EL CORONEL se sintió halagado.
—Venga por aquí, teniente. Nunca permito que un nativo toque mis consólidas reales.
—Muy acertado, señor.
Dentro de un minuto Frikkie Muller, el ayudante del coronel, iba a tener que salir de la habitación a toda prisa. Ya estaba haciendo una marca en sus dientes de plástico por morderlos con tanta fuerza. Si Kramer no pareciera tan solemne…
—Llévalas al Brigadier, Frikkie —ordenó el coronel, tendiendo el puñado de flores—. Di que es una forma de darle las gracias a su esposa por la maravillosa fiesta de la otra noche.
Frikkie se marchó, agradecido.
—Lamento interrumpirle así, teniente, pero tenía que quitarlas de enmedio ya que parecían condenadamente estúpidas en esta oficina.
Ni la mitad de estúpidas de lo que parecería el Brigadier trasladándolas a su coche.
—No importa, señor. No hay mucho más que contar.
—¿Entonces cree que este caso no es tan serio después de todo?
—Eso es, señor. El hermano tiene antecedentes. No grandes, pero antecedentes al fin y al cabo.
—Lo importante es que son antecedentes criminales. Esto nos proporciona un puente entre la muchacha y el tipo de basura que podríamos asociar con un asesino especializado en el radio.
—Estoy de acuerdo, señor. Y estoy casi seguro de que su hermana y él estaban metidos en algo juntos. Ella no tiene mucho dinero en su libreta postal, pero sabemos que no sentía reparos en cambiar de nombre cuando le convenía.
—Y esas lentes de contacto… un asunto curioso. No llego a comprenderlo del todo.
—Hasta el momento sólo tenemos teorías. El sargento Van Niekerk investigó las notas del caso y sacó a la luz algo basado en lo que los oftalmólogos dicen sobre las lentes de contacto.
—¿Ah, sí?
—Bien, hacía tres semanas que la muchacha tenía esas lentes de contacto, pero nadie la vio usarlas hasta después de que la mataran. ¿Por qué llevarlas de noche? Porque el especialista dijo que todo aquel que las usara por primera vez tendría que hacerlo poco a poco hasta acostumbrarse a ellas. Creemos que practicaba después de oscurecer.
—¿Cuándo iba a utilizarlas entonces?
—Se había mudado a Trekkersburg. ¿Por qué no a otro sitio? ¿A otra nueva vida?
—Me gusta eso. Si su hermano y ella estaban metidos en problemas, podrían haber intentado huir. Los otros la cogieron a ella primero.
—Sí, señor, algo parecido.
Kramer tuvo que admitir su admiración por la manera en que el coronel Du Plessis había comprendido el problema. Era un tipo extraño.
—Si las lentes de contacto eran su gran secreto, Trompie, ¿cree que habría contestado a la puerta con ellas puestas? Sé lo que va a decir… sí, lo haría, si estuviera esperando a alguien.
—A su hermano.
—Pero no fue él. Fue el asesino.
—Van Niekerk encontró también una respuesta para eso. Trudeau dijo que ese tipo de lentillas de colores funcionan mejor a plena luz del día porque la pupila se contrae. Farthing jura que sólo había una luz encendida en el piso, la de su dormitorio.
»Ahora supongamos que ella estaba en la cama esperando a quien fuera… a su hermano. Oye llamar a la puerta. Se levanta vestida solamente con su camisón, se dirige a la otra habitación y abre la puerta. La luz le da de espaldas y con esas pupilas no puede ver nada de lo que hay fuera. Oye una voz que cree conocer. Deja la puerta y regresa a la cama porque hace frío… e hizo frío el domingo por la noche.
—Capto la idea —dijo el coronel—. Sus ojos o los míos estarían completamente abiertos, pero los de ella no podían. Lo contrario del deslumbramiento. Sí, pero todo esto no funcionaría si no esperaba visita. Si era su hermano, ¿por qué no se quedó?
—Pudo haber tenido miedo. Pudo saber que las cosas iban mal.
—Otra suposición… en primer lugar, ¿cómo podrían saber que iba a visitarla?
—Podrían haberlo dispuesto y avisado a ambos de antemano. O sólo a uno.
—¿A la muchacha?
—Sí.
