. La noche había caído sin que se dieran cuenta.

—Ahora siéntense, por favor.

Los cuatro hombres avanzaron lentamente, como si estuvieran en el sueño de alguien, hacia la larga mesa donde se sentaba el concejo en sesión plena. No se sentaron juntos, sino que fueron automáticamente a sus sitios respectivos.

Cristo, todos tenían asientos.

Kramer vaciló por un instante, y entonces subió el peldaño y ocupó el sitio del alcalde. Observó la mesa y vio que cada uno de los miembros del concejo estaba provisto de un portafolios y un rótulo con su nombre.

—Concejal Ferguson, concejal Da Silva, concejal Trenshaw, concejal Ford —leyó, de izquierda a derecha.

Sabía cuáles iban a ser las siguientes palabras.

—¿Qué significa todo esto? —demandó Da Silva.

Kramer no lo sabía tampoco… un negocio de prostitución dirigido por la quinta parte del concejo de la ciudad era inconcebible. Y lo que lo hacía más sorprendente era la manera en que le miraban. No estaban asustados, sino furiosos.

—¡Tenemos derecho a saberlo! —ladró Ford.

Kramer inspiró profundamente. Era críticamente importante decir lo adecuado.

—El Cerdo de Vapor, caballeros.

Algo caló hondo: Da Silva se puso en pie de un salto, airado.

—¡Ya han conseguido el contrato! Prometieron que todo había acabado.

—¿El qué, concejal?

—Lo sabe muy bien.

—El asunto de la muchacha… —murmuró Trenshaw.

—Pero no ha terminado.

—Mire…

Trenshaw extendió una mano para refrenar a su colega.

—Tranquilo, Irving. No conocemos a este. Podría estar tratando de conseguir algo para él, al margen.

Kramer permaneció pasivo mientras le miraban intensamente, y no encontró ninguna pista en aquel remolino interno. Pero no era buena señal, no podía continuar: no sabía qué papel se suponía estaba jugando, o las palabras que tenía que decir.

—Soy oficial de policía. Teniente Kramer del Departamento de Investigación Criminal de Trekkersburg. Estoy investigando el asesinato de una mujer de color que se hacía conocer como Theresa Le Roux. Tengo razones para sospechar que saben ustedes algo que podría ayudarnos.

Le dejaron decirlo todo. Y después simplemente permanecieron sentados. Una bomba no los habría movido. La habrían recibido con alegría.

Da Silva empezó a gemir.

—Bien, gracias a Dios que se acabó —suspiró Trenshaw, y los otros asintieron.

Kramer se bajó del estrado.

—Si alguno de ustedes quiere hacer una declaración, les recuerdo que es posible la presencia de un testigo que declare ante el Estado. Esto significa que no les será tenido en cuenta. El asesinato es un delito capital.

—¡No hemos asesinado a nadie!

—¿No, concejal Trenshaw? Entonces dígame qué le hicieron a la muchacha… o lo que les hizo ella a ustedes.

—¡Nada!

Ferguson dejó escapar una risita nerviosa. Había empezado a desmoronarse.

—¿Qué le parece si hablamos? —sugirió Trenshaw. Una leve sonrisa encontró lugar en su largo hábito de arrugar los labios.

—Adelante, señor. Estoy escuchando.

VAN NIEKERK LE HABÍA DADO a Zondi la máquina de escribir para que la limpiara. Para su sorpresa, lo estaba haciendo a conciencia.

—¿Qué es lo que usas… alcohol? —preguntó.

—Tetraclorato de carbono, sargento.

—¿Por qué no puedes decir simplemente Tet. Car., hombre? ¿De dónde lo sacaste?

—De Fotografía.

—¿Estaba allí el sargento Prinsloo?

—Sí, sargento.

Van Niekerk regresó a su lista de las personas que habían comprado órganos electrónicos en Trekkersburg. Aún faltaban algunas direcciones.

—¿Dónde has puesto la guía?

—A su lado, sargento.

—¿Estás tratando de hacerte el gracioso, Zondi?

—No, señor.

Abrió la guía telefónica y tuvo que apartar el teléfono para hacer espacio.

—¿Dices que el teniente llamó cuando estaba hablando con el coronel?

—Sí. Ha ido a un cóctel en el ayuntamiento, sargento.

—¡Mira qué bien!

—Dijo que debemos llamarle si hay noticias importantes, pero nada más.

—Ya veo.

Van Niekerk sonrió para sí.

KRAMER TENÍA RAZÓN en dos cosas: Trenshaw era el líder de una banda, y estaba mezclado en una empresa de prostitución.

