LA PUERTA se abrió cautelosamente. El coronel asomó la cabeza y sonrió al ver que Van Niekerk estaba sentado solo en la oficina.
—Ah, sargento, qué bueno es encontrar a un hombre al que le gusta su trabajo.
Van Niekerk se puso en pie de un salto.
—Buenos días… quiero decir buenas tardes, señor.
—No le estoy molestando, ¿verdad?
—No, señor. Simplemente ponía el expediente al día.
—Muy bien. ¿Le importa si le echo un vistazo? Excelente. Tan claro… Tengo que introducir este método en los otros miembros de la brigada.
—Gracias, señor.
—¿Y qué estaba escribiendo?
—Esta entrada de aquí, señor, en verde. Acabo de hacer una comprobación sobre las finanzas de la señorita Phil… esto, Le Roux. He descubierto que tenía más de dos mil rands bajo nombre falso en una compañía hipotecaria.
—¿Tenía? ¿En qué sentido?
—Lo retiró todo la semana pasada.
—Muy bien. Eso enlaza con la teoría del teniente Kramer de que iba a marcharse cuando murió. ¿Dónde está el teniente ahora?
—Ha salido con Zondi… llevan fuera toda la mañana.
—Hmmmm. No tiene usted idea de dónde, supongo.
—A ver a sus informadores. También dijo que se pasarían por el crematorio.
El coronel se inclinó sobre el expediente.
—¿Qué sucedió en Durban para hacer que quiera ir allí? Veo que después de todo no encontraron a ese tal Lenny.
—No, señor.
—Bien, no haré más preguntas hasta que lo vea esta noche —rió el coronel.
—¿Esta noche, señor?
—¿No le ha contado mi pequeño plan? Muy propio del teniente.
Y el coronel se marchó, dejando a Van Niekerk muy enfadado.
HABÍA VARIOS VEHÍCULOS en el aparcamiento junto a la entrada del crematorio, pero no había un coche fúnebre por ninguna parte.
—¿Qué es lo que pasa? —murmuró Kramer mientras Zondi colocaba el Chev junto a los otros coches—. Deben de haber terminado y estarán a punto de salir. Los chicos del enterrador ya se han ido a almorzar.
Miró su reloj. Era casi la una.
Entonces Zondi apagó el motor y pudieron oír claramente el sonido de la música de órgano a través de las gruesas paredes de piedra de la capilla. Hubo un rápido fundido en el último verso y Kramer sonrió.
—Byers también tiene prisa para irse a almorzar —dijo.
Esperaron a que salieran los asistentes. No sucedió nada. Entonces el órgano volvió a empezar.
—Ese cura tiene mucho que decir, ¿eh, Zondi?
—Es su trabajo, jefe.
Cuando la música se detuvo de nuevo y tampoco salió nadie, Kramer decidió que ya era suficiente.
—Nos vamos a pasar aquí todo el día esperando —dijo—. Mira, voy a entrar a ver si Byers está en la sala de control. No podemos perder más tiempo.
Se dirigió rápidamente a la entrada, empujó las puertas y se encaminó a la habitacioncita en el extremo del pasillo. Pero en el camino se detuvo para echar una rápida ojeada a través de las ventanas de la puerta de la capilla.
Estaba vacía.
—¿De vuelta tan pronto, amigo mío? ¿Se olvidó algo?
Kramer se dio la vuelta lentamente para mirar a Byers.
—Pensaba que había un funeral —dijo.
—Oh, no, la gente que hay fuera han venido para colocar una placa de dedicación al servicio o algo así en el Jardín de los Recuerdos.
—Sonaba música.
—No me hable. He tenido un montón de problemas desde que se marchó usted. ¿Recuerda esas cintas que le mencioné? ¿Con efecto coral para ayudar a los cantantes? No puedo equilibrar el balance. Eso es lo que debe de haber oído, he estado trabajando con ellas en la pausa del almuerzo.
—Debe de pensar que soy un bobo.
—En absoluto, amigo mío. ¿Pero no se dio cuenta de que no podía oír la voz del abogado del diablo en medio?
—¿Quién?
—El cura.
—No, no me di cuenta.
—Claro… la música llega mucho mejor que las voces y es más potente para empezar. ¿Sabe algo de cintas, por cierto?
La cara de Kramer adquirió una expresión extraña. Sintió súbitamente que sabía algo sobre una cinta en particular… pero tenía que asegurarse.
