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NO HUBO NECESIDAD de que Kramer dijera nada. Van Niekerk lo dijo todo, en voz alta y para sí, una y otra vez.

—Así que te mintió —interrumpió Kramer.

—La zorra.

—Ya basta, sargento. Quiero ir tras ella mientras aún tengamos una oportunidad. No te mintió, nos mintió a nosotros… al cuerpo. ¿Por qué?

Esto hizo que Van Niekerk dejara de dar ridículos golpes a la pared.

—Bien, porque estaba tratando de esconder algo. Cubría una conexión con la muchacha.

—Cierto. Lo que me extraña es esta dirección que se ha inventado. ¿Cómo es que nos ha dado una cosa así? ¿Vaciló o algo?

Van Niekerk cerró los ojos.

—No, lo dijo muy claro. Primero el número. Lo anoté. Luego la calle.

—Biddulph Street. Sabía el nombre, pero nada más.

—Probablemente fue la primera que se le ocurrió, teniente.

—O la única que conocía en Trekkersburg. Es una elección curiosa.

—¿Quiere decir que podría ser forastera?

—Sí, y eso es lo que me hace sentir que tenemos que movernos con rapidez aunque no sea gran cosa.

—Podemos llamar por radio a todos los coches patrulla.

La mitad de Kramer quería hacerlo así, pero la otra mitad se rebelaba.

—¿Cuánto tiempo hace que la dejaste en la funeraria de Abbot?

—Unos diez, quince minutos.

—Entonces no hace tanto como para que no pueda llamarle —replicó Kramer, y empezó a marcar el número de la funeraria—. Puede que se haya enterado de algo.

El señor Abbot se devanó los sesos. No, no le había preguntado dónde vivía. No se le había ocurrido. Kramer le urgió a recordar todo lo que había sucedido después de la marcha de Van Niekerk. Negativo. Espere un minuto, ahora que lo recordaba, la había visto desde la puerta preguntarle en la esquina algo al vendedor de periódicos.

—Vaya y pregúntele qué quería —ordenó Kramer.

Van Niekerk súbitamente chasqueó los dedos, cogió uno de los informes y copió una corta lista en papel rosado.

—¿Sí? —dijo Kramer cuando volvieron a coger el aparato al otro lado—. ¿Le preguntó el camino a Biddulph Street? Amigo, es una maravilla. Gracias.

Se volvió hacia el mapa.

—¡Lo tengo! —explotó súbitamente—. ¡La estación de autobuses interurbanos de Biddulph Street! ¿Por qué puñetas no lo pensamos antes? Encaja.

—Exactamente… ¿puedo ir con usted, señor?

—Será mejor que te quedes aquí para informar a Zondi si aparece.

—Entonces sería aconsejable que se llevara esto con usted, señor.

Kramer cogió el papel rosa y miró sin comprender las cifras escritas.

—Estadísticas vitales —explicó Van Niekerk—. Lo que toda modista debería saber.

Había ocasiones en que se superaba a sí mismo.

ZONDI LE HABÍA COMPRADO un helado al pilluelo, quien finalmente admitió, entre los abucheos de sus compañeros, que había cuidado de Shoe Shoe las semanas anteriores a su desaparición. Y Zondi también se había comprado uno para él.

Se sentaron junto al memorial de guerra y hablaron entre lametón y lametón. Había sido una confesión vergonzosa, porque incluso el peor zulú odia que se sepa que ha aceptado hacer un trabajo de mujeres, pero una Gloria de Vainilla proporcionaba la absolución total.

—Así que el viejo Shoe Shoe dijo que iba a conseguirte zapatos, ¿no? —preguntó Zondi distraídamente.

—No, tío, dijo que buenas botas.

—¿Y eso era buena cosa?

—Entonces podría encontrar trabajo.

Zondi hizo un guiño. El chiquillo se echó a reír. Por supuesto, no lo pretendía. Estaban practicando El Juego.

—¿Cuándo iba a conseguirte esas botas entonces?

