A LO LARGO DE LOS AÑOS, Kramer había recibido una gran variedad de declaraciones formales. Estas habían oscilado desde las largas y prolijas alegaciones referidas al perro de los vecinos hasta las breves y penosas admisiones por parte de padres que no habían vigilado adecuadamente a su pequeño en el baño. Más de una vez había tenido que tomar apuntes a un agonizante.
Todo esto debería de haberle preparado para funcionar profesionalmente bajo cualquier circunstancia, pero abandonó la idea después de las primeras diez páginas. Simplemente dejó hablar a la señora Francis y anotó lo que pudo. Su cerebro estaba cansado de dar tantas vueltas y necesitaba descansar.
Pero no lo hizo.
—Nos mudamos a un piso tras la Explanada aproximadamente un año después de casarnos —explicó la señora Francis—. Se llamaba Palm Court… uno de esos rascacielos con arena del mar en los porches de atrás. Siempre un montón de niños alrededor, ruidosos pero lindos.
»Tessa fue la primera. Fue un buen bebé aunque lloraba mucho por las noches. Pat dijo «Uno y no más», porque con él trabajando solo en los autobuses ya puede imaginarse. Leon… fue un accidente, si entiende lo que quiero decir, pero seguimos tirando.
»Hasta que dejaron de ser niños, claro. Entonces empezaron a querer todo tipo de cosas. Fue Tessa, en realidad. Tenía un don especial para la música, y tuvimos que comprarle un piano. Entonces fue cuando empecé a trabajar de costurera para ayudar en casa con los gastos extra.
»Bien, Tessa progresó con su piano. Su maestra, la señora Clarke, me vio un día en la ciudad y dijo que ya era hora de que nuestra Tessa se buscara otra maestra.
»Me quedé sorprendida. Le pregunté por qué. ¿Qué había hecho Tessa? Entonces la señora Clarke se echó a reír y dijo que si no lo sabía. ¡Tessa había aprobado tantos certificados del Royal College que ahora estaba mejor cualificada que ella!
—¿Quiere decir que podía enseñar música? —preguntó Kramer.
—Sí, eso es. La señora Clarke había llevado a Tessa hasta su nivel. No podía llevarla más lejos, ¿sabe? Así que le conté a Tessa lo que había pasado y ella dijo que la mejor persona era un belga de la orquesta… la orquesta municipal, quiero decir.
»Al día siguiente fuimos a verle y dijo que no había problema si podíamos pagar el precio. Era caro, se lo aseguro.
»Pat y yo lo discutimos y decidimos que teníamos que darle la oportunidad. Yo aceptaría más encargos, y Pat intentaría hacer horas extras.
—¿Y lo hicieron?
—Sí. Entonces Lenny… Leon… empezó a darnos problemas.
—¿Sí?
—No fue serio, no entonces. Verá, quería ser piloto, pero sus matemáticas eran terribles. Le pidió a su padre si podía recibir clases particulares, y él dijo que sí. Tessa las tenía, ¿no?
—¿Estaba celoso de su hermana?
La señora Francis vaciló.
—Decía cosas crueles en ocasiones, pero los hermanos se llevan así.
Kramer subrayó la palabra «celoso» tres veces.
—Continúe… ¿qué sucedió? ¿Aprobó?
—Nunca tuvo la oportunidad.
—¿Por qué? ¿A qué colegio iba?
—Al instituto de Durban. Pero eso no tiene nada que ver. Pat enfermó por tantas horas de trabajo y no tener una alimentación adecuada. Siempre tenía prisa. Le insistí hasta que fue a Addington y los doctores dijeron que era tuberculosis.
La señora Francis dejó de hablar bruscamente. Temiendo que no continuara, Kramer arrancó un clavel y se lo ofreció.
—Huele muy bien —dijo él.
—Es curioso —murmuró la señora Francis—. Siempre había claveles en el hospital… supongo que a causa de todos aquellos chicos indios que los vendían en la puerta.
»¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Bien, Pat ingresó en observación y lo siguiente que supe fue que nos enviaron una carta diciendo que había sido trasladado a otro hospital. Recuerdo que la leí y corrí a casa de nuestros vecinos para pedir que me dejaran usar su teléfono.
—¿Pero por qué?
—Pensé que habían cometido un error. Le dije a la muchacha de Addington que quería saber dónde estaba mi marido. Me preguntó mi nombre y se marchó del teléfono largo rato. Cuando regresó me preguntó si no había recibido una carta. Por eso la llamaba, le dije… la carta decía que Pat había sido trasladado a un hospital nativo.