EL ARCHIVERO de la Gaceta de Trekkersburg daba la impresión de ser un hombre irritable con ideas derechistas. Aquellos que le conocían bien, sin embargo, sabían que esto era solamente una manera de mantener a raya a los izquierdistas del personal. Si se les daba la menor oportunidad, empezarían a demandar archivos todo el día y no le dejarían tiempo para poner al día sus recortes.
De hecho, era el tipo de hombre que daba a los maestros africanos toda la ayuda que necesitaban para compilar biografías de los concejales de la ciudad.
—Le estoy muy agradecido —le dijo Zondi—. Mis alumnos estarán encantados de conocer mejor a los líderes de nuestra bella ciudad.
Y con esto abrió el archivo sobre el concejal Terence Derek Trenshaw.
KRAMER CREÍA EN LA OPORTUNIDAD. Era oportuno poner a Zondi a recopilar detalles biográficos, oportuno confinar al cada vez más truculento Van Niekerk a la oficina, y oportuno hacer que la señora Perkins despertara a su querido Bobby aunque nunca se levantara hasta las tres.
Bob Perkins estaba encantado.
—¿Así que la cinta es importante después de todo? —preguntó mientras la buscaba—. No lo creía, ya que la has dejado aquí.
—¿Tienes un aparato portátil?
—Oh, este puede enchufarse en cualquier parte. Llevaré un adaptador. Aquí tienes.
Le tendió la cinta a Kramer.
—Muy bien, vámonos.
La señora Perkins salió al jardín a despedirlos. Dio un nervioso respingo cuando Kramer soltó el freno de mano y dejó tras ellos la marca de los neumáticos.
—¿Vamos muy lejos?
—Solamente a la esquina.
—¿A Barnato Street?
—Sí.
—Genial. ¿Qué quieres que haga?
—Poner la cinta.
Esta vez le tocó a Bob el turno de dar un respingo cuando Kramer empezó a frenar ante el número 223 y luego cambió de opinión tan bruscamente que el chico de los repartos que tenían delante salvó la vida por una décima de segundo. El Chev se detuvo finalmente cuatro casas más abajo en el extremo del viejo callejón.
—¿Qué te parece entonces un poco de auténtico trabajo detectivesco, Bob?
—¡Magnífico! ¿Qué tengo que hacer?
—¿Ves ese callejón de allí? Conduce al lateral de la casa que nos interesa. Todo lo que tenemos que hacer es recorrerlo con mucho cuidado hasta que lleguemos a una puerta en la valla. Al otro lado hay una jardincillo. Iré primero y abriré la puerta. Entonces ven. Nadie podrá verte hasta que estés junto a la puerta porque hay unos arbustos muy altos. Cruza rápidamente y te diré el resto.
—Vale.
Kramer ocultó una sonrisa mientras se ponían en marcha.
Y sucedió exactamente como había planeado. Bob saltó al jardincillo como una auténtica gacela.
A través de las cortinas Kramer observó las ventanas de la cocina al otro lado del jardín. La señorita Henry se encontraba con Rebecca, la doncella. Compartían el fregado.
—Muy bien, ahora todo lo que tienes que hacer es poner en marcha ese aparato y ya estamos.
—¿Aquí mismo?
—Aparta el sofá de la pared si el enchufe no llega.
Bob le dio un empujón con la rodilla y este rodó sobre sus bien engrasadas ruedecillas. Entonces se arrodilló para preparar la cinta.
La señorita Henry llenaba de agua caliente una tetera junto al fregadero.
—Date prisa si puedes, Bob.
—No tardaré ni un minuto. Supongo que sabrás que alguien tenía un mueble aquí antes.
Kramer se dio la vuelta.
—¿Dónde?
Bob señaló una zona de la alfombra que antes cubría el sofá. Había cuatro ligeras marcas como las producidas por los cojinetes de goma de cada esquina de una grabadora.
—Córrelo hasta la última pieza, donde no falta tanto.
—Bien. Marchando.
La señorita Henry estaba aún en la cocina.
—Una cosa más, Bob: ¿puedes hacer que suene con la fuerza de un piano?
—Si quieres… Este aparato tiene un montón de voltaje.
—Como un piano.
—Eso está hecho. Hice una anotación sobre el volumen en la caja.
Hablaba demasiado. La señorita Henry se había ido. Kramer maldijo en silencio.
—¿Cuenta atrás?
—Cero. Vamos allá, Bob.
Kramer se sobresaltó cuando sonaron las primeras débiles notas de Mangas Verdes. Luego se sentó en la alfombra junto a Bob para escuchar.