—Mucho más simple… así podrían haber sucedido las cosas. Le dicen que el hermano va a venir a las once, por ejemplo. Ella oye llamar a la puerta, la abre y regresa a la cama. Ellos la matan. Se acabó.
—También podrían haberlo hecho por las bravas una vez que la puerta quedó abierta.
—También es cierto. Pero continuamos diciendo «ellos». ¿De quién estamos hablando?
—No lo sé, señor. De una banda.
—No quedan muchas que se dediquen a este tipo de asuntos, Trompie. Podrían haberla matado mucho más fácilmente con un coche.
—La muchacha no salía mucho.
—Ach, hombre, ya sabe lo que quiero decir.
—Sí, señor. ¿Qué hay de una banda trabajando para alguien importante?
—¿Como lo que imaginó Shoe Shoe? Creo que es un montón de basura.
—Según la declaración de Mkize, no fue la basura lo que le hizo matar a Shoe Shoe.
—Eso significaría que Shoe Shoe sabía algo sobre sus VIPs y le costó la vida. No puedo aceptarlo. El Cerdo de Vapor… ¡Ja! Si me lo pregunta, es una cortina de humo, no de vapor.
—Pero estamos de acuerdo, señor —dijo Kramer tras reírse obligatoriamente—, en que el tal Lenny podría darnos respuestas a un montón de preguntas… incluida ésa.
—De acuerdo.
—¿Entonces tengo permiso para ir a Durban con Zondi y ver si puedo encontrarlo?
Todo el tiempo el coronel había mostrado una leve ansiedad a pesar de la inusitada afabilidad de Kramer… o tal vez precisamente por eso. Era como un hombre esperando tener que pagar por su diversión. Ahora sabía el precio.
—Me sorprende que se moleste en preguntar eso, teniente —replicó pastosamente.
—La División de Port Natal no recibe con alegría las intervenciones de nuestra parte, señor. Podría crear problemas.
—¿Cómo la última vez? ¿Cree que no lo sé? El capitán Potgeiter dijo que no quería volver a verle por allí. Lo que tienen allí son periodistas de gran ciudad… no son tan fáciles de domar.
—La verdad es que estaba pensando en problemas administrativos. Ya sabe lo que opina el Brigadier del protocolo.
—Apuesto a que sí.
—Es la verdad, señor. No hay necesidad de ponerse duros en este asunto… lo localizaremos y lo traeremos para acá.
—¿Y si el capitán Potgeiter le ve? ¿Entonces qué?
—Le diré que lo ha arreglado usted en las altas instancias. No puede discutir con su rango.
—Si es tan simple, ¿por qué no deja que Potgeiter lo haga por usted?
—Pensé que parecería mejor en su informe si todo lo hiciera esta división, señor.
El coronel le miró maliciosamente. Un día ganaría.
—Me encargaré de eso, teniente. Mientras tanto, ¿hay algo que pueda darme para mostrárselo al Brigadier?
—No lo creo. No sería una buena decisión… todavía hay demasiado en el aire. Pero me ha ayudado usted mucho. Gracias.
—No sea tan arrogante. ¿Y si no puede encontrar al tal Lenny?
—Entonces cogeré una foto suya y empezaré a buscar en otra parte. Aquí, por ejemplo.
—¿Y si sigue sin encontrarlo?
—Sabremos que hay una buena probabilidad de que le haya pasado lo mismo que a su hermana. Es mejor que nada.
—Hmmm —dijo el coronel, cogiendo su abrecartas por la punta—, será mejor que tenga terminado este caso mañana por la noche o pondré a toda la brigada a trabajar en él. Parece pasar usted por alto el hecho de que mi nota de prensa, de la que tanto alboroto formó, ha sido hasta el momento su mejor ayuda. Sin ella, no habría habido ninguna madre ni ningún hermano.
Era un empate.
VAN NIEKERK ESTABA ESPERANDO a Kramer con una página de Télex en la mano. Se sorprendió cuando esta fue ignorada, y la expresión que siguió al desaire le perturbó.
—¿Problemas, señor? —preguntó.
—¿Qué ha dicho Durban?
—Poco más de lo que ya sabemos. Leon Charles Francis pasó un año en el Reformatorio de Doringboom por robo… Mientras permaneció allí, recibió un total de catorce palizas con el bastón grueso.
—Dame eso.