No había ningún sitio adonde Kramer pudiera mirar, excepto a ella.
—Para entonces mi vecina empezó a excitarse, estaba a mi lado, ya sabe, y me cogió el teléfono de las manos y empezó a decirle cosas a la muchacha.
»De repente dejó de hablar. Se puso blanca como una sábana y colgó. «¿Qué ha pasado?», le pregunté. Yo estaba llorando… no sé por qué. Ella empezó a llorar también. Era terrible, las dos en el salón llorando de aquella manera. Cada vez que le preguntaba qué había dicho, ella simplemente meneaba la cabeza.
»Entonces su marido regresó a casa y se lo preguntó. Ella dijo que…
—¿Sí?
La señora Francis recuperó el control de sí misma.
—Mientras Pat estaba en el hospital, los doctores advirtieron algo. No sé qué, nunca lo sabré. Pero lo que sucedió fue que lo reclasificaron como de color.
Kramer sabía lo que sentía: le había sucedido a un compañero de clase suyo. Todo un bombazo. Pero las leyes eran las leyes, así que puso un deje oficial en su voz.
—¿La informaron más tarde a través de los canales apropiados?
—Sí, señor.
—¿Se presentó ante la oficina de clasificación?
—Los niños y yo, sí. También nos reclasificaron.
—¿Y su marido?
—Se suicidó en el hospital con una venda elástica.
Llamaron ceremoniosamente a la puerta y Farthing entró trotando.
—Lamento molestar —dijo, recogiendo las flores—. El viejo ha vuelto, por si quiere verle, teniente.
Kramer negó con la cabeza y esperó a que el gilipollas volviera a salir.
—¿Sabe qué hizo aquella vecina? —preguntó la señora Francis—. Nunca volvió a hablarme. No lo hizo. Ahora éramos de color.
»Oh, bien, entonces empaquetamos nuestras cosas y nos fuimos a vivir a Claremont. Todo el mundo allí fue muy amable con nosotros, excepto los dos o tres de costumbre. Conseguí conservar mis antiguos clientes… no se lo dije, ya sabe… y encontré algunos nuevos.
—¿No apareció nada en los periódicos?
—Un articulito, meses después, cuando se llevó a cabo la investigación sobre Pat. Nada que llamara la atención.
Era posible. La prensa no asistía a las investigaciones, pero recogía sus historias cuando se cumplían los archivos en la oficina del Fiscal General.
—¿Y qué pasó con sus hijos?
Ella se pasó las yemas de los dedos por las mejillas.
—Fue terrible. Hice todo lo que pude, pero no sirvió de nada.
»Para empezar, tuvieron que dejar el colegio. Aquello no le importó mucho a Tessa, porque tenía su música, pero a Lenny aún le faltaba mucho.
—Hay escuelas en Claremont.
—Pero él quería ser piloto. La reserva de trabajos le rompió el alma.
Aquella expresión no encajaba con la manera de hablar de la señora Francis. Era amarga, pero no política. Sonaba más parecido a lo que diría un abogado judío.
—Lenny se metió en problemas, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe, señor?
—No importa. Cuéntemelo.
—Robaba a la gente en la playa… con una banda de Claremont. No cogieron a los otros, sólo a él. Se lo conté todo al juez y lo mismo hizo el señor Golder. ¡El juez! Dijo que sería clemente, pero envió a Lenny a un reformatorio.
—Bueno, también le podría haber enviado a la cárcel.
—Sí, señor. Supongo que es cierto.
—Claro que lo es. ¿Pero qué le sucedió a Tessa mientras tanto? ¿Continuó con sus lecciones?
—¡Ese maldito belga sí que me engañó bien!
Aquel súbito arrebato totalmente inesperado sirvió como tónico para ambos. La señora Francis incluso forzó una sonrisa que no significaba nada más. Kramer se inclinó hacia adelante.
—Supongo que si no hubiera sido por él, nada de esto habría sucedido.
—Entonces debo saberlo.
Ella asintió.
—Comprenderá, señor, que es muy difícil decir estas cosas cuando tu hija…
Kramer esperó.
—Fui a ver a ese hombre y le dije que Tessa no podía seguir asistiendo a sus clases porque no teníamos dinero suficiente. Dijo que le molestaba mucho que sucediera una cosa así. Y a continuación se ofreció a dar sus lecciones gratis. Yo sabía que, como la mayoría de los extranjeros, era liberal; pero esto me pareció demasiado. Entonces me dijo que su deber como músico era no descuidar un talento como el de Tessa. Incluso dijo que había cosas más importantes que el dinero. He pensado mucho sobre aquello. Oh, sí, más importantes para él, tal vez.