El sonido que esperaba empezó muy suavemente en una clave muy alta. Gradualmente cobró fuerza y luego empezó a oscilar de un extremo de la escala al otro. No procedía del amplificador.
En la cocina, Rebecca chillaba.
Los dedos del pianista tropezaron en un acorde y se produjo una pausa. El acorde se repitió lentamente y luego la tonada continuó.
Rebecca se encontraba ahora en el jardín, igual que la señorita Henry, casi aplastada en el aterrorizado abrazo de la doncella zulú.
La cinta chasqueó.
—Demonios, lo siento. Un empalme malísimo.
—Perfecto, amigo mío.
Kramer se puso en pie y abrió una ventana para ver a las dos mujeres que se acercaban compulsivamente a la casa.
—Buenas tardes, señora —dijo alegremente.
Rebecca se cubrió la cabeza y echó a correr, chillando como una cochinilla negra.
La señorita Henry estaba hecha de materia más dura.
—Sabía que no podía ser ella —dijo.
—¿Por qué no, señorita Henry?
—Porque está con el Señor… y Él no lo permite.
Kramer volvió a meter la cabeza entre las cortinas. Se llevó un dedo a los labios y luego salió.
—Lamento haber asustado a su criada. Sólo se trataba de una prueba.
—Todo lo que puedo decir es que menos mal que la señora está en la habitación delantera. Una impresión como esta le podría provocar algo terrible. Debo admitir que yo tampoco me siento bien.
—Lo siento.
La señorita Henry se desplomó en el banco del jardín que tenía convenientemente tras ella.
—Fue sorprendente, ¿sabe?
—¿La música?
—La querida Mangas Verdes. La de veces que la hemos oído en el pasado. Siempre los mismos errores, también, las tonterías. Y siempre haciendo boomp-boomp-boomp como un tren saliendo de la estación. ¿Quién tocaba? ¿Uno de los caballeros alumnos suyos?
—¿Qué quiere decir exactamente, señorita Henry?
—Oh, todos parecían iguales desde donde estábamos. Dos eran altos, uno mediano y había un caballero bastante grueso también. Ninguno tocaba mejor que los otros. Una lástima, porque una hora de lección no es barata.
—¿Siempre se quedaban una hora?
—De las ocho a las nueve. Se podía poner el reloj en hora con ellos.
—Sé que probablemente le he hecho algunas de estas preguntas antes, señorita Henry. ¿No le importa?
—Es sólo que siempre está detrás de mis pobres caballeros. No han hecho nada malo, ¿verdad?
—¿Por qué insiste en que son caballeros?
—Por sus ropas y su porte. Siempre puedo distinguir a uno, es mi educación, ya sabe.
—La última vez dijo usted que había cinco.
—¿Eso hice? Tal vez conté al caballero que la visitaba sobre su seguro de vida.
—¿De veras?
—Sí, casi me tropecé con él una noche cuando salía del callejón y yo regresaba de una reunión en la iglesia. Me dijo «discúlpeme» tan amablemente que tuve que mencionárselo a la señorita Le Roux.
—¿Por qué no me lo mencionó a mí, entonces?
La señorita Henry captó el cambio de tono y sus cejas se alzaron en un ansioso arco.
—Preguntó usted sobre las visitas regulares, señor. Este sólo vino unas pocas veces.
—¿Dijo ella a qué compañía de seguros pertenecía?
—Creo que era… ¿Trinity? ¿Es correcto?
—¿Es este el hombre, señorita Henry?
—No traigo las gafas, si…
—Eche un vistazo.
—Santo Cielo, es él. Lo reconozco por la forma de la cabeza. Un tal…
—Francis, Leon Francis.
Esto le pareció bien a la señorita Henry. Ladeó la cabeza y repitió el nombre en un susurro.
—Hermoso nombre. No va a ser usted malo con él, ¿verdad?
—Vamos, señorita Henry, ya le he dicho cuánto siento haberla asustado. No lo hicimos a propósito.
—Ahora me lo ha vuelto a recordar. La parte más horrible fue cuando la música se paró. Rebecca y yo pensamos las dos que podíamos oír a la pobrecita hablando.
—No hicimos ningún ruido ahí dentro.
—¡Qué tontería! De todas formas nunca podíamos oírla, ni siquiera de cerca, y siempre corría las grandes cortinas de terciopelo para no molestarnos.
—Todos cometemos errores, señorita Henry —dijo Kramer, cogiéndola del brazo.