—Seis por cometer actos indecentes y ocho por asalto serio.
—¡He dicho que me lo des!
Kramer agarró el papel y lo miró. El párrafo decía:
Detenido bajo sospecha en tres ocasiones desde su liberación. Asaltos, dos posesiones de drogas, evidencia insuficiente. Probable conexión con alguna banda. Puesto en libertad.
Y eso era todo.
—¿Es lo mejor que pudieron hacer?
—Bueno, no es lo que pudiéramos llamar gran cosa, señor. Incluso Trekkersburg tiene más trabajo del que podemos atender.
—Supongo que así es. Pero esta «evidencia insuficiente» demuestra que es bueno en su trabajo.
—Oh, sí. No quería decir que no pareciera mal tipo.
—Bien, ya sabemos a quién no tenemos que enseñarle esto —dijo Kramer, haciendo un gesto en dirección a la Sala 18.
—Oh, ha preguntado por usted. Se preguntaba si ya podía marcharse a casa.
—No hasta que encontremos a su hijo. Le advirtió que se mantuviera apartada de aquí, así que no sabemos qué puede hacer ahora.
—¿Cuál es el plan entonces, señor? ¿La llevamos a las celdas?
—Conozco un sitio, déjamelo a mí. Por cierto, ¿qué tienes que hacer esta noche?
—¿Quiere que vaya a Durban?
—Lo que necesito es un tipo aquí por si suena el teléfono. Nunca se sabe.
Van Niekerk ajustó su corbata y su aspecto. Se aclaró la garganta.
—Muy bien, señor. Llamaré por teléfono a mi mujer.
—Hazlo. Cuando llegue Khumalo, dile que traiga la cama plegable de la biblioteca… o puedes usar una cama libre de los barracones, si lo prefieres.
—Estaré bien, señor. Sin los críos, probablemente dormiré mejor de lo que lo he hecho durante semanas.
Kramer dudó al respecto.
LA CASITA SE ALZABA al borde de la depuradora de aguas, rodeada por la vegetación más lujuriosa que Trekkersburg tenía que ofrecer fuera de los Jardines Botánicos. Seis acacias se balanceaban tras ella y tiras de corteza rosa corrían por su arruinado techo de hierro. El sol al ponerse teñía de rojo las paredes de cal, se reflejaba en las ventanas que tenían cristales y daba a los niños del claro sus propias sombras saltarinas que perseguir.
La señora Francis observó a la pareja que esperaba en el umbral para averiguar qué había traído un coche grande y relumbrante a la vieja carretera. Se notaba que le agradaba su aspecto.
Entonces el hombre reconoció a Kramer, que ocupaba el asiento delantero, y se apresuró a recibirle.
—Qué gran placer, señor Kramer —dijo, abriéndole la puerta.
—¿Qué tal, Johannes?
—¡Bien! ¡Aquí está también Mary para saludarle, y los niños!
Consciente de la mirada de Zondi, Kramer aparentó modales secos, pero se rindió ante los apretujones de los niños. Uno de sus amiguitos se abrió paso para ver qué tipo de hombre blanco podía causar tanta excitación.
—Sólo un momento, tengo un visitante para vosotros —protestó Kramer, y ayudó a bajar del coche a la señora Francis.
La atmósfera cambió al instante.
—¿Qué viene a hacer aquí? —demandó Johannes—. ¿Es de una iglesia? Lo siento, pero no queremos su caridad, señora.
—¿Es que no puedes reconocer a los de tu propia clase? —reprendió Kramer—. Es la señora Francis, que ha venido de Claremont a pasar unos días. Quiero que cuidéis de ella.
—Naturalmente —dijo Mary, echando a un lado a su marido y cogiendo a la señora Francis de la mano—. Venga conmigo. Tomaremos un poco de té antes de que sea la hora de que se acuesten los niños.
Sin mirar atrás, la señora Francis la siguió. Y lo mismo hicieron los niños.
—¿No hay equipaje? —preguntó Johannes pensativamente.
—No. Vino en el autobús para buscar a un pariente. Tal vez os lo cuente más tarde.
—No importa.
—¿Cómo van las cosas, Johannes? ¿Cómo está Katrina?
—Igual.
—Ajá.
—Pero ahora le gusta más el hospital. Le dan trabajo… hace cestas para la ropa sucia.