Kramer experimentó una corazonada que le hizo sentir un escalofrío. Particularmente incómodo.
La anciana producía un extraño efecto sobre él.
—Ya veo. ¿Cómo lo averiguó?
—La mujer del belga me lo contó. Dijo que si volvía a suceder los denunciaría a los dos a la policía. Y lo haría, desde luego. Conozco el tipo.
—¿Y entonces?
—Era responsabilidad mía, ¿no? Hablé con Tessa a solas esa misma noche y se lo dije claramente. Tendría que haber estado allí. Fue terrible. Ya no era mi Tessa.
—¿Qué dijo, Gladys?
—La verdad es que no lo sé. Que no le importaba… que nada importaba ya. Se acostaría con cualquier hombre si con eso conseguía lo que quisiera. Su vida estaba arruinada, y nunca podría tener todas las cosas bonitas que siempre había deseado. Incluso me maldijo por haberla tenido.
—Qué desagradable.
—¿Sabe una cosa, señor? Entonces fue cuando empecé a comprender lo que decía. Yo había creado a Tessa, la había creado con un corazón débil. Toda la vida de la que hablaba podía acabarse en cualquier momento, los médicos lo habían dicho.
—No puede echarse la culpa por eso.
—¿Tiene usted hijos?
Kramer negó con la cabeza.
—Entonces tal vez algún día lo comprenda. Así que cuando una vecina hizo un chiste diciendo que nos hiciéramos pasar por blancos, vi que había una oportunidad para Tessa.
—¿Qué pensó ella de la idea?
—Saltó de alegría. Volvió a ser mi niña y habló de todas las cosas hermosas que compraría para ponérselas. Le prometí que nunca tendría que temer que me pusiera en contacto con ella ni nada de eso.
—Debe de haber sido duro para usted.
—No. Pensé que tenía que darle lo que le debía. Fue mi sacrificio.
—¿Qué pasó entonces?
—Tessa se fue. Hace dos años. No le pregunté dónde.
—¿Y Lenny? ¿Qué dijo a todo esto?
—Entonces se encontraba aún en el reformatorio. Se lo conté cuando regresó y se puso furioso. Dijo que la mataría por dejarme.
Aquello pudo parecer extraño, pero Kramer dijo ligeramente:
—De modo que Lenny tiene genio, ¿eh?
—¡No lo sabe usted bien! No sé de dónde le viene, porque mi Pat era el más tranquilo de los hombres. Pero amaba a su vieja madre, ya ve, y pensaba que lo que Tessa había hecho no estaba bien. Hasta que yo le conté lo otro.
—¿Cómo lo aceptó?
—Se quedó callado durante un largo rato. Entonces fue a verme a la cocina y dijo que tal vez lo mejor era que se hubiera marchado. Ya había habido suficiente desgracia en la familia.
Kramer se sentía entumecido después de permanecer sentado tanto tiempo. Se levantó, se desperezó y volvió a sentarse con una sonrisa reconfortante.
—Ya que hemos llegado tan lejos, lo mejor es que lo acabemos, Gladys. Dígame, ¿cómo sabía que Theresa Le Roux era su hija?
La señora Francis sonrió, burlona.
—Porque yo le elegí el nombre, señor. Fue lo único que le pedí. Quería saberlo por si pasaba algo, por si se hacía famosa.
—¿Y lo leyó en la Gaceta?
—No, no leo el periódico. Fue Lenny quien vino a decírmelo.
—¿Entonces también él se marchó de casa?
—No se estaba haciendo pasar por blanco, si eso es lo que piensa.
—No lo hago.
—Lenny es un buen chico, señor. Pero es joven y es normal que quiera vivir solo.
—Naturalmente.
—Bien, como iba diciendo, Lenny vino a verme hace dos días —el martes— y me dijo lo de la esquela del funeral. Le pedí que me trajera para que pudiera asistir, pero dijo que no.
—¿Por qué?
—Porque dijo que podría traernos problemas si alguien lo descubría. Yo pregunté qué podría hacernos la policía. Pero él me dijo que lo mejor era no asistir, aunque fuera duro. Supe que pensaba en su trabajo.
—¿Sí? ¿Dónde trabaja?