—Oh, cuando fuera rico como un hombre blanco.

—¿Y todos los hombres blancos son ricos?

—Sí.

La lengüecita rosa sorbía una mínima parte del helado cada vez.

—¿Y cómo se haría rico? No podía trabajar.

—Ah, tal vez no, pero Shoe Shoe era listo. Podría hacerse rico diciendo palabras… me lo dijo.

Zondi frunció el ceño, pretendiendo incredulidad.

—¡Lo juro por Dios! Nunca le miento a los policías.

Los dos se echaron a reír.

—¿Dijo a quién le diría esas palabras?

Los hombros huesudos del chiquillo se encogieron.

—No lo dijo nunca, pero yo lo sé.

—¿Ah, sí?

—Este helado está casi acabado.

—Mira en tu bolsillo.

—¡Hau!

—Sí, así que ya sabes que no eres el único que tiene habilidad con los bolsillos, pequeño tsotsi.

—De acuerdo, te lo diré. Los hombres blancos, por supuesto… ¿quién si no puede hacerte rico como ellos?

En eso tenía razón.

Zondi divisó el coche de Kramer al pasar y se puso en pie de un salto. Demasiado tarde… De todas formas era una idea tonta.

Lo que el joven pillastre tenía que decir era interesante, pero no los llevaba a ningún sitio, como pasaba con lo que había descubierto de sus principales informadores. Aunque todos admitían que siempre había espacio para una nueva banda, ninguno de ellos había oído hablar del Cerdo de Vapor.

LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES de Biddulph Street estaba prácticamente desierta.

Después de echar un rápido vistazo alrededor, Kramer se dirigió a la oficina del supervisor para enterarse de que la mayoría de los autobuses habían salido a su hora. Eran poco más de la una.

—Y sinceramente no puedo decir si había o no una anciana con un vestido de algodón negro y un sombrero de flores en alguno de ellos —dijo el supervisor—. Pregunte al personal de taquilla.

El personal de taquilla le envió a los revisores y a continuación Kramer entrevistó a los porteros bantúes que cargaban el equipaje. Nadie sabía nada… El hecho de que la señora Johnson también llevara un gran bolso de tartán amarillo tendría que haber sido una buena señal, pero no era así.

Kramer empezó a lamentar amargamente no haber traído a Van Niekerk consigo. De repente, la descripción le pareció inadecuada.

Se entretuvo en el vestíbulo, combatiendo la lógica que le impulsaría a llamar pidiendo ayuda. Dios, aborrecía aquella idea. Al coronel le encantaría.

Entonces se le ocurrió algo. Regresó a la oficina del supervisor y le preguntó si una de las empleadas podía ayudarle durante cinco minutos.

La muchacha se echó a reír nauseabundamente cuando le pidió que mirara en los lavabos de mujeres, pero obedeció. Y volvió para anunciar riendo su fracaso en descubrir ninguna anciana… aunque estaba segura de haber visto las botas de un hombre bajo la puerta de uno de los cubículos. Kramer la despidió sin darle las gracias.

Eso era todo. Tendría que regresar al coche y lanzar una llamada general. Tenía también una lista de autobuses que habían Salido a la una y en jefatura podrían disponer que se hicieran comprobaciones en su ruta y en sus puntos de destino.

Kramer cortó en diagonal por la zona de no-blancos de la estación, tan repleta como siempre, y subió a su coche, que esperaba en la acera. Conectó la radio. Alguien pedía una ambulancia por las ondas, lo que daba prioridad al mensaje.

Oh, bueno, otro minuto o dos no tendrían importancia. Ya estaba todo bastante jodido. Era una lástima que la idea de los lavabos no hubiera servido de nada. Le había gustado. Echó una ojeada a la multitud congregada alrededor de los urinarios negros.

—¡Jesús!

Una anciana salía por la puerta señalada Mujeres no blancas. Caminaba con inestabilidad, debatiéndose contra la brisa que levantaba su traje negro y agitaba las tristes rosas de su sombrero. Se detuvo a descansar a menos de quince metros, soltando su bolso de tartán amarillo en el respaldar de un banco.

