XIII

EL TAMBOR DE REVELADO emitió un chirrido agudo en un rincón del cuarto oscuro. Prinsloo se inclinó sobre él y escupió sobre la placa giratoria. Su saliva se convirtió en vapor.

—Ya está caliente… podemos empezar —dijo.

Van Niekerk sacó un puñado de fotos del lavabo y se las tendió.

—No demasiadas a la vez, Willie. Tengo que ponerlas a secar en este cordel y eso lleva tiempo.

—¿Vas a tardar mucho?

—Sí.

—Las quiere a las diez.

—¿Y? Tu maldito teniente Kramer va a tener que enterarse de que no se puede hacer todo con prisas. Y la próxima vez le pedirá a los tipos que tienen los negativos que hagan sus copias.

Van Niekerk se sacó una cascarria de la nariz sin que le viera.

—Zondi es el que me escama —gruñó—. ¿Qué hay entre él y Kramer?

Prinsloo se encogió de hombros.

—Puedo dártelas por lotes si sirve de algo —dijo, preparando la guillotina para cortar el papel sobrante.

—Vale.

—Ya puedes darme algunas más.

—Dormí aquí anoche.

—¿Ah, sí? Te explota bien, ¿eh?

—Sin descanso. Y tendrías que verle esta mañana, pensarías que ha ido contra-reloj.

—Debe tener los nervios de punta.

—Destrozados.

A un metro tras ellos, Kramer se aclaró la garganta.

MOOSA ESTABA CASI INCONSOLABLE. Pero Zondi lo arregló al final.

—¿Dónde debo ir, sargento? —preguntó, aceptando la fotografía de Lenny.

—Puedes olvidarte de Trichaard Street. Gershwin le ha dado mala reputación para una temporada. Tengo a gente en el mercado, la estación, las cervecerías. No sé…, ve donde quieras.

—Ya veo. Es manos a la obra.

—¿Qué es eso?

—Nos está llamando a todos.

—Claro, eso es.

—Entonces puedo dar un paseo hasta el río. Hace mucho tiempo que no veo esa parte.

—No verás mucho tampoco. Ahora es zona blanca.

—Oh, vaya.

—Pero ve a donde quieras. Vigila los coches… eso es lo importante. Si lo ves en uno, anota el número y telefonea.

—¿Pero me contestará ese rudo jefe boer?

—Yo estaré allí.

—¿Y el nombre? Tengo que apuntarlo.

—Leon Francis. Le llaman Lenny. Iba vestido con un traje azul cuando salió de su casa. Metro ochenta.

—Gracias.

—Entonces hasta la vista.

Moosa se levantó para abrirle la puerta.

—Un momento, Moosa, otra cosa. No habrás ido contándolo por todas partes, ¿verdad? ¿No lo sabe nadie?

—¡Claro que no! Alá lo prohíbe.

Pero Zondi aún se preguntaba por la diferente recepción que le había dado Gogol… y el guiño de entendimiento.

Kramer le esperaba con el Chev en la esquina.

—Sube, tío, no tenemos todo el día. Quiero que hagas un trabajo.

Se marcharon.

—Moosa ha hablado.

—Déjalo. Es una buena idea hacerles pensar que estamos empleando a Moosa.

—¿Seguiremos pagándole, jefe?

—¿Por qué no? La gente puede contarle cosas, venganzas o basura de ese tipo. Supongamos que es su tarifa.

—Lo siento, jefe.

—Te digo que Moosa fue una buena idea. ¿Pero no conseguiste nada de los otros?

—Nada.

—¿No guardarían silencio adrede?

—Están muy preocupados por algo, pero no creo que hayan visto a ese Lenny antes.

—Qué raro, Zondi. Lo mismo pasó con los míos. Me lo dirían si lo supieran… aunque sólo fuera por protección.

—Eso es, jefe. Un mal espíritu está escondido aquí; es como cuando los pájaros de la espesura se callan y no ha habido ni un sonido.

—Naturalmente, no creo que Lenny operara en Trekkersburg y no creo que los hayamos puesto en sobreaviso. Así que eso nos deja de nuevo con el truco del puesto de comida ambulante. ¿Recuerdas que su madre dijo que le había pedido que pusiera flores de su parte en el crematorio?