Sólo que la empresa pertenecía a alguien más. A juzgar por la respuesta de su primera observación, nada menos que aquel elusivo pero amenazador espectro, el Cerdo de Vapor. Pero no presionó el asunto.

El tiempo era relativo y no disponía de mucho. En la comisaría, la hermandad de Lameculos Anónimos ya estaría preparando su caída. Sabían dónde encontrarle. No sabrían qué hacer con lo que encontraran.

Era conveniente, entonces, dejar que los cuatro hablaran, discutieran, gimieran y se expresaran. La historia completa emergía muy lentamente. Una pregunta por su parte podría haber roto el ritmo, incluso dado tiempo para segundos pensamientos y abogados.

Y mientras escuchaba, Kramer hizo varias astutas deducciones basadas en oscuras referencias… la percepción era también relativa.

Trenshaw había sido el jefe de una banda formada en la infancia, olvidada en los años de acné de clases nocturnas, afectuosamente recordada en las décadas de beneficiosa sofisticación, y reformada cuando el éxito mundano finalmente abrió las puertas a los sofocantes confines del Albert Club.

No es que fuera la misma banda todo el tiempo. El mismo Trenshaw no llegó a Trekkersburg hasta cumplir los cuarenta años, y los otros tres no habían llegado a conocerse durante su juventud en la ciudad. Sin embargo, cada uno perteneció a una banda y cada banda tenía sus partes componentes: Trenshaw, el muchacho de aspecto delicado que, sin embargo, se atrevía a poner pimienta roja en la entrepierna de las bragas de su tía mientras estaban colgadas del cordel; Da Silva, el niño regordete que gustaba de hacer llorar a los niños delgados con sacudidas de sus dedos sorprendentemente fuertes; Ford, el niño jovial que coleccionaba palabrotas y chistes… e incluso inventaba algunos; Ferguson, el niño cuyos padres nunca estaban en casa y que, asustadizamente, insistía en formar siempre parte de todo. Ninguno de ellos eran malos chicos… y cuánto se habían divertido.

El Albert Club había mirado por encima de sus gafas de media luna mientras cada uno hacía su entrada, agitando un ejemplar enviado por correo aéreo del Times y deseando por Dios que el viejo Brigadier Pinkie Thomas no se hubiera marchado. El nuevo secretario, un arribista que nunca había visto acción, permitía que el tono se hiciera pedazos poco a poco. En otros tiempos había tratado sumariamente a los violadores, judíos y miembros del Partido Nacionalista; ahora, ay, cada vez quedaban menos hombres de honor que cumplieran con su deber en las reuniones para admitir a nuevos miembros. El mundo entero se estaba yendo al garete: mirad lo que había sucedido con los Seaforth, y los Cameron. Y aquello era en el Reino Unido.

Por su parte, los cuatro miembros habían tratado con fuerza de cumplir los estrictos estándares que aún inundaban las enormes salas. Aprendieron a hablar a los camareros indios de fajín con la debida cortesía, como si se trataran de un compatriota amigo. Soportaban alegremente campañas que habían dejado a miles manchando de rojo el mapa donde este perdía su color. Incluso aprendieron a sentir compasión por los viejos solterones que habían vivido todas sus vidas en cargos oficiales y deseaban morir en uno; había una atracción casi irresistible en aquellos firmes conceptos de bien, en un inglés articulado pronunciado lentamente en torno a un sorbo de brandy del Cabo, en asesinos que tenían la inocencia de niños.

Al fin, sin embargo, se habían trasladado al otro extremo de la larga barra donde su generación vestida de charol discutía pomposamente precios compartidos y los efectos del colesterol y los tejidos cardíacos. Esto era menos esforzado, pero increíblemente aburrido. Especialmente cuando se sabía en qué forma estaban todos los caballos en la carrera a punto de cerrar.

En resumen, el mundo adulto demostró ser una grave decepción y su regresión a una infancia encubierta fue bastante natural. Empezó con un guiño secreto que Trenshaw había hecho a su amigo concejal Da Silva, pero al que todos habían respondido. Y los signos secretos son los cimientos de las bandas.

Pronto los cuatro fueron más felices de lo que lo habían sido durante años. Si sus excesos causaban daños, su dinero podría proporcionar compensación y comprar silencio. Nada que hicieran, incluso los petardos aquella extraña noche en la sala de billar, podía ser considerado por los adultos como algo más que infantil. Lo mejor de todo, aprendieron que los rumores de sus extravagancias —sólo se lo habían permitido aquella vez en el club— les daban una reputación que anteriormente sólo era prerrogativa de los subalternos.