—Eso está bien.
—Usted comprende a mi hermana, señor Kramer. No se preocupe por esa señora que ha traído. Estará sana y salva con nosotros hasta que la necesite.
—No la eches antes del domingo, de todas formas —bromeó Kramer—. Hasta la vista.
Zondi arrancó y puso el coche en marcha cuando la puerta de Kramer se cerró.
—¿Qué se hablaba sobre la vieja Katrina, jefe? ¿La han curado ya de matar a sus bebés?
—Demonios, no. Es que no la han violado últimamente. Los negros sois unos vagos.
INFANTICIDIO Y VIOLACIÓN, ambos delitos capitales, rondaban la mente de Moosa mientras esperaba en su habitación a que llegara Zondi con su próxima asignación. Si el bebé de los Pillay al otro lado de la pared no se callaba, iría a estrangularlo. Y mientras estaba allí, con la voluptuosa señora Pillay dormida como un tronco, mataría dos pájaros de un tiro.
Gogol abrió la puerta y le miró fijamente, con el fez torcido.
—¡Moosa!
El Demonio de Trichaard Street se acurrucó contra la pared.
—¡Moosa, tienes que contarme qué malditos trucos estás preparando! ¿Cinco Coca Colas y una Pepsi?
Moosa abrió un ojo.
—No lo niegues, tío. Han venido tres personas a la tienda a decirme que has estado sentado en el bar de Sammy toda la tarde bebiendo coca cola. ¿Con el dinero de quién? ¿De quién? ¡Mío!
—No era tu dinero.
Gogol cogió su sombrero al vuelo.
—¿No era mío? —preguntó, y se rió desagradablemente—. Te digo que todos los centavos que tengas en el bolsillo desde ahora hasta el día de tu muerte son míos.
—Fueron gastos, no dinero.
—Puedes llamarlo como quieras. Lo quiero, así que tráelo acá.
—¿De dónde crees que saco el dinero?
—¡Y a mí qué me importa!
Pero eso detuvo a Gogol. Le hizo reflexionar.
—Hablaste de negocios —dijo por fin—. ¿Puede ser que tengas preparado algo?
—Por supuesto.
—Pero tenías dinero antes de salir hoy, eso es lo que no comprendo. No ha entrado nadie en esta habitación que yo sepa.
El bebé de los Pillay se calló.
—Espera un minuto, ese Zondi ha estado aquí. ¿Tengo razón?
Moosa eligió parecer diplomáticamente ausente. Con esto envió el mensaje, pero sólo para provocar un doloroso aullido de risa por parte de Gogol.
—Tú… ¿para ellos? ¡Ese cafre está loco! Ahora se lo diré a la cara. ¿Qué sabes tú de lo que pasa fuera? Escondido tras las cortinas cada vez que Gershwin Mkize pone el pie en el asfalto. Sólo has salido hoy porque Gershwin…
A Gogol se le ocurrió súbitamente una idea que debilitó sus rodillas y le hizo sentarse aprensivamente a los pies de la cama. Miró a Moosa como nunca lo había hecho antes.
—Gershwin Mkize —dijo en voz baja.
—¿Sí?
—Anoche Zondi estuvo aquí. A la mañana siguiente… ¿fuiste tú el tipo que…?
La cara de Moosa no transmitió nada, menos aún el hecho de que su mente daba vueltas tratando de comprender lo que quería decir Gogol. Se dio cuenta cuando el otro volvió a hablar.
—No, gracias por no decir nada, Moosa. Siento respeto por tu posición.
Sus grandes ojos mostraban también miedo, y eso era aún más gratificante.
A KRAMER NUNCA LE HABÍA ATRAÍDO DURBAN. No era su tipo de ciudad. Le gustaba que sus mujeres fueran grandes, fuertes y primitivas, sí: pero también dignas y limpias. Durban era una puta.
Una puta barata que abría sus piernas exuberantes en la boca de la bahía, junto al cálido Océano Indico que no era un mar, sino un favor que vendía. Y la gente que buscaba placer para sus cuerpos venían a miles, recorriendo las largas carreteras del modesto y árido interior. Algunos morían en su precipitación: desmenuzados por los parabrisas rotos y enterrados bajo montones de transistores, pelotas playeras, ositos de peluche, paquetes de pipermint y maletas de mano. Pero la mayoría llegaba a salvo para deambular casi desnudos por las calles alineadas de palmeras y ser tentados por signos llamativos que asomaban como pintura facial contra los sucios edificios.