—El señor Abbot dijo que no había flores.

—Eso fue sólo mientras estuvo allí, hombre. Lenny pudo aparecer más tarde.

Zondi puso un Lucky en la boca de Kramer y lo encendió. Cogió uno para sí.

—¿Por eso vamos por esta carretera?

—Sí, quiero que hables con los chicos de allí. Los que trabajan en el jardín. Ach, ¿qué pasa, hombre?

—Ese tipo no le puso las flores a su madre… es una mala persona.

—Le resultaría duro no hacerlo si ella se lo pidió.

—Pero pensamos que tenía miedo de aparecer.

—Tienes que tener cuidado, Zondi, estás mezclando lo que pensamos con lo que sabemos.

—Pero jefe…

Kramer dio un puñetazo al volante.

—Escucha, cafre —bramó Kramer—. No hemos logrado nada en este caso que valga un pimiento y tenemos hasta esta noche para conseguir algo o me meteré en un lío. Y tú también.

Zondi se entretuvo con sus uñas hasta que llegaron al crematorio.

—Espera —dijo Kramer, y entró en el edificio.

Encontró al superintendente con su bata blanca saliendo de su oficina.

—Buenos días. Soy el señor Byers, ¿puedo ayudarle?

—DIC, señor Byers. ¿Puede mi chico hacerle a los suyos algunas preguntas?

—No irá a molestarlos, ¿verdad? Ya es bastante difícil que vengan a trabajar aquí.

—No, la investigación no tiene nada que ver con ellos.

—Adelante, entonces. Iba a preguntar qué pasa con el té. ¿Quiere tomar un poco mientras su chico está ocupado?

Kramer vaciló. Aún estaba furioso, pero consigo mismo.

—Sí, gracias. Soy el teniente Kramer, por cierto.

—¡Ah! Justo el tipo que quería ver. Pero vaya y deshágase del chico antes.

Kramer se acercó a las grandes puertas de cristal y llamó a Zondi.

—Ahí atrás hay un tipo preparando té. Charla con él para empezar.

Hizo un guiño. Zondi sonrió.

—Entonces corre hacia ese sitio. Hay un jardín dentro con placas y flores en el centro. Míralas y habla con todos los que trabajan allí. El jefe quiere hablar conmigo.

—Gracias, jefe.

Kramer regresó a la oficina. Byers estaba sacando una caja de cartón de un armario.

—Aquí está, teniente. El té viene de camino… igual que la Navidad. ¿Qué hacemos con esto?

La caja era mucho más liviana de lo que Kramer esperaba. La sacudió.

—¿Qué es esto?

—La pobre anciana que Georgie Abbot nos envió por error.

—Demonios, me había olvidado de ella. No puede usted…

—¿Esparcir sus restos? Oh, un poco más no tendría importancia, pero me temo que debo ceñirme a las reglas. Sin papeles, nada de último reposo aquí.

—Entonces supongo que lo mejor será que me la lleve mientras tanto.

—Buen chico. Firme este recibo, ¿quiere? Gracias.

—Ya que estoy aquí, señor Byers, tal vez podría hacerle algunas preguntas.

—Con sumo gusto. Pero primero debo pedirle que me acompañe a la sala de control. Maxwell & Flynn están al llegar. El viernes es nuestro día de más trabajo.

Kramer le siguió.

—Por favor, comience cuando quiera. Estaré trabajando, pero le escucho —dijo Byers, cerrando la puerta.

—Ya sabe usted, señor Byers, que esta señora no estaba destinada a ustedes. Nos interesa la que sí lo estaba.

—Naturalmente.

—El señor Abbot ha declarado que no asistió nadie al funeral, y que no había flores.

—Bien, es correcto.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Ha estado aquí en algún funeral? Entonces se habrá dado cuenta de que el sacerdote oficiante pulsa un interruptor en el suelo en el momento adecuado. Esta lucecita se enciende y sé cuándo dar comienzo a la música y poner en marcha la cinta transportadora. ¿Comprende?

Kramer asintió. No había pedido una conferencia en detalle, pero tendría que haberse dado cuenta de que el panel de control tenía el aspecto de un juguete.

—¿Y si la bombillita roja se funde? Entonces yo no recibiría el aviso, ¿y qué sucedería?

—Oiría los abucheos del público.