Entonces sucedió algo.

Trenshaw amplió Protea Electronics y fue a Japón para culminar los acuerdos de un importante contrato de transistores. Pasó muchos días en las fábricas y en los despachos. Sin embargo, de lo único que habló a los otros cuando regresó fue de las noches. La utilización del sexo por parte de los inferiores exportadores japoneses desafiaba la imaginación. Cuando se usaba competitivamente, quedaban muy pocas cosas intactas.

Trenshaw era un hombre cambiado… e igual, por imitación, le sucedió a sus compañeros. El grupo empezó a crecer de nuevo. Empezaron a tentarse mutuamente con fantasías sobre sus respectivas secretarias. Encontraron en sus garajes ejemplares de los tiempos de la guerra de Lilliput y Men Only y se los intercambiaron alegremente. Un Playboy evadió de alguna manera la Aduana y las autoridades postales en su distribución, a pesar del riesgo de una multa o el ingreso en prisión por su posesión. Las viudas y las divorciadas pronto se convirtieron en el tema de muchos chistes subliminales.

Pero eran hombres adultos, no adolescentes curiosos y temerosos. Todos tenían esposas. Todos se habían acostado con una mujer calculada para hacer maravillas por ellos socialmente. El que hubiera resultado decepcionante en otros aspectos había sido, hasta entonces, parte del precio.

Un precio, eso era. Eran hombres cautelosos, y un asunto de faldas con sus riesgos sórdidos e impredecibles era impensable. Pero cuando se pensaba, un asunto estrictamente de negocios no lo era.

Ahora Durban era un puerto, un lugar reconocido de compra y venta, el sitio obvio para empezar. Sin embargo, en el análisis definitivo, sólo un loco saldría a la calle para hacer un trato con una desconocida. Había que conocer primero a la mujer. Hacía falta al menos un cliente satisfecho, y había que confiar en él.

Trenshaw conoció a Jackson en lo que iba a ser su última visita. Los otros estaban en el porche del Edward, comportándose con estricto puritanismo mientras contemplaban a las muchachas en bikini devolver sus miradas con balanceante desdén. Jackson había confundido a Trenshaw con el encargado… después de todo, llevaba puesto su mejor traje. Cuando Trenshaw consiguió convencerle de su error, habían llegado al bar. Jackson insistió en ampliar sus disculpas y Trenshaw, que se sentía deprimido, las aceptó. Entonces insistió en negar el gesto de Jackson invitándole también a un doble. Jackson dijo que tendría que tomárselo rápido porque tenía una fiesta en un bloque de apartamentos cercano. Estaba claro que tenía miedo de perderse algo. Trenshaw estaba intrigado.

Sus torpes intentos divirtieron a Jackson. Sí, habría chicas. Chicas jóvenes. No conocía sus nombres… los nombres nunca se usaban en ese tipo de fiestas. Todo iba a ser sana diversión sucia. Lamentaba no poder invitar a Trenshaw para que le acompañara. Lo lamentaba mucho, en realidad. Pero había que tener mucho cuidado.

Trenshaw también lo lamentó cuando regresó con los otros y les contó lo que había sucedido. No tuvo necesidad de embellecer lo que había aprendido. Todos reconocieron la ironía de que por una vez su papel de dignatarios civiles no fuera prueba de su integridad. Sonaría muy raro a oídos de un hombre como Jackson y no merecía la pena el riesgo. Podía tomarlo como una medida de lo que tenían en juego… también podría ver su posición como un riesgo para todos los implicados.

Pero había aceptado la tarjeta de presentación de Trenshaw y prometió visitarle cuando fuera a Trekkersburg.

Comprensiblemente, la vida corporativa de los cuatro traviesos declinó cuando regresaron a casa. Sintiendo algo, sus esposas recurrieron a una medida de respetuoso abandono que debilitó sus ánimos. Esto sólo fue embarazoso y afortunadamente breve. Tres secretarias fueron reemplazadas por mujeres maduras, y una cuarta dimitió por su cuenta llena de vergüenza para casarse embarazada. Fue una mala época.

Y entonces, una noche, Trenshaw apareció en el bar del Albert con una curiosa sonrisa en el rostro. Jackson había acudido a verle. Se encontraba en la ciudad por algo que le había hecho recorrer todos aquellos kilómetros desde Durban. Tenía que ser especial.

Por eso había telefoneado para que se reunieran… iban a oírlo de viva voz. Trenshaw ya había avisado al portero que considerara a Jackson como un visitante. Lo traería en el mismo momento en que llegara. Eligieron una esquina apartada, se sentaron en sus sillas y esperaron.