—No lo sé exactamente. Nunca me lo ha dicho. Verá, señor, creo que está un poco avergonzado de él: un trabajo propio de personas de color en alguna parte. Tiene sus derechos como su hermana… ¿tiene que oír todo eso?
—Cuénteme el resto rápidamente, Gladys.
—Sí, señor. Muy bien. Lenny dijo que no me preocupara porque se aseguraría de que hubiera flores de mi parte en el crematorio. Podría dejarlas sin tarjeta y nadie lo sabría. Es un buen hijo. Cuando se marchó, fui a la iglesia donde están las monjas.
Kramer cogió el recorte de prensa y lo colocó sobre su regazo.
—¿Le mostraron también esto?
Ella lo recogió lentamente.
—No he vuelto a ver a Lenny —dijo ella—. No, lo que sucedió fue lo siguiente. Ayer por la mañana quise tener el periódico con el anuncio del funeral. Quería algo que pudiera ver, si me comprende.
»Pregunté en el pueblo dónde podía comprar el periódico de Trekkersburg y me dijeron que en la estación. Estaba tan confundida que ni siquiera pensé que el funeral ya se había celebrado y que no aparecería nada. Entonces vi esto.
—Debe de haber sido terrible. ¿Trató de ponerse en contacto con Lenny?
—No, señor. No me habría dejado venir, pero tenía que averiguarlo. Además, no sé dónde vive.
Eso era todo. Ella había hecho otro sacrificio concediéndole también su intimidad. Los dos pequeños bastardos la habían abandonado.
—Lenny se va a enfadar de veras cuando se entere de lo que ha pasado —añadió en voz baja la señora Francis.
MOOSA LLEVABA MÁS DE UNA HORA recorriendo su habitación de un lado a otro. Al menos eso era lo que Gogol podía deducir por los pesados golpes de arriba. Detrás del mostrador, miró fascinado el techo. Este no mostraba ningún movimiento, pero una de las lámparas de neón había empezado a temblar con las vibraciones. De todas formas era extraordinario… el viejo diablo normalmente era tan perezoso que guardaba un orinal en el armario.
Un cliente entró en la tienda. Era un joven blanco vestido con una camiseta, pantalones vaqueros y caros zapatos de gamuza. Gogol le ignoró.
—Me gustaría llevarme estas uvas, por favor.
—¿Una libra… dos libras?
—Una.
No quería uvas. Gogol lo sabía. Aun así, podría seguir con el juego… ninguna ayuda venía de más.
Colocó las uvas en la sucia balanza, las pesó y las envolvió en una bolsa de papel marrón.
—¿Algo más, señor?
El viejo ritual. Gogol se dio cuenta de que el joven sentía su mirada de desdén, pero sin duda era preferible a la expresión recriminatoria del ayudante de la farmacia.
—Dos, por favor.
Gogol metió la mano bajo el mostrador, palpó un par de paquetes de profilácticos y los metió con las uvas.
—Un rand cincuenta, señor.
El joven pagó sin demora.
Gogol se divirtió viéndole dirigirse a su coche deportivo al otro lado de Trichaard Street y hacerse un lío con las marchas al arrancar. Siempre se ponían muy nerviosos.
Los golpes habían cesado.
Gogol se volvió del escaparate justo a tiempo de ver a Moosa, vestido de arriba a abajo, cogiendo una bolsa de cacahuetes del mostrador. Tenía que haber bajado las escaleras de puntillas, como el Fantasma Vengador.
—Apúntalo en la cuenta —dijo Moosa alegremente. Entonces se dirigió a la puerta de la tienda y la abrió.
—¿Dónde demonios crees que vas? —preguntó Gogol.
—A tratar un pequeño negocio —replicó Moosa—. Voy a hablar con un tipo con respecto a un coche.
Vaya cara dura.
KRAMER TENÍA UNA COSA en la mente cuando regresó a su oficina con la señora Francis: tenía hambre. Tanta, que el vacío se había ido abriendo paso hacia su gaznate y acariciaba ahora el botoncito que te hace dar arcadas. Aquello le recordó su infancia, y eso fue intolerable.
Igual que ver a Van Niekerk limpiando los restos del almuerzo que había comido tarde. La esposa del sargento era obviamente una buena proveedora. En el centro del mantel blanco había una gran fiambrera térmica con manchas de salsa en el borde. A su lado había unos cuantos contenedores de plástico transparente, similar a los usados en laboratorios, cada uno conteniendo pedacitos de lechuga o algún otro residuo orgánico.