Aquello fue un error.

—Me gustan los chistes de vez en cuando, teniente, pero nunca a costa del trabajo. El servicio que ofrecemos es importante. No es tan simple como parece. El tiempo es vital. Y, recuerde que el menor fallo puede provocar inmenso dolor a los amigos del difunto, que ya están sufriendo suficiente.

Kramer tardó un par de segundos en recuperarse.

—Lo siento, señor. Continúe, por favor.

—En realidad no era nada. Iba a señalarle esta mirilla que tengo instalada para tal contingencia. Inspecciono a través de ella regularmente y puedo asegurarle que en ningún momento vi a nadie presente en ese funeral aparte del sacerdote y los encargados de la funeraria.

—¿Es una de esas mirillas con gran angular?

—En efecto. Bastante nítida.

Kramer se acercó y miró.

—¿No vio a nadie merodear por aquí antes ni después?

—No. Y tampoco hay ningún sitio para merodear, como usted dice.

Llamaron a la puerta y un zulú triste entró con una bandeja de té.

—Has tardado mucho, Philemon. Tienes ahí a tu novia, ¿verdad?

Philemon siguió mirando la jarra llena de leche hasta el borde.

—Muy bien, ponlo ahí y ve a darle otro frote a los escalones delanteros. Ha pasado un perro olfateando y ha dejado manchas de barro.

—Sí, jefe. El policía quiere hablar con su patrón.

—Tranquilo, amigo… no se marche, tómese el té primero. Lamento haberme puesto así, pero tocó usted un punto bastante delicado.

—Ahora vuelvo —dijo Kramer.

Regresó en menos de un minuto.

—¿Hubo suerte?

—Ninguna.

Y la cara de Kramer lo mostraba.

—Lo estoy dejando reposar un poco. El viejo Philemon nunca se molesta en calentar la tetera primero. ¿Alguna pregunta más?

—No se me ocurre ninguna, señor Byers. ¿Y a usted? ¿Sucedió algo inusitado el martes?

—Hmmmm. Vaya, pues ahora que lo pienso, sí.

—¿Qué?

—Oh, nada que les interese realmente. ¿Leche?

—Gracias.

—Oops, todavía no está listo. Le daremos otro minuto.

La claustrofobia nunca había sido uno de los problemas de Kramer, pero ahora empezó a exhibir signos de susceptibilidad. No hizo caso al cartel de No fumar y encendió un Lucky.

—¿Dónde estábamos? Ah, sí. Como nos quedan aún unos instantes, se lo contaré. Sucedió algo de lo más agradable; el presidente del Comité de Parques, nada menos, me hizo una visita. Está a cargo nominalmente de nosotros, ya sabe, y nosotros, a cambio, somos responsables ante él. Sin embargo, a pesar de esto, nunca había visto que un presidente se tomara el menor interés en conocernos personalmente. ¿Leche, dijo?

Kramer se sirvió.

—Si me pregunta mi opinión, algunos de estos concejales no tienen derecho a ocupar su puesto. Te dan un trabajo y esperan que lo lleves adelante. La única vez que oyes hablar de ellos es cuando las cosas van mal. Pero el concejal Trenshaw no sólo me visitó en mi oficina, sino que también pidió ver todo el establecimiento. Fue a últimas horas de la tarde, así que me sentí feliz de satisfacerle.

Kramer sintió que tenía que decir algo.

—¿Por qué decidió venir a esa hora? ¿Conocía su horario?

—Ése fue el aspecto más alentador de todo, teniente. Tenía que asistir al último funeral del día, pero como él dijo, eso no le había hecho olvidar a los trabajadores.

El concejal Trenshaw parecía un poco fantasma. El interés de Kramer aumentó.

—¿Y dice que le enseñó todas las instalaciones? ¿Qué hay de su amigo muerto?

—Era más una amistad de la familia.

—Aun así, parece un momento curioso. ¿Estaba aquí con el horno en funcionamiento?

—Desde luego.

—Cristo.

—¡Santo Cielo! Ya veo lo que quiere decir, amigo mío. Aún estaban haciendo los últimos preparativos cuando llegamos al incinerador. Se trataba de la muchacha… o eso pensábamos entonces. Incluso discutimos su caso.

—¿De veras?