Kramer la alcanzó en cuestión de segundos. Cogió su fino brazo con las dos manos y la condujo al Chev antes de que se recuperara de la sorpresa.

—¿Qué sucede? ¿A dónde me lleva?

—No muy lejos, señora. Sólo a este coche.

—¿Pero quién es usted?

—Policía.

—¿Pero qué he hecho?

—Ha contravenido una ley municipal —respondió Kramer—. Entre, por favor.

Bajó el cerrojo oculto y luego cerró la puerta firmemente. Dio la vuelta al coche y se sentó al volante.

—¿De qué ley está hablando?

—Es usted la señora Johnson, ¿verdad?

—S-sí.

—Ha sido muy inteligente por su parte esconderse de mí allí, señora Johnson. ¿Cómo sabía dónde estaba?

—¿Esconderme? ¿Dónde?

—En el lavabo de no-blancos.

—¿Eso es lo que piensa que estaba haciendo?

Y empezó a reírse. No durante mucho tiempo, pero fue horrible. Le sorprendió.

La señora Johnson rebuscó en su bolso, sacó un pañuelo de papel arrugado y se sonó la nariz con él.

—¿De verdad cree que entraría en uno de esos horribles sitios si no tuviera que hacerlo?

La sorpresa era una cosa, la conmoción otra. Para Kramer fue una experiencia tan rara que abrió la boca como un personaje de dibujos animados. El efecto fue muy cómico, pero la señora Johnson no sonrió.

—Supongo que podría aprovecharme —añadió la señora Johnson en voz baja—, pero no merece la pena correr el riesgo.

—No —dijo Kramer automáticamente.

Su mente batallaba por recuperar su equilibrio. De modo que la anciana era una persona de color, una mestiza. Le costó hacerse a la idea… Desde luego, no lo parecía. Ni hablaba como una. Sin embargo, cosas más extrañas sucedían.

—Míreme —ordenó Kramer.

La señora Johnson volvió lentamente la cabeza hacia él. Kramer advirtió que estaba temblando. Súbitamente pareció muchísimo más vieja.

Kramer empezó por arriba. El sombrero estaba hecho de simple paja negra, adornado con rosas de terciopelo que habían abandonado hacía mucho tiempo cualquier pretensión de naturalidad. Los cabellos bajo el sombrero eran muy blancos, muy finos y curiosamente libres de ningún rizo. La cara era ancha, pero no demasiado. Lo sorprendente era el dolor mudo que asomaba en los ojos marrón oscuro (la córnea no tenía ningún rastro del habitual tono amarillo) y en las profundas arrugas alrededor de la boca. Por contraste, el cuello era suave como el de un cisne. Las manos, retorcidas contra el negro regazo, eran fuertes aunque delicadas, con unas pequeñas manchitas en el dorso. Los pies eran también pequeños.

Estaba claro que su sangre de color se confinaba al sistema arterial. Y que la señora Johnson debía de haber sido un raro hallazgo para el señor Johnson.

—Está asustada —dijo Kramer.

La señora Johnson asintió, manteniendo con dificultad su elusiva dignidad.

—¿Por qué?

—No quiero ningún problema.

—Bueno, si va usted por ahí diciendo mentiras, tiene que esperar encontrarlos, Ma.

Ella asintió de nuevo, vagamente.

—¿No tiene otro pañuelo de papel?

La señora Johnson rebuscó obediente en su bolso, alzándolo para alcanzar el fondo. Un recorte de periódico revoloteó en el asiento entre ellos.

Kramer lo cogió al vuelo y lo sostuvo para que ella pudiera leer el titular: muerte misteriosa de muchacha misteriosa.

—¿Ve lo que quiero decir? Le dijo usted a uno de mis hombres que no sabía que la señorita Le Roux era objeto de una investigación.

—No me dijo qué tipo de investigación.