Y la condujo hasta la puerta de la cocina como si fuera una auténtica señora.
NO HABÍA NADA como un paseo junto al río, especialmente en primavera. El amor estaba en todas partes donde miraras si tus oídos eran lo suficientemente agudos.
Entonces Moosa cometió el error de susurrar un enfático suspiro y el gran amante negro le vio desde su posición en la hierba.
—¡Churra! ¡Espera!
Moosa no pudo evitarlo. Huyó. Y tropezó con otra infeliz circunstancia.
—¿Qué quieres, coolie? —exclamó el vagabundo, alzando la cabeza del maletín de camisas nuevas que estaba empaquetando.
Moosa levantó delicadamente el pie de la tapa abierta.
—¡Mil, dos mil perdones! Mi estómago me está volviendo loco, patrón.
Hizo un gesto hacia un grupo de matojos junto al borde del río.
—Tienes que correr, ¿eh?
El vagabundo se rió desagradablemente y su compañero, que orinaba tras un árbol, se acercó sonriendo.
—¿Sabes una cosa, Clivey? Parece que el churra ha estado poniendo esa brillantina que usa en el curry.
El chiste hizo aún mejor efecto. Moosa se unió a la risa.
—¿Qué es tan gracioso, coolie?
—Es un descarado, Clivey. ¿Se la damos?
—Por favor, patrones. La hierba alta los cubría.
El primer vagabundo cerró el maletín con un doble chasquido de los cierres.
—No quiero tocar al sucio bastardo en su estado, Steve.
Otra risotada.
Steve cogió una piedra.
—¡Entonces corre, churra!
No alcanzó a Moosa por un metro, pero el indio continuó corriendo en zigzag hasta que llegó a los arbustos. Allí vomitó.
Durante largo rato se quedó sentado, inmóvil. Entonces sacó su pañuelo y la fotografía salió a la vez. Moosa se puso en pie. Durante la última hora se había olvidado que le pagaban por combatir el crimen en Trekkersburg. Cualquier crimen. Las camisas del maletín estaban aún envueltas en celofán. Sin abrir.
CUANDO ZONDI LLEGÓ a la casa de Barnato Street aún llevaba su gorra de chófer. Bob Perkins se marchaba.
—Me lo he pasado muy bien —dijo, mientras recorría el porche con la grabadora en los brazos—. Naturalmente que no me importa andar, teniente. No está lejos. Y muchas gracias, ¿eh?
Kramer le despidió agitando la mano.
—¿Averiguaste algo de lo que te dije, chico? —preguntó.
Zondi entró en la casa tras él y se echó a reír.
—El conductor del Jefe Trenshaw es un bobo. Creía que iba a quitarle el trabajo.
—¿Entonces no averiguaste nada?
—Oh, sí. Le dije que mi amo era un doctor Número Uno y que tenía un piso con garaje. Entonces habló sin preocuparse.
—Bien. ¿Y los archivos del periódico?
—De primera clase.
—Nosotros también hemos estado ocupados.
—¿Salió bien, jefe?
—Perfecto. Encaja con lo que pensábamos. La señorita Le Roux estaba metida en un asunto de prostitución. Siéntate y te lo contaré.
Zondi eligió el sofá, que encajaba perfectamente con su altura.
—Empezaremos por la cinta. La probamos con la señorita Henry y la criada. Decididamente, creyeron que había fantasmas.
Hizo una pausa para reírse.
—Esta cinta es lo que oían por las noches cuando venían esos hombres. Otro detalle: dura exactamente una hora, según me ha dicho el señor Perkins. Los hombres se quedaban exactamente una hora cada uno.
—Ella funcionaba como un empresario, jefe.
—¿La tarifa? Diez rands por hora, según el sargento Van Niekerk. También dijo por teléfono que iba a terminar esa lista de ventas de órganos, pero ya no tiene mucho sentido.
—¿Jefe?
—Nada de lecciones; no de música, Zondi. ¿Cómo podían decirle a sus esposas que iban a sus clases de música y luego no ser capaces de tocar mejor?
—El conductor con el que hablé dijo que su jefe cogía el coche por su cuenta dos noches por semana.
—¿Dijo por qué?
—Sí. El Jefe Trenshaw le dice que asiste a largas reuniones, pero que le gusta conducir un poco. Él le cree, jefe.
—Y tal como yo lo veo, no hay ningún motivo para que no lo haga. Aunque aquí no se trataba de reuniones. Oh, no, sería demasiado listo para usar a la muchacha él solo. ¿Qué altura tiene?
