FUE UNA NOCHE INFERNAL.
—El cerdo de vapor…
Fueron las últimas palabras de Gershwin Mkize. Luego se desplomó de boca en el suelo, y se quedó tendido inmóvil con el culo al aire.
Kramer y Zondi permanecieron sentados, mirándolo aturdidos. Pensaban que habían roto al bastardo. Pensaban que le habían llevado al borde y lo habían dejado caer. Tal vez así había sido. Pero la postura parecía proclamar una insolencia que terminaba las cosas de la forma en que habían empezado.
Kramer alzó un pie. Gershwin quedaba fuera de su alcance. Dejó caer el pie. Zondi ni siquiera hizo el intento. Los dos estaban exhaustos. Reventados.
Cierto, se había acabado… pero el cuerpo de Kramer necesitaba tiempo para ajustarse a la idea. Aún hervía con una mezcla demasiado rica de sangre caliente y adrenalina. Su cara estaba enrojecida, la sien izquierda le latía rápidamente como la papada de un sapo, y le dolía el estómago. También su vejiga estaba al borde del estrés. Un movimiento en falso y tendría que andar con las rodillas apretadas.
En el exterior, amanecía.
Era una de esas mañanas radiantes que hacían que los lecheros se sintieran superiores mientras rebañaban la nata aprovechando que sus jefes blancos dormían.
Pero ahora, sin embargo, las botellas estaban medio vacías entre los paquetes de cereales y Trekkersburg se apresuraba para mantener la economía en auge. En las calles, coches, camionetas, autobuses y motocicletas se habían convertido en una línea de montaje; pegados unos con otros, sin avanzar ni detenerse, pero llegando a alguna parte. Entonces, justo bajo la ventana, que estaba aún cubierta por la persiana, un grupito de secretarias se detuvo a esperar a una amiga.
Kramer sintió que tenía que echar un vistazo; súbitamente ansió sus frescas pieles recién salidas de la ducha y sus crujientes blusas de algodón y sus pegajosas barras de labios rosa. Fue un error.
El sol le golpeó en los ojos. Quedó deslumbrado, sangrante, sin ver más que un atisbo de las muchachas mientras se marchaban con la amiga recién llegada. Y aún peor: cuando se dio la vuelta, descubrió que la luz era del tipo que convierte la basura de una alegre fiesta en un completo desastre al amanecer. Esto no había sido ninguna fiesta, pero lo que el día le hacía a su oficina era intolerable.
Todos los sórdidos materiales se revelaban en completo alivio contra su propia sombra: las tazas de café, la manguera, los paquetes arrugados, las toallas húmedas, el orinal de plástico. El suelo estaba cubierto de colillas… y el aire lleno de humo. Sólo el hedor no aparecía, aunque le faltaba poco.
Entonces un escolar que pasaba silbó a un compañero de clase y Kramer se maravilló. Había sido así antes y sucedería de nuevo. Dentro de unos pocos minutos traerían un equipo de limpieza de las celdas. Las marcas de los zapatos y las colillas de los cigarrillos desaparecían tan completamente del parquet como la fina bilis de Gershwin. Las toallas volverían a la cantina, y el orinal y el resto del material regresarían al armario. A las nueve, la habitación —con sus cuatro paredes crema, su carpintería marrón, las dos sillas y una mesa— sería tan poco llamativa como de costumbre.
Así era como él quería sentirse.
—Zondi, tengo que irme.
—Jefe.
—Llama a Khumalo para que te ayude a acusar a este montón de mierda del asesinato de Shoe Shoe el sábado pasado. ¿Dices que ya has acusado a los otros dos?
—Inmediatamente después de verlos a las cuatro.
—Bien. Dile al fiscal, creo que esta mañana será el señor Oosthuizen, que quiero una semana de remisión. Lo arreglará. Después, vete a casa. Llamaré al encargado del poblado si te necesito antes; de lo contrario, a las seis aquí fuera.
Zondi asintió y se dirigió al teléfono.
Mientras recorría el pasillo, Kramer trató de no pensar en su vejiga. No quería darle una excusa para sobreexcitarse. Llegó al lavabo justo a tiempo y se maravillaba con uno de los placeres elementales de la vida cuando el sargento Willie Van Niekerk salió del cubículo de al lado. Era el primer hombre de la Brigada de Homicidios que Kramer veía en dos días.