—Todo lo que necesitas ahora es un buen microscopio y estarás listo —gruñó Kramer.
—¿Perdón, señor?
—¿Esto es todo lo que tienes que hacer… comer?
—Son más de las dos, señor. He estado ocupado, y tengo algo para usted.
—Ahora no. ¿Dónde está Zondi?
—Oh, ahora vendrá. Ha ido a traerme el café.
—Bien.
Kramer se volvió a la señora Francis, que había hecho todo lo posible por permanecer oculta de Van Niekerk a su espalda.
—Le llevaré a un despacho donde pueda estar a solas un rato —dijo Kramer—. El sargento bantú le traerá algo de comer.
La escoltó hasta una sala de interrogatorios vacía, encendió la luz y la dejó con sus pensamientos, que no podían ser demasiado agradables.
Zondi se había encargado de derramar una buena cantidad de café en el plato de Van Niekerk. Y allí estaba, con cara de póker pero feliz, escuchando las quejas cuando Kramer le encontró.
—¡Comida!
—¿Sí, jefe?
—Ve a la tienda del griego y tráeme una ración doble de arroz con curry.
Le tendió el cambio a Zondi.
—Y ya que estás allí, compra un par de bocadillos para ti y para la anciana.
—Gracias, jefe. ¿Café también?
—No suelo beber esa porquería de la cantina a esta hora. Que sea, mejor, té, ¿vale?
Van Niekerk observó la marcha de Zondi con satisfacción y luego se puso a empaquetar su almuerzo en una bolsa de viaje.
—¿Has estado allí? —preguntó Kramer, señalando la pegatina que decía: Nueva York.
—No, pero venden las pegatinas sueltas —explicó Van Niekerk.
—Ajá.
—¿Quiere oír ahora lo que he averiguado, señor?
—Muy bien, adelante.
Van Niekerk se levantó e hizo un gesto hacia su silla vacía.
—La necesitará para almorzar.
Kramer murmuró las gracias y se sentó.
Sabiendo que ahora tenía toda la atención de Kramer, Van Niekerk abrió su cuaderno.
—Hice estas llamadas en orden alfabético, señor, conforme las iba sacando de la guía. La última de todas fue a los señores Webber y Swart de Buchan Street. Hablé con el señor Webber en persona y me dijo que había recetado un par de lentes de contacto como las que le describí.
—¿Las fabricó él mismo, entonces?
—No, señor, las mandó pedir a Alemania.
—Ya veo. Continúa. ¿Se las compró la chica a él?
—El nombre que dio la cliente era Phillips, señor… pero estamos convencidos de que era la señorita Le Roux. Me dijo usted que me quedara en la oficina y no saliera.
—Bien. Me pasaré por allí más tarde con una foto. ¿Pero cuándo fue todo esto?
—Las retiró hace tres semanas.
Kramer silbó por lo bajo.
—¿Tan recientemente? ¿Dio algunas razones para quererlas?
—Dijo que era modelo, y que los ojos azules eran mejor para el negocio o algo así. Webber no vio nada extraño en esto, porque tenía aspecto de modelo. Además, le complació tener que hacer algo diferente para variar. Le llevó su tiempo encontrar el nombre de la firma alemana.
—Estoy seguro de que el señor Webber se sentía la mar de feliz en servir de ayuda —dijo Kramer secamente—. Esos judíos… Llámale y haz que venga aquí… eso nos ahorrará molestias.
—Muy bien, señor.
Van Niekerk hablaba por teléfono con el señor Webber cuando Zondi regresó con la comida.
—Lleva una taza de té y un bocadillo a la sala 18 y luego vuelve aquí —le instruyó Kramer—. Hay algo que quiero que oigas.
Dos minutos más tarde, dio a sus subordinados un informe de la entrevista con la señora Francis.
EL HOMBRECITO DE LA PUERTA parecía tan asombrado por lo que le rodeaba que no se atrevía a llamar. Esto le dio tiempo a Kramer para acabar con su curry antes de retirar el plato a un lado.
—Pase —dijo.
—Soy el señor Webber —anunció el visitante, sin moverse una pulgada. Para tratarse de un hombre de unos cincuenta años se comportaba muy infantilmente, pero el lugar tenía este efecto en algunas personas de la mejor clase.
—¡Le estábamos esperando! Soy el teniente Kramer, y este es mi ayudante, el sargento Van Niekerk.
—¿Cómo está usted?
—Tome asiento, señor Webber.
El óptico cruzó la habitación, se sentó y miró a su alrededor.