—El concejal Trenshaw se interesó mucho por ella. Había llegado temprano para el funeral de su amigo, que era el inmediatamente posterior, y advirtió lo triste que era que no hubiera asistentes ni flores. Por eso me preguntó quién era.

—¿Le dijo usted su nombre?

—Bueno, eso era todo lo que sabía… ¿no? Y le dije su edad porque Farthing me la había mencionado de pasada.

—Ya veo. Bueno, a todos nos llega nuestra hora. Creo que no me habría quedado en esa sala. Demasiado morboso para mí.

—Me sorprende que diga eso con su trabajo. El concejal Trenshaw no pareció inmutarse en lo más mínimo. Vaya, esperó a ver el procedimiento cuando volvimos a abrir las puertas. Eso me dio una oportunidad excelente para pedir equipo más actualizado.

—¿Podría decir entonces, señor Byers —y no me malinterprete—, que el concejal Trenshaw disfrutó de su visita?

—Diría que pareció muy satisfecho con todo lo que vio. Nos felicitó a todos.

Byers miró el reloj.

—Tengo que estar loco. Aquí estoy, comentando tonterías, cuando tengo que poner las nuevas cintas. Discúlpeme.

Súbitamente, Kramer quiso formular un montón de preguntas. Muchas más de las que serían convenientes. Por eso se marchó.

Durante todo el camino de regreso a la ciudad permaneció en silencio.

Zondi reducía la velocidad para entrar en De Wet Street y dirigirse a la oficina cuando Kramer le ordenó que continuara de frente. Lo hizo sin preguntar nada. Comprendía.

Poco después llegaron al Santuario de Aves de Trekkersburg. Aparte de los patos del lago, y una tortuga gigante, estaba desierto. Los miles de garcetas que vivían allí escapaban al campo durante el día, regresando al amanecer para piar y chillar ensordecedoramente desde los árboles. Esto era lo que atraía a la multitud; si no había show, no había humanos.

Todo estaba muy tranquilo.

La tortuga ignoró a Zondi. Después de ciento nueve años, según proclamaba la placa que tenía sujeta en la concha, no había nada nuevo bajo el sol.

Zondi arrojó una colilla encendida delante de su cabeza para ver qué pasaría. Nada.

Pero Kramer tenía que reaccionar al humo cuando lo oliera.

—¡Zondi!

—Ya voy, jefe.

Ya tenía la puerta abierta.

UN OLDSMOBILE NEGRO recorrió rápidamente De Wet Street. El conductor, un hombre duro de cara enrojecida con el pelo gris y engominado, lo conducía bien. Salió con habilidad del flujo de tráfico y se deslizó en la zona de prohibido aparcar delante de la sucursal principal del Banco Barclay’s. Un joven pecoso en mangas de camisa rumiaba sentado a su lado.

Van Niekerk se detuvo a observarlos.

El conductor echó una cuidadosa mirada alrededor. Entonces hizo un gesto con la cabeza al joven y salieron del coche. Ambos iban armados.

Una secretaria que pasaba, de regreso del peluquero, oyó el suspiro de Van Niekerk y medio se volvió. Pero Van Niekerk observaba a los hombres.

El conductor se había guardado el revólver en el cinturón y estaba abriendo el maletero del Oldsmobile. Su joven acompañante esperaba muy confiado a su lado. La automática que llevaba en la mano era demasiado grande para manejarla casualmente.

—Será mejor que tenga cuidado en el manejo de ese arma —reprendió Van Niekerk—. Tiene el seguro quitado y podría haber problemas si se le cae.

—Métase en sus malditos asuntos —dijo el conductor, sacando dos pesados maletines del coche.

El joven, insolentemente, hizo un globo con su chicle. Estalló y se pegó al atisbo de bigote rojo.

Van Niekerk tuvo que echarse a reír.

—Pronto cambiaremos sus modales en el Cuerpo —dijo suavemente, dando la espalda a un estallido de disculpas.

Y entonces volvió a suspirar.

Entre todos los días, el teniente tuvo que elegir un viernes para enviarle a comprobar los bancos. El viernes era cuando el dinero se movía a espuertas, y todos los cajeros de la ciudad tenían una cola lo bastante larga para comprar la Mona Lisa.