—No importa. También dijo que vivía aquí en Biddulph Street.

—Lo siento, señor.

—¿Lo siente? ¿Quién la envió?

La señora Johnson frunció el ceño.

—No me envió nadie. Vine yo sola.

—¿De dónde?

—De Durban.

—¿Por qué?

—Se lo dije al otro policía.

—¿Qué es modista y toda esa basura?

—Lo soy.

—¿Y conocía usted a la señorita Le Roux personalmente?

—Fue cliente mía.

—¿Entonces vivía en Durban?

—Sí.

Kramer la miró con intensidad. La mujer se agitó incómoda, pero mantuvo la barbilla firme.

—Muy bien, Ma… ¿por qué vino entonces?

—Algo me impulsó. La señorita Le Roux era una muchacha encantadora. Parecía tan terrible que le hubiera sucedido algo así… Leí lo del posible asesinato y se me fijó en la mente de tal forma que no pude pensar. Tenía una piel maravillosa.

—¿Qué demonios tiene eso que ver? —estalló Kramer, perdiendo la paciencia.

—Yo… no lo sé, señor. Es lo que me venía una y otra vez a la cabeza.

—¿Por qué le mintió al sargento?

—Porque tuve miedo de decirle la verdad, señor, siendo… Una persona de color no tiene derecho a ir metiendo la nariz en otros asuntos.

La señora Johnson parecía demasiado consciente de su raza. Esto, y los otros aspectos insatisfactorios de su historia, hicieron preguntarse a Kramer si no tenía razón después de todo: la mujer se había escondido en el lavabo de no-blancos para eludirle.

—¿Tiene algún papel que pruebe lo que es y dónde vive? —preguntó.

—No, señor. Lo siento.

Kramer frunció el ceño. Pero no se sentía contrariado del todo. La señora Johnson era el único eslabón fuerte que tenía con el caso, y obviamente podía averiguar muchas cosas gracias a ella. Sin embargo, el problema principal seguía siendo el factor tiempo. Desde el momento en que aquella noticia había sido publicada en la prensa, había dado comienzo una carrera. Cada hora que pasaba era una hora de ventaja para los asesinos. Tal como iban las cosas, no extraería lo que la señora Johnson tenía que decir hasta el anochecer. Era una lástima que fuera tan vieja y frágil.

Kramer sabía de qué humor se encontraba. Había días en que disfrutaba un largo interrogatorio sinfónico, con sus diferentes movimientos, sus momentos de dulce contrapunto, y aquel triunfante final para llegar al clímax. Y había días en que no quería más que la verdad y nada más que la verdad, como decían los jueces. Gershwin sabía lo que quería decir.

Y la señora Johnson parecía haber sentido también algo. Había colocado protectoramente su bolso ante ella y contemplaba la figura silenciosa que tenía al lado con creciente ansiedad.

Súbitamente la cara de Kramer se iluminó con una idea inspiradora.

—El cuerpo todavía no ha sido identificado formalmente —dijo—. Dice que conoce usted a la señorita Le Roux… Veamos si es la misma.

Después de una larga pausa, la anciana asintió.

Kramer conectó la radio. Control Central respondió casi de inmediato.

—Al habla el teniente Kramer. Quiero que envíen un mensaje urgente a la funeraria de Abbot. El mensaje es el siguiente: Prepare a Le Roux para una identificación formal en diez minutos. Se pide que utilice la plancha. Y digan que el mensaje viene de mi parte. ¿De acuerdo?

Control Central accedió y cortó la comunicación.

Una identificación formal era rutina, sin que hubiera relacionadas tácticas para impresionar. Pero usar la plancha en vez del cajón permitiría que todos los detalles del trabajo del doctor Strydom aparecieran desplegados bruscamente bajo la implacable luz. Sería una buena impresión.

FARTHING RECIBIÓ LA LLAMADA de Control Central, ya que el señor Abbot había salido a almorzar. Esto le indignó mucho.