—Un metro setenta.
—Ajá. Mediano… igual que el sargento Van Niekerk y Bob Perkins. Creo que podemos decir que sus reuniones son con el grupo que está detrás de todo esto. Probablemente tienen un círculo de chicas como esta. Trenshaw es del tipo que se mezcla en este tipo de cosas. Tienen dinero y problemas con sus mujeres. Tendrías que ver a sus esposas en las carreras del domingo… muy distinguidas, sí, pero cuando se acercan a un semental se echan a temblar.
Zondi chasqueó la lengua, sorprendido.
—Sí, estoy seguro de que hay más de una muchacha porque este grupo está en el ajo. Se tomaron muchas molestias preparando esta cinta. Creo que será mejor que investiguemos a otras maestras de música en Trekkersburg… es como el juego de los masajes, pero no tan expuesto como para hacértelo pensar dos veces.
—¿Sabes en qué trabaja el Jefe Trenshaw?
—Dame la información.
Kramer la leyó rápidamente. Silbó.
—¡Protea Electronics! De ahí procede la cinta, para empezar. ¡Y trabajó de joven en el Servicio de Prisiones!
Zondi hizo funcionar su memoria.
—El periódico dice: «El concejal Trenshaw ha recorrido un largo camino desde su primer trabajo como instructor civil en reparaciones de radio en Pretoria Central. Entonces tenía sólo diecinueve años y estudiaba en la escuela nocturna».
—¿Un largo camino? Yo diría que ha traído algunos de sus antiguos contactos para acompañarle durante el viaje.
—¿Pero por qué matar a la muchacha, jefe? Eso es lo que no comprendo. Es correr un riesgo muy grande.
—Te olvidas de una cosa, Zondi: No había riesgo en la forma en que lo hicieron. Si no hubiera sido por el señor Abbot no habría habido ningún problema.
—Sigo preguntándome por qué, jefe.
—Porque ella les podría haber creado un montón de problemas si hubiera querido. Era de color, ¿recuerdas? Es probable que no lo supieran.
—Lenny lo sabía.
—He cambiado de idea sobre su posición en la banda. Estoy empezando a pensar que él fue quien inició los problemas. Descubrió lo que estaba haciendo su hermana y trató de chantajearlos con el Acta.
—No pertenecía. Ya veo.
—Creo que es un asunto de blancos. Por eso nuestros contactos no han oído nada. Los míos son demasiado bajunos y los tuyos… ¡bueno!
—Y tal vez por esto no hemos podido encontrar a Lenny. También le han hecho algo.
—Sí, eso es.
—¿Y Shoe Shoe?
—Lo mismo. Sabía algo y trató de sacar dinero. Le resultaría muy fácil hablar con Trenshaw en las escaleras del ayuntamiento. Creo que ahora sabemos qué es el Cerdo de Vapor.
Hubo un tintineo de platos y la señorita Henry apareció en la puerta con una bandeja.
—Pensaba que le apetecería tomar algo —dijo, y abrió la boca al ver a Zondi tumbado.
—Mi chico está enfermo —explicó Kramer, cogiendo la bandeja.
—Pobrecito, no parece muy fuerte, siendo tan pequeño. ¿Quiere que le traiga algo?
—Se pondrá bien. Come demasiado. Gracias por el té.
La señorita Henry hizo una breve reverencia y se marchó.
—Jefe Kramer —dijo Zondi—. Tengo una cosa más que preguntarte.
—Adelante.
—¿Por qué estás tan seguro de que tienes que capturar a Trenshaw y estás sentado charlando toda la tarde? Mi reloj dice que son las cuatro.
—Ya me voy —replicó Kramer desde la puerta—. Coge el Chev y espera con el sargento Van Niekerk. Este no es un trabajo para cafres.
Zondi se tomó el té primero.
PROTEA ELECTRONICS SE ENCONTRABA en un edificio nuevo en la parte antigua del centro de Trekkersburg. El cartel exterior era lo bastante pequeño para indicar que dentro se trataban grandes negocios.
Kramer pudo notar que aún olía al serrín dejado por los carpinteros que habían instalado el hermoso mostrador de recepción. Tocó el timbre. Inmediatamente, una mujer de mediana edad con barbilla beligerante apareció a través de una puerta marcada Secretaria del Encargado. No le preguntó qué quería sino que se le quedó mirando simplemente como un rayo láser con la aparente esperanza de que se desintegrara.
—Quiero ver al señor Trenshaw.