Van Niekerk fue lo suficientemente puntilloso para pedirle a los encargados que le acompañaran al mostrador en cada caso, pero aun así no resultó de mucha ayuda.

Ellos también estaban turbados, y tan impacientes como sus empleados, para tratar de identificar a una cliente a partir de una fotografía. Los ordenadores habían vuelto redundantes las caras.

—Si pudiera darnos un número de cuenta… —repetían.

—¿Señorita Theresa Le Roux?

—No.

—¿Señorita Phillips?

—No es ninguna de nuestras señoritas Phillips.

Y así una larga, tediosa e infructuosa tarea había llegado a su fin. La oficina principal del Barclay’s tampoco había servido de nada.

Van Niekerk volvió a salir al sol.

—Que me zurzan si entiendo por qué la gente utiliza los bancos —murmuró para sí—. Yo no lo haría si no tuviera que hacerlo.

Entonces se dio cuenta de que no había razón para que la muchacha utilizara un banco: no tenía una esposa como la suya que disfrutaba empleando su talonario de cheques.

Caminó rápidamente hasta la sucursal de préstamos inmobiliarios más cercana a Barnato Street y entró. Allí estaban los tres o cuatro clientes de rigor tratando de hacer escribir los bolígrafos atascados.

—¿Puedo ayudarle?

—Sí, señorita. DIC. Mire esta foto, por favor.

—¿No es ella?

—¿Quién?

—Esa curiosa señorita como se llame. Beryl, ven aquí un momento.

Había ocasiones en que Van Niekerk sentía que su iglesia estaba equivocada en lo que decía sobre la minifalda. El placer que experimentaba era supremamente inocente, y también lo era Beryl, es taba seguro.

—Sí, es la señorita Phillips —dijo ella firmemente—. Siempre paga con billetes de diez rands. Pero los retiró todos la semana pasada y no ha vuelto desde entonces.

—¡Oh, Beryl, no puedes decir eso sin preguntarle primero al señor Fourie!

—No importa, sólo quería saber si la conocían —tranquilizó Van Niekerk—. Me gustaría ver ahora al señor Fourie, por favor, pero no le diré nada, chicas.

Beryl sonrió y cruzó inocentemente la sala para sacar al señor Fourie de su oficina.

UNA GARCETA SOLITARIA aleteó en el cielo lentamente. La observaron acercarse, identificar un nido particular y posarse aleteando con fuerza.

—Tienen que haberla despedido —murmuró Kramer.

Zondi frunció el ceño.

—Olvídalo, hombre. Dime qué te parece lo que he dicho.

—Hau, puede significar grandes problemas.

—Y todavía serán mayores si estamos equivocados, Zondi. Eso es lo más jodido de todo. Un error y el Brigadier se lanzará contra nosotros. Y nos cortará los huevos.

—Tal vez sería mejor que hablaras con el coronel Bobo.

—Le provocaría un aborto.

—Blancos… —Zondi sacudió la cabeza—. ¿Por qué cuando un hombre se convierte en un gran jefe como el concejal pensáis que no puede hacer nada malo? En mi pueblo elegimos a nuestros jefes por la sangre, de esa manera no se pasan la vida diciéndonos qué tenemos que hacer. Ningún hombre hace todo este trabajo por nada, como dices que hace ese jefe Trenshaw.

—Se llama democracia, hombre. No lo hacen por nada. A muchos de ellos les gusta ayudar.

—¿Diciéndole a la gente lo que tiene que hacer?

—Está bien, buscan el poder que les proporciona.

—Eso puede gustar mucho, jefe.

—Cierto.

—Ha habido otras bandas con jefe blanco, como la que robaba los almacenes en el País Zulú.

—¿La banda de Joey Alien? Pero era basura blanca, no un maldito concejal.

—Por eso le cogieron tan fácilmente. Podría ser que ese jefe Trenshaw fuera listo. Es blanco… sabe que la gente blanca tiene que respetarle.

—Muy bien, hombre, muy bien. ¿Qué le digo entonces al coronel?

—Sabe lo que Shoe Shoe le dijo a Gershwin sobre los jefes.

—No lo creyó.

—Dile entonces lo otro.