—Buenos días, teniente —murmuró Van Niekerk con su cortesía de costumbre, abriendo el grifo del lavabo. No había jabón, pero había traído el suyo propio en un sobre.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó Kramer, mirando el Lifeboy.
—Ach, así, así. No puedo quejarme… terminé todos mis informes anoche. Todo en regla.
—¿Ah, sí? ¿Estás buscando trabajo?
—¿Quiere usar el jabón, teniente?
—Gracias. Tengo un pequeño asunto para alguien que sepa lo que hacer.
—¿De veras? ¿El caso del que el coronel Bobo no para de hablar?
—¿Qué dice?
—Nada. Por eso me interesa.
—Ja, ese es.
Van Niekerk parecía examinar su boceto de bigote en el espejo, pero miraba de reojo a Kramer.
—¿Pero no tiene ya a alguien trabajando en ese caso, señor?
Kramer se olió el asunto.
—Tengo a un negro. No sirve para lo que quiero hacer.
—¿Qué es?
—Declaraciones, interrogatorios telefónicos, papeleo.
—Yo podría echarle un vistazo, señor.
Kramer le devolvió el jabón, sin usarlo.
—Entonces vayamos un minuto a la oficina principal, Willie.
EL MINUTO DURÓ UNA HORA y varios segundos. Al final, Van Niekerk sabía todo lo que necesitaba.
Y Kramer iba de camino a casa. Su hogar dulce hogar era una habitación en la casa de un director retirado. Tal vez, estrictamente hablando, era más que simplemente una habitación, pues daba a su propio porche cubierto con hojas de granadilla. Había espacio suficiente para varios muebles y no pocas visitas. Kramer prefería vivir sin ninguna de ambas cosas. Se contentaba con un diván, un pequeño guardarropa y una caja de cartón donde tenía su lista de la lavandería y sus papeles privados. Hacía mucho tiempo que había reconocido secretamente que compartía la filosofía de los cazadores del Kalahari, quienes creían que refugio y vestimenta no deberían ser más elaborados de lo que las circunstancias requirieran: el deber de un hombre era invertir sus trabajos en su vientre para poder volver a trabajar. Y así era como Kramer gastaba su dinero. Cada vez que era posible se dedicaba a filetes ricos y variados y tan anchos como el pulgar de un soldador.
Su manera de vivir, sin embargo, tenía una desventaja de la que un salvaje se reiría, pero que le molestaba por las mañanas: tenía que compartir el cuarto de baño con el casero, el señor Dickenson, y su esposa.
Kramer frenó con fuerza. Las luces del campo de Rugby le habían distraído. Se acomodó en el asiento de su pequeño Ford.
Y en un momento de recuerdo total sintió el pellizco del estrecho y frío baño sobre sus hombros. A continuación, las gotitas heladas que caían de la colada festoneando en el cordel. Las bragas de la señora se secarían en diez minutos al sol. Oh, no, temía que su visión incitara al jardinero. No tenía sentido hablarle sobre el tema. Sólo preguntaría de nuevo por qué la ley requería que las muchachas en bikini de los póster de las películas tuvieran trajes decentes pintados encima.
El semáforo cambió.
Como para demostrar que tales recuerdos no eran necesariamente un acto de voluntad, su cerebro manifestó lo que realmente le había causado rebelarse ante la idea de un baño antes de las diez: el olor.
El señor y la señora Dickenson estaban en la edad y disposición bien conocida por su morbosa preocupación con los movimientos de tripa. El alféizar de la ventana, el estante sobre el lavabo y el aparador de las medicinas eran poderosos testimonios del tema. Había píldoras patentadas, polvos y pociones a docenas, prometiendo todo, desde un suave alivio a la acometida común. Cada etiqueta informaba al sufriente de la necesidad de no sufrir más, pero el señor y la señora Dickenson preferían abordar su problema con mente abierta… y la mezcla de elixires. Todas las tardes se reunían para discutir en susurros una fórmula nueva, engullían los ingredientes y se retiraban con expresiones de esperanzada anticipación.
Desgraciadamente, el banco de pruebas también estaba en el cuarto de baño. Ninguna cantidad de ambientador en torno a la tapa del asiento podía disfrazar el hecho doce horas más tarde. No con la ventana clavada por temor a tentar al jardinero.
Y después de lo que Kramer había pasado, era demasiado. Su mente se calmó y fue como encontrar una botella llena entre las vacías: se dio cuenta de que era jueves… y la viuda Fourie siempre tenía los jueves libres.