—No es lo que esperaba —confesó—. Tan desnudo y ordinario; como una sala de espera… ¡aunque no es que hayan tenido que esperarme mucho, ja, ja!
—La cámara de tortura está en la puerta de al lado —dijo Kramer.
—¿Perdón?
—¿No había estado antes en una comisaría de policía, señor Webber?
—No, no en el departamento de investigación criminal… no en este país.
Van Niekerk parecía interesado.
—¿De dónde es usted? —preguntó.
—De Reading, en Inglaterra.
—Muy bien, muy bien… ¿y le gusta estar aquí? ¿Va a sacar los papeles?
—Ya soy ciudadano —respondió el señor Webber complacientemente.
Y la tensión momentánea de la sala se eclipsó.
—No tiene ni idea de lo que dicen de este país en las islas —se apresuró a explicar el señor Webber—. Las historias que he leído en los periódicos dominicales.
—Bien, ahora ya lo sabe, señor Webber —suavizó Kramer—. Y algún día, cuando tengamos tiempo, le diré lo que me gustaría hacer con la gente que escribe esa basura sin comprender nuestros problemas.
—No podría estar más de acuerdo, teniente.
Kramer apartó la mirada. Dios sabía qué problemas tenía el Gobierno con inmigración si esto era lo que estaban dejando entrar en el país. No tenía agallas.
—Aquí está la foto, señor —dijo Van Niekerk, sacando una de las que mostraban la cabeza y los hombros de la muchacha. Kramer la cogió y se colocó al lado del señor Webber.
—¿Es la misma chica? —preguntó.
—Sí, lo es… la señorita Phillips, desde luego. La reconocería en cualquier parte.
—¿Seguro?
—Sí.
Pero aun así, el señor Webber le quitó a Kramer la fotografía de las manos para inspeccionarla más de cerca.
—¿Cómo pagó las lentillas?
—En metálico. He de decir que parece un poco rara en esta foto.
—Está muerta.
—Dios bendito.
Ahora pareció completamente reluctante a entregar la foto. Kramer se volvió hacia Van Niekerk.
—¿Tiene las otras a mano? Creo que al señor Webber le gustaría ver una o dos.
Van Niekerk frunció el ceño. Esto era muy irregular. No obstante, las entregó.
El señor Webber se puso en pie para cogerlas y se convirtió en el primer hombre que Kramer veía ponerse verde.
—Pero… ¡pero está abierta por la mitad! —jadeó—. ¿Quién podría hacer una cosa tan terrible?
—Eso es lo que tratamos de averiguar —dijo Kramer.
El señor Webber se marchó rápidamente.
—Ah, bien —dijo Kramer, sirviéndose otra taza—, así son las cosas. Apostaría a que sólo un maldito emigrante se tragaría su historia de modelo.
—A mí me parece bastante razonable, señor.
—Tal vez.
—¿Cómo iba a saber que es un racista? Mire esta lista… podría haber escogido a cualquiera. No todos son extranjeros.
—Simplemente creo que esta Tessa no era una chica ordinaria. Sabía lo que hacía. Escogía a sus hombres.
—¿Como a quién?
—Como al doctor —sugirió Zondi—. Eso dijiste tú mismo, jefe, no es un Número Uno.
—Pero sí lo suficientemente bueno para sus propósitos —añadió Kramer—. ¿Qué te parece eso, Willie?
El sargento se encogió de hombros. Era un simple detalle.
El teléfono exterior sonó.
—Para ti —le dijo Van Niekerk a Zondi.
La conversación fue unívoca. Zondi escuchaba en silencio aparte de algún gruñido ocasional y luego tapó el auricular con la mano.
—Es Moosa —dijo—. Le puse en la pista del coche de Lesotho esta mañana. Ha descubierto algo. Parece que lo utiliza uno de los tipos que trae a Gershwin sus lisiados de las reservas. La matrícula de Lesotho se debe a que así nadie sospecha nada al verlo en las carreteras comarcales.
—Compruébalo, Willie —suspiró Kramer, tendiéndole el informe—. Hay una teoría en el alero.
—¿Pero qué le digo, jefe?
—Es Moosa, ¿no? Demonios, espero que sepas lo que estás haciendo, cafre.
Zondi sonrió.
—Es nuevo, así que me lo cuenta. No hay problema.
—Entonces que espere donde está. Puedes ir a verlo después con una foto.
—¿De quién?
—Del hermano, Lenny… él es el que me preocupa, y no hay error.