—Magnífico, entro en su despacho y le digo que he relacionado al concejal Trenshaw con la muchacha asesinada. ¿Cómo? Oh, fácil, señor. Verá, hizo una cosa rara. Justo antes de asistir al funeral de un amigo, se pasó por allí y vio lo que pensaba que era la muchacha en cuestión ser reducida a la nada. Esperó hasta que no fue nada, señor, y luego dijo lo contento que se sentía con la manera en que funcionaban las cosas.

—Hablas como un tonto, jefe.

Kramer compartió el sobrante de comida que habían comprado en el puesto ambulante de Durban. Zondi aceptó agradecido su porción.

—Entonces déjame volver a intentarlo. Diré que tengo razones para creer que vieron y oyeron actuar extrañamente a ese concejal Trenshaw en el crematorio el martes de esta semana. Cuando me pregunte que me explique, diré que sea cual sea la responsabilidad de un hombre, siempre hay un tiempo y un lugar. Señalaré que el funeral de la muchacha fue anunciado en la prensa esa mañana y que, según la información recibida del superintendente del crematorio, el mencionado concejal Trenshaw no admitió una relación estrecha con el difunto relacionado con el funeral siguiente.

Hizo una pausa para dar un bocado a su trozo de bocadillo.

—Entonces añadiré que, en mi opinión, el concejal Trenshaw desplegó un interés innatural en la forma de trabajar del establecimiento… y un interés innatural en la incineración de un cadáver, supuestamente el de la muchacha anunciada en el funeral.

»Sostendré que su interés fue más allá del interés casual de una persona normal al observar tales procedimientos e insistió en quedarse hasta que el cuerpo quedó totalmente destruido.

»Y en este punto pediré permiso para introducir una hipótesis que puede arrojar un poco de luz sobre el asunto.

Zondi resopló, llenando su traje de migajas.

—¿Qué pasa? ¿Hablo como Sam Safrinsky?

—¡Tribunal supremo, jefe! No sólo un abogado judío.

—Gracias. ¿Sabes lo que es una hipótesis?

—Una palabrota muy fea, jefe.

La risa les hizo mucho bien a ambos.

—Entonces escucha y aprende, cafre. Mi hipótesis es que el concejal Trenshaw está tomando parte en alguna empresa ilegal de naturaleza tan seria que implica la liquidación de algunos de sus miembros cuando demuestran ser difíciles o ya no sirven. Aún más, sugiero que un hombre de la inteligencia y la educación del concejal Trenshaw muy bien podría ser el cabecilla de la empresa. Esto es improbable pero no, con mis respetos, imposible.

»Y según esta base, sugiero que el concejal Trenshaw acudió al crematorio con el expreso propósito de asegurarse de que cierta evidencia había sido satisfactoriamente destruida… para usar sus propias palabras.

»Aún más, está la cuestión del método empleado. Si dejamos que esta hipótesis incluya la muerte del bantú Shoe Shoe, advertiremos que esta fue llevada a cabo por delegación. Se hizo mal pero en ningún modo proporcionó una relación obvia con la empresa mencionada. Podríamos decir que quienquiera que ordenó la muerte se contentaba con que la víctima no revelara nada específico —de esto deducimos que la víctima había sido ya interrogada—, y que era mucho más seguro hacerlo de esa manera.

»Pero entonces llegamos a la chica. No harían falta escrúpulos para matarla porque es de color y ellos conocen su posición. Pero en lo que al mundo respecta, ella es blanca. La banda, si puedo llamarla así, toma la precaución de importar un asesino del Rand. Todo sale de acuerdo con el plan, pero el concejal Trenshaw está comprensiblemente ansioso en que no queden pistas. Muy natural de su parte mostrar tanto interés en su destino final.

El lago continuaba muy tranquilo y silencioso.

—Tienes razón, jefe, no sirve de nada —dijo Zondi después de sacudirse—. Este «gran» asunto del que hablas no relaciona a Tessa con el Jefe Trenshaw antes de que la mataran.

—Sé que no, Zondi. No es más que una probabilidad remota. Y no podemos arriesgar nuestro cuello con eso. Ni siquiera estoy seguro de que ese Byers me dijera la verdad exacta. Bien podría haberse inventado la historia para quedar mejor. Mira, son las doce y media. Llévame de regreso rápidamente y luego veremos qué ha averiguado el sargento Van Niekerk.