Kramer giró a la izquierda en la primera calle. El aparcamiento subterráneo de Hibiscus Court le engulló cuatro manzanas más tarde.
La viuda Fourie respondió a la segunda llamada, un poco adormilada, pero con su bata de casa.
—¿Dónde están los niños?
—Con Elizabeth. Han ido a los columpios.
—¿Con quién?
—Oh, mi nueva criada cafre. Sonja me la consiguió… es muy limpia.
Kramer sonrió pícaramente.
—Pasa, Trompie, la gente puede verme.
Entró y se apoyó en la puerta para cerrarla. El chasquido encandiló su sistema nervioso.
La viuda Fourie caminó hacia el dormitorio. Entonces, advirtiendo que él no la seguía, se dio la vuelta y se abrió la bata. No llevaba nada debajo.
Kramer se acercó. Ella cerró los ojos y él la besó. Entonces cubrió su desnudez.
—¿Tienes desodorante? —preguntó.
La viuda Fourie parpadeó.
—Podría preguntarte lo mismo —replicó, lamentándolo inmediatamente—. ¡Eh, no! Quédate aquí. Ahí está tu silla. Pondré a correr el agua.
Pero Kramer temía sentarse. Se quedó de pie hasta que ella regresó para desnudarlo, muy suavemente. Era un contacto maternal.
—Eso no es desodorante —protestó Kramer mientras le conducía al brillante cuarto de baño—. Saldré de ahí oliendo como un jodido marica.
La viuda Fourie respondió esparciendo otro puñado de cristalitos en el agua ya jabonosa. Sabía cómo le gustaban.
Lo primero que hizo en cuanto estuvo en el agua fue agarrar un juguete de plástico y tirarlo al pasillo.
—Chico, sí que estás de buen humor —suspiró la viuda Fourie—. Annie ama a su patito. ¿No recuerdas cuando se lo regalaste?
—¿Y…?
—Mira, Trompie…
—Más caliente, por favor.
Olvidó el pato y se concentró en el barquito. Era un baño amplio y moviendo las manos con destreza era posible crear una corriente que atraía el barco del desagüe. Al tercer intento, el barco encalló en la costa enmarañada de su pecho.
—No eres más que un niño grande —murmuró la viuda Fourie, atándose el cinturón con fuerza, como si fueran las tiras de un delantal—. Supongo que querrás patatas con los huevos fritos.
Kramer estaba dormido.
Y permaneció dormido hasta que ella trató de cambiar el agua, que se había vuelto sorprendentemente helada para un día tan caluroso.
—No, déjala —dijo él. Era como un arroyo del Cabo en primavera.
Así que la viuda rebuscó en la bolsa de aseo y encendió dos Luckies. Kramer se secó una mano y cogió uno. Empezó a hablar.
Finalmente, la viuda Fourie preguntó:
—¿Cómo estaba el tal Gershwin cuando confesó? ¿Se sintió aliviado como hacen en las novelas de la radio?
—Oh, sí. Lo confesó todo con una gran sonrisa.
—No lo comprendo. Parece tan estúpido… Ahora vais a ahorcarlo.
—¿Y? ¿A qué tiene miedo todo el mundo? A lo que no conocen. Ahora él lo conoce. Es simple.
—Aun así, tiene que ser difícil conseguir que un cafre como él hable.
—Cierto.
—Zondi piensa como ellos, claro.
El barquito se hundió bajo su puño.
—También es cierto.
Las burbujas surgieron en una débil corriente.
—¿Por qué te has callado de pronto?
—Por nada.
—¿No puedes ver una conexión entre esos dos casos… eso es lo que te preocupa?
—Naturalmente, hemos perdido toda una noche. Te digo que es bastante sencillo. Gershwin mató a Shoe Shoe por alguna maldita razón, ya sabes como son esos nativos, y ahora está tratando de crear una buena historia para el tribunal. Siempre lo hacen, aunque saben que van a ser ahorcados.
—¿Quieres decir algo como recibir un mensaje de una banda desconocida para matar a un tipo u otro?
—Sí, es ese tipo de historias o el tema de los espíritus que susurran hacer cosas malas al oído. Lo que le hizo parecer malo al principio fue que no sabía el nombre de la banda. No le dimos oportunidad de inventarse uno, eso es todo.
—Oh, no sé, Trompie, podría haber oído algo en alguna parte.