Por supuesto, Durban tenía piojos; medio millón de humildes parásitos que no veían nada malo en vivir con ella y compartir el riesgo.
Y gusanos. Como el que perseguían.
—¿A dónde vamos primero, jefe?
—A la Central del DIC.
Zondi se saltó un semáforo en ámbar en la intersección y giró a la izquierda. Tampoco le gustaba mucho Durban, a juzgar por la velocidad a la que conducía. O tal vez necesitaba orinar.
El capitán Potgeiter estaba enfermo.
—¿Puedo servirles de ayuda? —preguntó su ayudante.
—Teniente Kramer, DIC de Trekkersburg. He venido a por una foto.
El policía se enderezó tras el mostrador, con una sonrisa casi conspiradora.
—Oh, ja, el amigo del capitán. Recibí el mensaje. Aquí están, amigo… aunque no son muy recientes.
Kramer estudió las dos fotos de la ficha (una de frente, otra de perfil), que estaban aún pegajosas por el positivador. Ahora le quedó claro por qué Lenny Francis no había seguido a su hermana intentando hacerse pasar por blanco: pertenecía a la línea fronteriza donde sólo una decisión oficial podía definir su posición adecuada.
—Es una cara fácil de recordar —recalcó el otro policía, dando la vuelta para mirar por encima de su hombro.
Era cierto. El joven tenía un cuello inusitadamente largo con una nuez enorme, como un avestruz que se ha tragado una lata de cerveza. Haciendo equilibrio sobre el cuello, había una cabeza redonda rematada de rizos y con profundos hoyuelos en cada mejilla. La nariz era bastante aguileña, pero los labios eran demasiado sensuales, un poco torcidos a la izquierda. Los ojos eran siniestros, pero esto se debía posiblemente a que el flash del fotógrafo le había hecho parpadear.
Kramer entrecerró los ojos y vio ante él una silueta casi idéntica a la que aparecía en la foto del camafeo. La voluminosa sombra había encubierto mucho.
—No puede haber cambiado demasiado —observó Kramer, metiéndose las fotos en el bolsillo de la chaqueta—. Parece un cantante pop marica.
—Por ahí puede que haya algo —replicó el ayudante—. Justo antes de que llegaran, un agente indio comentó que Lenny aprendió unas cuantas cosas raras en Doringboom. Una fulana que conoce cerca del puesto de comidas ambulante le dijo una vez que perdió toda una noche con el tipo. Sin enterarse.
—¿Algo más?
—Nada. Pero he hecho una comprobación en Tráfico. Me pareció recordar algo… tiene una multa sin pagar. Todavía tengo los papeles aquí.
—Veamos.
Kramer hojeó el sumario. No había nada remarcable: se había saltado una señal de stop y había chocado con otro coche, pero nadie resultó herido. Anotó el número de la matrícula del Pontiac del 57 de Lenny y su color, verde lima.
—Muchas gracias. ¿Qué hora es?
—Van a dar las ocho.
—¿Está muy lejos su casa?
—Le llevará unos veinte minutos. Puedo enviar a alguien para que le acompañe.
—No, gracias. Traigo a mi chico… conoce la ciudad.
LO QUE HABRÍA SIDO una sorpresa para Zondi, que salía por tercera vez marcha atrás de un callejón sin salida.
—Prueba con el siguiente —dijo Kramer, maldiciendo la luz de viaje del Chev, que no funcionaba. Alumbró el mapa de carreteras con otra cerilla.
—Está bien, jefe, hemos llegado. Vista Road.
—Acércate a esa boca de riego y luego aparca.
Había luces encendidas en los porches delanteros de la mayoría de las casas, pero no había nadie a excepción de un hombre de color que arreglaba el sidecar de su motocicleta al otro lado de la calle. Alzó la cabeza un momento cuando Kramer y Zondi salieron del coche… el sargento bantú tiraba del trasero de su mono, que le estaba demasiado grande, porque se le había enganchado en la entrepierna.
—No es una mala zona —dijo Kramer en voz baja.
Zondi asintió.