—¿Quién es usted?
—El señor Kramer.
—¿De?
—Trekkersburg.
Ella lo pensó.
—¿De?
—Soy del ayuntamiento.
—¿Entonces por qué viene aquí?
—Porque quiero ver al señor Trenshaw.
—Eso parece muy estúpido.
Kramer ya había tenido bastante.
—¡Dígame dónde está su jefe y rápido!
La bruja robot electrónico cambió de longitud de onda.
—Lo siento mucho, señor, pero en este momento se encuentra en un cóctel en el ayuntamiento.
—¿Qué cóctel?
—Es en el Salón de Juntas… a la salida de la Cámara del Concejo.
—Conozco el maldito plano del lugar. Quiero saber para qué es la fiesta.
—El concejal Trenshaw me dijo que era celebrar la firma de un contrato, creo. El del gran poblado nativo nuevo que van a construir al otro lado de Peacehaven.
—Oh, el de los cinco millones de rands.
—Por lo que recuerdo, son diez.
—Bien, pues se equivoca, señora.
Kramer se dio la vuelta y se marchó.
No tenía ni la más remota idea de lo que iba a costar el poblado a la ciudad. Pero sabía que le había dado su nombre y que eso había echo rodar la pelota.
Hablando de pelotas, era la hora de empezar a jugar.
MOOSA SE SENTÍA relativamente a salvo a este lado de la frontera en la ventana de la sastrería de su amigo Mohammed Singh.
El Albergue Masculino del Ejército de Salvación se encontraba al otro lado de la calle, representando la última avanzadilla de la civilización blanca. Si no hubiera habido tantos socavones en el asfalto, habría habido una línea blanca para dividir los callejones y habría marcado el lugar donde se unían las dos zonas grupales.
Singh había sido muy instructivo. Después de pasar sentado más de veinte años ante la otra ventana, pedaleando su Singer y tragando alfileres, había escogido un solar sobre el establecimiento al otro lado.
El pequeño bungaló de aspecto descuidado, con sus macetas de tela metálica colgando de las vigas del porche, era el lugar donde vivía Ensign Roberts con los ocho miembros de su familia. Se decía que ganaban menos de treinta rands a la semana y que la señora Roberts hacía la mayoría de sus compras en tiendas indias.
Ensign Roberts era la única persona a cargo del albergue adyacente a su jardín pero rodeado por una alta valla de metal laminado. El único acceso era a través de un par de grandes puertas de madera sostenidas sobre columnas de ladrillos. En este momento se encontraban abiertas de par en par, pero se cerrarían firmemente a las diez. Sólo se abrirían antes de las siete si la policía traía a algún vagabundo del que se hubieran apiadado. Incluso entonces se había oído a Ensign Roberts rechazar vehementemente su admisión.
El buen hombre —pues era un buen hombre además de cristiano—, tenía sus problemas. El ala que corría junto a la valla era el menor. Allí era donde vivían los viejos pensionistas que ganaban unos veinte rands al mes. Eran callados y dormilones y sólo causaban ocasionalmente problemas cuando se robaban periódicos unos a otros. A continuación, en las primeras dos alas a la derecha en el fondo, estaban los ex-prisioneros. Buscarles trabajo y mantenerlos apartados de la bebida era más complicado, pero en general los fracasos nunca se quedaban mucho tiempo. Los auténticos crea-problemas llenaban el resto del edificio en forma de ele con su hedor y su malhumor. Eran los caballeros de la carretera, los mendigos, los vagabundos, los borrachos, los fumadores de dagga, los cirujanos y abogados que habían dicho qué-demonios y se habían tirado por la pendiente. No se podía confiar en ellos ni por un instante: ni siquiera cuando dormían. Ensign Roberts llevaba cicatrices que lo demostraba, pues le habían aplastado las gafas cuando intentaba calmar a un hijo pródigo que había encontrado a Jesucristo en sus sueños.
Esos eran los hombres en quienes estaba interesado Moosa. Llegarían a las cinco a pedir una cama antes de marcharse de nuevo a mendigar y, tal vez, llevarse algunas camisas para vender. Tenía el permiso de Singh para usar el teléfono en el momento en que viera a los vagabundos del río.
De repente allí aparecieron: justo ante la ventana, asomándose. Moosa se quedó inmóvil. Era el único maniquí con cabeza, pero no llevaban el maletín y estaban demasiado borrachos para darse cuenta.
Entonces Moosa sufrió un segundo shock, mucho más grande.