—¿Quieres decir un rumor? Vale, así que hay una banda que hace que un pez sin importancia como Gershwin salte al primer plano de la atención y los complique. Digamos que es el mismo grupo que está detrás del asesinato de la muchacha. ¿Te parece probable que una organización que utiliza a un asesino contratado delegue un trabajo así en un chapucero como Gershwin?
—Creo que dijiste que te había impresionado su modus operandi. Fue una casualidad que encontraras tan rápido el cadáver de Shoe Shoe. Podrían haber pasado tres años, ¿y crees que entonces alguien se habría molestado en preguntarle a Gershwin al respecto? Ni hablar. No hiciste nada cuando le tocó el turno. Y ese es otro motivo: si Shoe Shoe fuera encontrado muerto en circunstancias normales, ¿no es casi seguro que alguien buscaría el agujero de un radio?
—Esa es mi chica… Pero no encontramos a Shoe Shoe por casualidad… fue una progresión lógica a partir del asesinato de Le Roux. Zondi siguió la pista.
—Ah, pero ellos no esperaban que se descubriera, ¿no? Ahí está tu casualidad.
Kramer empezó a enjabonarse el pelo.
—Piensa lo que quieras —dijo—. Pero todo es teoría. El único eslabón sugiere que hay una banda cuyo nombre no conocemos que va por el mundo matando muchachas blancas y mendigos negros. Arranca de ahí, si puedes.
La viuda Fourie salió y regresó con un paquete nuevo de Luckies. Kramer se había sumergido para enjuagarse el pelo y sólo su nariz, la boca y las rodillas asomaban por encima del agua. Ella se asustó un poco cuando sus labios se separaron para hablar.
—Sé con seguridad que Gershwin Mkize asesinó a Shoe Shoe —informaron los labios lentamente—, y sé con seguridad que aunque Gershwin dijera que es cierto, no hay nada más que pueda decirnos.
Fue bastante impresionante, como una escena surgida de alguna leyenda de un oráculo subacuático. La viuda Fourie quedó fascinada.
Pero Kramer no dijo nada más. Salió a la superficie salpicando agua y extendió la mano buscando una toalla. La viuda le acercó una, ausente.
—¿Y qué hay de Shoe Shoe? —preguntó—. Seguramente que él lo sabría… y diría algo mientras se lo hacían.
—Según Gershwin tenía muchas cosas que decir… pero todas incomprensibles. El shock debió volverlo loco. No puedo decir que me sorprenda, era la segunda vez para él.
—¿Qué tipo de cosas?
—Simples desvaríos, y el hecho de que Gershwin tratara de expresarlo en su maldito inglés de costumbre no sirvió de mucho. Le apretamos las tuercas, pero no nos llevó a ninguna parte. De hecho, el propio Gershwin empezaba a desvariar un poco y no había manera de distinguir una tontería de otra. Cosas sobre gente que le daba propinas, me refiero a Shoe Shoe, y las que no le daban; y concejales y el coche del alcalde y todas las cosas importantes que sabía sobre la gente importante por estar apostado delante del ayuntamiento todo el día. Ach, no puedo molestarme. Al final ni siquiera tratamos de anotarlo, sólo le dejamos continuar hasta que se derrumbó.
—¿Recuerdas algo?
—No. Ya te dije que eran tonterías en su mayoría.
—Oh, trata de recordar aunque sea algo. Creo que eres muy afortunado por tener un trabajo tan interesante como el tuyo.
Kramer pudo ver que la había hecho feliz. Ahora que lo pensaba, la entretenía mucho. Así que, para conservar su buen humor, dijo:
—Lo último que dijo fue «el cerdo de vapor».
—El Cerdo de Vapor —repitió ella lentamente.
Kramer la miró de arriba a abajo.
—Dilo otra vez.
Ella se sorprendió.
—El Cerdo de Vapor… lo mismo que has dicho tú.
—¡No, no es lo mismo!
—Por el amor de Dios, Trompie, no hay necesidad de ponerse así por una tontería.
La viuda Fourie alcanzó la puerta antes de que Kramer pudiera volver a hablar.
—Verás —dijo él suavemente—, lo has dicho como si fuera el nombre de algo.
Ella se dio la vuelta y comprendió. Y se echó a temblar.