Le indignó tanto, en realidad, que volvió a apoyar los pies en la mesa y resolvió no hacer nada hasta que su hora de almorzar hubiera terminado. Después de todo, no sería perder el tiempo: estudiar no era cuestión fácil cuando se trabajaba según el reloj. La vida se estaba volviendo ahora tan agotadora como cuando trabajó de enfermero.

Además, acababa de recibir su manual del Instituto Británico de Embalsamadores y el capítulo de bacteriología era completamente absorbente. Tendría que advertir al jefe sobre el riesgo que corrían con algunos de sus trabajos para el hospital.

Entonces su consciencia empezó a actuar, sacando lo mejor de sí, de manera que pasó rápidamente a la sección de reconstrucción quirúrgica para echar una mirada a las ilustraciones. Eran hermosísimas.

—Bien, bien, bien —se dijo mientras se dirigía al depósito—, de modo que dijeron que nunca lo conseguirías con tu educación, enfermero Farthing. Ya veremos.

Acababa de abrir la cámara frigorífica cuando Kramer entró en la sala, escoltando a la señora Johnson.

A Kramer no le gustó lo que vio. No le gustaba que desobedecieran sus órdenes y no le gustaba el aspecto de este muchacho. Era demasiado joven y te observaba de una manera demasiado íntima.

Entonces las cosas perdieron totalmente el control.

Farthing sacó la bandeja. La señora Johnson se le acercó con sorprendente velocidad. Farthing apartó gentilmente la sábana de la cabeza. La anciana suspiró suavemente.

Fue la expresión de su cara lo que llamó la atención de Kramer. Se dio cuenta de que la había visto en algún lugar, en alguien, pero no pudo hacer la conexión: una curiosa resignación que apuntaba a cosas tan profundas que te vaciaba el estómago.

Farthing vio que la mujer trataba de preguntar algo.

—¿Sí, señora? —se ofreció.

—¿Estaba… estaba marcada de alguna forma?

La cuestión hizo que Kramer cruzara la habitación de dos zancadas. La agarró.

—¿Por qué pregunta eso?

La señora Johnson se soltó. La furia teñía de color sus mejillas.

—Ya se lo he dicho, joven… tenía una piel maravillosa.

Kramer se dio cuenta súbitamente de que también ella tenía una piel hermosa ahora que el sonrojo le daba vida.

Y advirtió algo que le cortó la respiración.

Vistas juntas, la muchacha del cajón y la anciana de pie a su lado eran, no en sentido general sino en detalle, sorprendentemente parecidas.

—¿Es usted su madre?

La respuesta fue orgullosa:

—Lo soy.

Farthing esperó, y a continuación volvió a colocar la sábana.

—No estaba marcada, señora Johnson —dijo Kramer suavemente.

GOGOL NO SE ALEGRÓ de volver a ver a Zondi, pero Moosa sí.

Dijo que el jueves era el peor día de la semana. Atraía a demasiadas personas molestas y camionetas ruidosas a Trichaard Street… no podía imaginar por qué. Normalmente podía soportar el claxon de un coche o los gritos de un buhonero, pero los jueves había demasiado ruido, lo que le impedía continuar con su tercera lectura de la Enciclopedia Chamber, edición de antes de la guerra.

Aunque había llegado ya a Ictiología y estaba ansioso por volver a echar una ojeada a Islam, optaba con buen tino por leer una pila de cómics americanos los jueves.

—¿Por qué no sales? —preguntó Zondi.

Moosa se dio cuenta de que una de las moscas de la fruta de Gogol se atrevía a invadir su santuario. La espantó con Batman.

Zondi se le acercó y le contó el destino de Gershwin Mkize y sus dos matones. Estaban entre rejas y esta vez definitivamente.

—Maldición —gruñó Moosa, con aspecto apenado—. Maldición y maldición. ¿Se lo ha dicho a Gogol?

—No le gusta que haya cafres en su tienda que no vayan a gastar dinero.

Moosa suspiró.