El barrio, en realidad, había sido blanco hasta hacía cuatro años, cuando fue rediseñado por el Acta de Zonas. Cada bungalow tenía su jardincito y la mayoría disponía de garaje.
Habría seguido pasando por un barrio blanco si la necesidad de nuevas capas de pinturas no hubiera sido tan obvia incluso a la luz de la luna. Parecía una dirección extraña para Lenny Francis, pero era algo similar a lo que estaba acostumbrado.
—Vamos, chico —dijo Kramer en voz alta en consideración al mecánico de la acera—. A ver si esta vez empuñas esa linterna con firmeza.
Zondi asintió y le siguió, arrastrando los zapatos, que tenían los cordones sueltos.
El propietario de la primera casa de números pares de Vista Road atendió rápidamente a la primera llamada a su puerta.
—Servicio eléctrico —dijo Kramer.
—He pagado mis facturas.
—No me interesa nada. He venido a comprobar un fallo de tensión. ¿Dónde está su contador?
El propietario los admitió a regañadientes y señaló el contador en la pared del vestíbulo.
—¡Chico!
Zondi dio un salto. Encendió la linterna, se puso de puntillas y enfocó la luz al dial de la corriente principal. Kramer anotó una cifra.
—Este va bien, continuemos.
Sin decir otra palabra, salieron de la casa y se dirigieron a la siguiente. Y a medida que se acercaban al número 14 se dieron cuenta de que la calle no estaba ni la mitad de desierta de lo que les había parecido al principio. Kramer lo había previsto: Lenny podría estar también asomado entre las cortinas, pero no había que darles ningún aviso de lo que se le avecinaba.
—¿Crees que estará en su casa tan temprano, jefe? —susurró Zondi mientras cerraba la puerta número 12.
—Reconozco que ésta debe ser la hora en que se levanta —respondió Kramer—. Para los de su clase, el día está empezando.
Zondi se acercó a la puerta número 14 y llamó con su linterna.
VAN NIEKERK NO PODÍA CREERLO. Era medianoche y el teléfono volvía a sonar.
En su esfuerzo por atenderlo sin abandonar la cálida crisálida de mantas, la maldita camilla se ladeó y cayó al suelo.
Se puso en pie con trabajo, buscando frenéticamente el pantalón de su pijama. La noche era fría.
Hicieron falta dos sílabas para enfurecerlo.
—¡Atiende! —gritó por el auricular—. ¡Si vuelves a llamar una vez más, coolie, enviaré una furgoneta a por ti! ¿Comprendido? Zondi no está aquí y no hay ninguna maldita foto para ti. ¡Ahora cierra el pico!
Colgó el auricular y se quedó de pie, temblando.
Oyó risas en la brigada anti-robos, donde estaban trabajando hasta tarde.
KRAMER CONDUCÍA AHORA, y Zondi iba en el asiento de atrás. Recorrían Durban, pensando en lo que acababan de averiguar y preguntándose qué hacer a continuación.
Un anciano en tirantes abrió la puerta número 14. Dijo que era Willem Peterson y que su hijo, el dueño de la casa, había salido. El otro único residente, un vendedor de coches usados llamado Lenny Francis, estaba fuera también.
Kramer le hizo a un lado y examinó la casa. Estaba vacía. Zondi comprobó el garaje. Nada.
Echaron un vistazo más de cerca a lo que tenía que ofrecer la habitación de Lenny. No era mucho. La cómoda y el armario estaban llenos de ropas llamativas. Había una enorme pila de revistas de hombres musculosos y unos tensores oxidados. Había algunos cómics y un libro de kárate en rústica. No había cartas o papeles de interés.
Regresaron junto al viejo Willem, que esperaba como le habían dicho en la habitación principal, y Kramer le preguntó que sabía sobre el inquilino.
Sólo que vendía coches y que salía mucho por las noches… a veces no regresaba hasta el día siguiente. A él no le gustaba esto, pero a su hijo no le importaba. Le había explicado a Willem que los vendedores trabajaban a menudo a esas horas ya que no podía esperarse que los hombres dejaran sus trabajos para comprar un coche durante el día. Era natural que el inquilino estuviera fuera después de las horas de trabajo y los domingos.
La patente desaprobación del viejo hacia las actividades de Lenny fue una gran ayuda. Ciñéndose a ella, Kramer pudo extraer un razonable resumen de sus movimientos durante los últimos días.