VAN NIEKERK HABÍA HECHO un comienzo satisfactorio. Durante años había ido a todas partes con un pelotón de bolígrafos preparados en el bolsillo de su camisa. Uno escribía con tinta malva, los otros con roja, negra, verde y el azul convencional. Rara vez justificaba usarlos todos en un único trabajo, pero esta vez lo hizo.
Y nadie podría disputar cuánto había ayudado tal diversidad a clarificar el complicado informe del caso que había formulado a partir de sus notas. El coronel Du Plessis, que había entrado para preguntarle casualmente por el teniente, le había concedido el honor de quedarse mirando el trabajo terminado durante cinco minutos.
Ahora se encontraba solo de nuevo, tras trasladarse a la deliciosa y espaciosa oficina del teniente con toda la parafernalia que podría imaginar para su trabajo. Había colgado un gran mapa de Trekkersburg en la pared y marcado varias direcciones pertinentes con alfileres de colores. Había esparcido la hoja de crímenes en un tablero. Y había colocado la colección de informes en una cesta amarilla marcada «prioridad».
Lo que de alguna manera lo forzó a leerlos de nuevo, aunque contenían muy poca información. El de las huellas dactilares encontradas en la casa era una completa pérdida de tiempo.
Así que escogió dos listas preparadas a partir de las Páginas Amarillas y debatió si debía empezar por los ópticos o por los vendedores de órganos electrónicos.
Una moneda al aire le decidió por lo segundo. Pronto empezó a copiar inmensas listas de nombres improbables de libros de envíos, algunos de ellos irritables. Como señalaban los comerciantes, esta verificación no incluía las ventas efectuadas al contado, pero su respuesta al efecto era que la clase de persona en la que estaba interesado no caería en tal vulgaridad. Esta fue también la razón que le llevó a omitir los dos grandes bazares de la calle principal. La anciana de Barnato Street había recalcado que los hombres que asistían a las lecciones nocturnas iban bien vestidos y tenían aspecto próspero.
Tal como estaban las cosas, Van Niekerk perdió gran parte de su primer entusiasmo cuando confrontó los resultados y encontró que tendría que comprobar ciento setenta y tres nombres. Podrían esperar. Los ópticos tal vez proporcionarían una pista inmediata.
Pero una hora más tarde, y con dos nombres aún por consultar, miraba resentido el nombre de Kramer, que aparecía garabateado en la portada de la guía telefónica.
Los ópticos se habían molestado por sus preguntas… algunos habían requerido que se les contara dos veces la historia completa. Las lentes de contacto cosméticas eran aún algo perteneciente al futuro en Trekkersburg, si no a la República entera, y la mayoría de ellos dudaba que alguna vez pudieran imponerse. Van Niekerk se echó a temblar al pensar en tener que hacer una lista de posibilidades en Durban.
Afortunadamente el café llegó entonces y, combinado con una docena de vivas flexiones, restauró algo de su antiguo vigor.
De hecho, iba a coger otra vez el teléfono cuando llamó el señor Abbot.
El enterrador había pedido específicamente que le pusieran en contacto con la oficina del teniente Kramer, así que no perdió el tiempo con formalidades. Habló brevemente con rápidos susurros y colgó.
Van Niekerk sacudió la cabeza bruscamente para despejarla. Entonces contempló el mensaje que había anotado:
Tengo a una persona en el recibidor haciendo preguntas sobre la muchacha muerta. Venga rápido. No estoy seguro de poder entretenerla sin formar alboroto.
El afectado coordinador aprovechó la ocasión. Se levantó y se dirigió a la calle antes de que se le ocurriera llamar al teniente. Pero se trataba de un asunto de máxima urgencia y todo el mundo sabía lo difícil que era en ocasiones ponerse en contacto con él. Podría estar en cualquier parte.
KRAMER SE ENCONTRABA a cuatro manzanas de distancia, en las celdas del Tribunal de Trekkersburg, hablando con Pop Van Rensberg, el sargento al mando.
—Lo que quieras, Trompie, hijo —decía Pop, sin apartar los ojos de los prisioneros bantúes que se acercaban de puntillas al grifo situado ante su puerta para llenar sus latas de agua potable.
—Eh, Johannes, viejo grillo —tronó Pop—. No me digas que has vuelto a estar con las ntombis.
Un prisionero delgaducho le miró y sonrió tímidamente.
—Saludos, padre mío —dijo respetuosamente en zulú.
Pop agitó una zarpa amistosa.
—Es uno de mis viejos amigos —le explicó a Kramer—. Le pincho con las chicas. Dice que es un violador… cree que es terriblemente divertido.