—Un tipo duro, sargento —dijo—. Un tipo muy duro.

Zondi le permitió que reflexionara en silencio sobre la implacable naturaleza del tendero. Y luego observó filosóficamente:

—Hay trabajos y trabajos.

—¿Qué quiere decir, sargento?

—Que hay muchas cosas diferentes que un hombre puede hacer para ganar dinero.

—¡Dinero, ja! Eso es lo único que Gogol cree que es importante. Le he dicho una, mil veces, que la educación es lo que hace al hombre. Él sólo se lame el pulgar.

—¡Hau!

—Sí, esa es la verdad. Es tan avaro que la otra noche cogí una bolsita de cacahuetes del estante y lo anotó en su libro.

—¿Entonces espera que le pagues?

Esto hizo reír a Moosa como un payaso triste.

—¿Pero importa de dónde venga el dinero, Moosa?

El indio miró a Zondi.

—No estoy mezclado con nada —dijo ominosamente… y mostró su dolor cuando Zondi se echó a reír.

—Eres un hombre de educación, ¿verdad, Moosa?

—Me dedico a mis estudios.

—¿Tienes un ojo rápido y buenos oídos? ¿Puedes pensar inteligentemente?

—Siempre lo he hecho.

—Bien. ¿Te gustaría entonces un trabajo en el que puedes decidir tu propio horario… incluso lo que vas a hacer?

—He de decir que parece muy interesante, sargento. ¿Qué es?

—¡Ah, probemos tus poderes! —replicó Zondi—. Adivina.

Moosa pasó un rato pensando. Entonces lo comprendió cuando Zondi sacó dos billetes de un rand de su cartera y los colocó en la pila de enciclopedias.

—Es dinero bueno y libre de impuestos —engatusó Zondi.

—Demasiado generoso. Soy un hombre de intelecto, no de acción, sargento… gracias de todas formas.

—Mierda, Moosa, tómate tu tiempo. No pensarás que los tipos en los que estamos interesados van a superar a un hombre con tu inteligencia, ¿no?

Moosa se encogió de hombros.

—Sucedió una vez —dijo, adulado pero en guardia.

—Y no podría volver a suceder, no con lo mucho que dices que has leído. ¿Qué te parece? Incluso podrías cobrarte una pequeña venganza si lo arreglamos.

Moosa se acercó y examinó los billetes.

—¿Pero por qué son estos?

—Por el soplo sobre el coche de Lesotho.

—¿Le ayudó entonces?

—No mucho hasta ahora… Necesitamos más información sobre el tema y rápidamente. Puedes decir que nuestro regalito es un anticipo, si quieres.

Mientras hablaba, Zondi cogió un libro en rústica y admiró su portada.

—James Bond —dijo Moosa—. ¿Ha leído alguno? Maravillosamente escritos.

—He oído hablar de él —replicó Zondi, pasándose casualmente el volumen de una mano a otra.

Moosa miró largamente a la rubia en brazos de Bond.

—Bien, ahora tengo que marcharme —dijo Zondi desde la puerta—. Tenemos mucha prisa con este caso. Tal vez puedas salir a echar un vistazo esta tarde, ¿eh, Moosa?

EL OLOR DE LAS FLORES era abrumador. Empezó a marear a Kramer mientras permanecía sentado, rodeado por ramos y tributos, al lado de la señora Johnson en el almacén, esperando a que dejara de llorar.

Así que decidió salir y tener una entrevista tardía con Farthing. Tal vez incluso podría tomarle declaración.

—¿Está cómoda allí dentro? —preguntó Farthing mientras se acercaba al mostrador—. Me sorprendí tanto cuando dijo que la sala de exposiciones no sería adecuada. No lo parece, ¿verdad?

—¿Nombre? —preguntó Kramer secamente.

—Jonathan Farthing.

—¿Dirección?

—Vivo aquí, en un apartamento en la parte de atrás.

—¿Recogió usted a la muchacha de la casa de Barnato Street?

—Yo hice el traslado, sí.