Jackson no llegó nunca.

Llamó al día siguiente y pidió disculpas a Trenshaw efusivamente. Las cosas se le habían ido un poco de la mano. Era demasiado increíble para expresarlo, y sólo por diez rands, por el amor de Dios… Lo más impresionante de todo, sin embargo, fueron las salvaguardas. Para ser sincero con Trenshaw, sólo se permitían sesenta minutos, pero fue tan… bueno, no había podido aceptar la idea de emborracharse después.

Trenshaw fue inflexible: Jackson tenía que verle la próxima vez que viniera a Trekkersburg, almorzarían juntos.

Y lo hicieron. Y cuando los otros se reunieron bajo el retrato del general Buller, no necesitaron que Jackson les contara lo que significaba una hora con Theresa Le Roux, música y todo. Trenshaw habló con la lengua de un ángel caído. Al final, declaró que Jackson había confesado haber hecho una comprobación de su pasado. Le había dado la dirección y una presentación. Después de cuidadosas consideraciones, se le permitió que solamente otros tres hombres compartieran su buena fortuna.

Nadie quería matar a la gallina de los huevos de oro.

Pero alguien lo había hecho. Y no pasó mucho tiempo antes de que Jackson les hiciera caer el cielo encima, mientras jugaban en la pista del Club de Golf de Trekkersburg, declarando que tenía películas y grabaciones de relaciones ilegales con una persona de otra raza. Mostró un documento para demostrar que Theresa era de color. Finalmente, aconsejó a sus compañeros golfistas que utilizaran sus influencias lo mejor que pudieran para que ciertos contratos para la nueva población bantú fueran a la lista de firmas que él había preparado.

En cuanto vieron los nombres, supieron que Jackson era un hombre de infinitos recursos. No sólo podía buscar y encontrar lo corruptible, sino que también podía prever la furiosa reacción de lo incorruptible al ser coaccionados para conceder contratos importantes a la gente equivocada. Todo lo que pidió fue que los trabajos menores fueran pasados a un grupo específico de la multitud de pequeñas compañías que competían por ellos. De todas formas iba a haber disputas sobre ellos, como pilluelos peleando por un puñado de peniques, y nadie se daría mucha cuenta de quiénes serían los vencedores. La suma total dividida no sería grande, pero si todo iba a un único bolsillo, las cifras serían millonarias. El trabajo en sí podría ser sub-contratado.

Era una obra maestra, suponiendo que los cuatro miembros elegidos del concejo pudieran llevarlo a cabo bien. Aunque no pudieran, había sido una vasta inversión, sin ninguna pérdida considerable… excepto para ellos mismos, y ya habría otras ocasiones. La duración de las películas y las cintas eran casi ilimitadas.

Y no tenía sentido hacer el tonto y suicidarse. Tenían que pensar en sus familias. En cuanto los contratos se firmaran, las cintas, las películas y la muchacha serían destruidas. Era bien sabido que una cinta o una película, siendo copias, podían ser copiadas a su vez. Un coacusado —o, como mínimo, un testigo del Estado—, no. Destruir a la señorita Le Roux sería la prueba definitiva de que no quedaría ninguna copia de las grabaciones, ya que serían evidencias incriminatorias.

Y, después de todo, caballeros, ella no era más que una chica de color. No era lo mismo que matar a una blanca. Miren cómo les ha engañado, avergonzado, humillado en nombre del erotismo aunque en realidad les odiaba por algo que no podían evitar: ser blancos.

La desesperación afila las mentes de los hombres, les da un tono a sus voces, una falta de escrúpulos a sus acciones, que pueden ser confundidas por convicción. Los otros miembros del Comité de Asuntos Bantúes se sintieron complacidos de que alguien tomara por ellos sus decisiones.

Cumpliendo lo prometido, la muchacha murió de forma inespecífica pero indetectable, según se había jurado. La nota de su funeral el jueves, el día de la firma, era prematura; pero, como Jackson había señalado por teléfono aquella mañana, un acto de buena fe hizo posible la plena aprobación de las recomendaciones del comité por parte del concejo el viernes anterior.

Trenshaw todavía no podía creerlo. Cargaba la culpa de lo que había sucedido. Los otros le habían hecho responsable por entero, injustamente. En especial después de que Jackson admitiera que la orgía en aquel apartamento de la playa nunca había existido. Se enfurecieron también al saber que la abrumadora ansiedad de Trenshaw por ver que el asunto concluía felizmente le había hecho declarar su amistad con un viejo capitán que fue cremado el miércoles por la tarde.

Dejaron de hablar.