Lenny había regresado muy tarde el domingo, la noche en que Tessa fue asesinada.
El lunes se había quedado en su habitación hasta las siete de la tarde antes de salir aproximadamente tres horas.
El martes se había marchado muy temprano, sin duda para llevarle a su madre la noticia de la muerte de su hermana. (Qué extraño que supiera por adelantado que merecería la pena ir a la estación y comprar un ejemplar de la Gaceta). Lenny regresó a la hora del almuerzo para recoger algo. El dueño de la casa le había pedido que le llevara al centro, pero Lenny dijo que iba a salir de la ciudad. Bien podría haberse dirigido a Trekkersburg.
Y el miércoles por la noche (veinticuatro horas antes), se había marchado en su coche del garaje a eso de las seis después de pasarse todo el día en la cama. No había regresado.
—Es una lástima que no sea anoche —recalcó Kramer.
—Cierto, jefe.
La voz de Zondi sonaba cansada, pues no había dormido en dos días. Era muy tarde y no tenía mucho sentido buscar a un hombre en una ciudad extraña.
—Si supiéramos a qué sitio ha ido Lenny… —suspiró Kramer, haciendo girar reluctante el Chev para dirigirse a la comisaría central y el servicial agente.
—Espera un segundo, mi estómago me dice qué hacer —replicó Zondi, inclinándose hacia adelante—. ¿Qué hay del puesto de comida ambulante?
Kramer sostuvo con fuerza el volante hasta que el Chev completó su giro de 360 grados y luego se dirigió a West Street. Tres manzanas más allá, vio las luces del puesto ambulante en el aparcamiento.
—¿Dos bocadillos, jefe?
—Dos para cada uno.
Se detuvieron con un chirrido de neumáticos y apagaron las luces. Un puñado de muchachos en un viejo coche junto a ellos empezó a aplaudir, y dos vagabundos —que estaban molestando a una pareja mayor en un Mercedes— se perdieron en las sombras.
Pero Kramer sólo vio el Pontiac del 57 verde lima aparcado cerca de la salida. Una aleta delantera estaba abollada y la matrícula era la registrada a nombre de Leon Charles Francis.
—Ya voy, jefe —susurró Zondi, y se bajó del coche.
Kramer le observó por el retrovisor mientras caminaba rápidamente hacia la entrada. Cuando regresara, lo haría por la otra puerta y echaría un vistazo al Pontiac al pasar. Se perdió de vista.
Kramer encendió y apagó las luces pidiendo que le atendieran. Un viejo indio con una sucia chaquetilla de camarero se metió la bandeja bajo un brazo y avanzó como un sonámbulo.
Mientras hacía su pedido, Kramer pudo ver por el rabillo del ojo que Zondi había llegado junto al Pontiac y hacia una señal negativa con el pulgar. Mierda.
Pero el camarero no estaba tan dormido como parecía. Se encontraba a medio camino del puesto ambulante cuando regresó a la ventanilla de Kramer.
—Lamento molestarle, patrón.
—¿Qué pasa?
—Ha venido usted con un nativo, patrón. Ese hombre de allí.
—¿Y qué?
—¿Trabaja para usted?
—No es asunto tuyo.
—¿Trabaja tal vez para la policía, patrón?
Así que no era que el tipo quisiera saber si debería traer la mitad del pedido en un trozo de periódico.
—DIC.
—Ese coche pertenece a Lenny Francis. ¿Lo está buscando?
—Puede ser.
El camarero hizo sonar el cambio que llevaba en el bolsillo. Kramer le dio un poco de dinero.
—Dios le bendiga, patrón. Lenny dejó el coche aquí anoche. Se fue con muchos amigos en un coche negro. A las ocho.
—Sammy, eres un chico listo.
—Los amigos vienen del mismo sitio que usted, patrón. También la matrícula era de Trekkersburg.
Kramer hizo un guiño. Había pasado esto por alto en su elaborado plan para visitar el número 14 de Vista Road. De todas formas, Lenny no estaba allí y ya no importaba. Y podría quedarse dondequiera que estuviera al menos hasta el amanecer.
Durban tenía una virtud. Las noches eran cálidas. Kramer y Zondi durmieron dentro del coche en la playa y se sintieron bastante cómodos.