—¿Solo?

—Tenemos una de esas camillas nuevas con abrazaderas, ruedas y asas.

—Ya veo. ¿Qué puede recordar del momento?

—Sólo que fue muy simple. La recogí y la traje aquí.

—No parece tomarse su profesión muy en serio.

—Francamente, teniente, no estoy muy interesado en ese aspecto de las cosas. Me…

—No me interesa, señor Farthing. Dígame lo que vio en la casa.

—Bueno, estaba decorada con mucho gusto, ¿no? Había unas cortinas muy bonitas en el dormitorio. He estado intentando encontrar unas iguales desde entonces.

Kramer suspiró y esperó que le oliera el aliento.

—Lo siento. ¿La muchacha? Me sorprendió que tuviera un aspecto tan pacífico. Las ropas de la cama no estaban revueltas ni nada, aparte de lo que los médicos habían removido. Oh, sí, casi lo olvidaba… apagué la lamparilla de su cama.

—¿Aún estaba encendida?

—Sí, pero era la única. Después me di cuenta de que las otras estaban apagadas.

—No dejó usted ninguna huella… ¿cómo es eso?

—La pequeña diferencia entre la vieja y la nueva escuela. Siempre llevo guantes.

—Ajá.

Kramer cerró su libreta.

—Eso parece ser todo, señor Farthing. Pero dígame una cosa: ¿por qué no preparó a la señorita Le Roux usted mismo en vez del señor Abbot?

—Oh, no hay ninguna prisa una vez están en la cámara frigorífica. Además…

—¿Qué?

—Personalmente prefiero… no dedicarme a las mujeres.

—¿Y el señor Abbot?

Pero justo en ese momento, tres carteros fuera de servicio de aproximadamente la misma altura llegaron a cambiarse de ropa y ganarse un sueldo extra para pagarse las cervezas. Se disculparon en nombre del otro compañero que no podía venir porque estaba enfermo.

Kramer dejó a Farthing lleno de pánico ante la idea de encontrar un reemplazo, y regreso a ver cómo se encontraba la señora Johnson. Vio que estaba sentada muy erguida, con los ojos secos y el sombrero quitado.

—Alguien mató a mi pequeña —dijo ella cuando entró.

—Sí, así es. ¿Va a ayudarnos a descubrir quién fue?

—Si puedo…

—Gracias, señora Johnson.

—El apellido es Francis, señor. Johnson era mi apellido de soltera.

—¿Pero Gladys sigue siendo el nombre?

—Sí, señor.

—Muy bien, Gladys, esa es la idea. ¿Estaba su hija haciéndose pasar por blanca?

La señora Francis sonrió débilmente.

—Se estaba haciendo pasar por blanca, como dicen.

—Hizo un buen trabajo —recalcó Kramer—. No había ni rastro de su pasado en ningún lugar de su casa. Un espía no lo habría hecho mejor. Lo único que encontré fue una fotografía muy pequeña.

—¿Sí? ¿Dónde estaba?

—En un camafeo en forma de corazón.

Ella se mordió los labios.

—Era el señor Francis, su padre.

—Mire, Gladys, lo mejor será que empecemos por el principio.

—¿Es necesario?

—Podría ayudarme a comprender.

Esto obviamente la atrajo.

Kramer se sentó en la otra silla que Farthing había traído de la capilla y se preparó a escribir.

—¿Nació usted en el Cabo?

La risa desdeñosa de la mujer hizo que Kramer alzara la cabeza sorprendido.

—¿Por qué siempre piensan ustedes que la gente de color nace siempre en el Cabo?

Otra vez, aquella curiosa reacción por su parte.

—¿Dónde entonces?

—En Durban.

—¿Y…?

El bolígrafo de Kramer tembló, dispuesto a anotar la fecha. Pero la libreta le resbaló de las rodillas un momento más tarde.

—Y nací blanca —dijo la señora Francis—. Todos nacimos blancos. La familia entera. Y vivimos como blancos también.