Kramer miró al hombre.
—¿Qué es entonces?
—Que me maten si lo sé, pero lo hace a menudo. ¿A quién quieres que meta en la celda del fondo solo?
—A Gershwin Mkize. Acaban de trasladarlo.
—Naturalmente, Míster Banana. Tengo nombres para todos. Verás que va…
—Viste de amarillo. ¿Quieres hacerlo ahora, Pop?
El sargento lo aceptó de buen humor y salió al vestíbulo ladrando órdenes. Sus ayudantes guiaron a los prisioneros a sus celdas y metieron a una figura amarilla en una de las lejanas.
Zondi atravesó la verja del pasillo del tribunal y se unió a Kramer.
—Buen trabajo —recalcó Kramer—. Ahora tendrá una semana entera para convertirse de nuevo en un niño bonito antes de ir a juicio. ¿Por qué no estuvo la remisión preparada antes?
—Anoche hubo un montón de detenciones. Le di tu nota al señor Oosthuizen y metió a Gershwin por medio.
—Ajá. ¿Apareció Sam Safrinsky para representarlo?
—Ni hablar, jefe.
Pop regresó para saludar cálidamente a Zondi.
—Hola, Cheeky —dijo—. ¿Te gusta así?
—Demasiado silencioso —observó Zondi.
—Tiene razón —coincidió Kramer.
—Maldición —estalló Pop—, nunca se sabe quién está aquí dentro en estos tiempos. Venga, vosotros, quiero oíros hablar a todos.
Sus ayudantes repitieron su consigna, la tradujeron, e inmediatamente se produjo un murmullo de voces. Después de aproximadamente un minuto, se redujo.
—Muy bien —dijo Kramer, y Zondi y él se dirigieron hombro con hombro hasta la última celda.
Pop se retiró hasta un lugar donde no pudiera oír nada que le involucrara y se puso a bromear con Ephraim, otro viejo conocido. Se rieron juntos un rato.
Antes de que entraran en la celda, Kramer tenía preparada en las manos el ancho trozo de venda… la gasa que la había mantenido estéril se encontraba en la papelera de Pop. Y la aplicó a la boca de Gershwin antes de que pudiera emitir un solo gemido.
Cerraron la puerta.
—Escúchame, Gershwin —dijo Kramer—. He venido esta mañana a hacerte una pregunta. Cuando te quite esta venda, quiero oír tu respuesta… nada más.
Kramer tenía la ancha pieza de venda preparada en la mano ante él.
—No, no tenemos tiempo de ensayos —continuó Kramer—. Ni de hablar todo el día. El sargento Zondi y yo te vamos a dar la mitad de algo… si mientes, te daremos después la otra mitad.
Gershwin se encogió, tratando de protegerse la cabeza.
—Primero, la pregunta —continuó Kramer—. Anoche empleaste las palabras «el cerdo de vapor». Lo que queremos saber es si fue una tontería tuya o si fue algo que dijo Shoe Shoe.
Gershwin movía la boca frenéticamente cuando Zondi se colocó tras él.
Se concentraron en las partes blandas del cuerpo, las zonas en que no había huesos que romper o vasos capilares que dañar si oponía una resistencia excesiva. Una parte blanda era particularmente útil por su extrema sensibilidad y su relativo aislamiento de los órganos vitales.
Lo hicieron todo con los dedos, nunca con el puño.
ELLA SE LE QUEDÓ MIRANDO todo el tiempo, lo que hizo que Van Niekerk se sintiera aún más estúpido cuando tuvo que volver a enfundar su revólver antes de marcharse.
Y la pobre anciana sentada en el filo del sofá de la sala de exposiciones del señor Abbot tenía unos ojos tan aterrados… No era extraño si se consideraba la manera en que había entrado.
El señor Abbot le esperaba nervioso en el mostrador.
—¿Alguna noticia? —preguntó.
—Quiero hablar con usted —gruño Van Niekerk—. ¿Qué demonios pretende haciendo llamadas telefónicas como esa y haciéndome pensar que tenía aquí un jodido tigre?
—Tranquilo. Nunca he dicho nada sobre tigres.
—Dijo que no podía «retenerla» sin alboroto… ¿qué se supone que tenía que pensar?
—Pero las ancianas siempre se enfadan si se las trata mal. No quería molestarla. ¡Esto es un negocio, después de todo! Y pensé que usted sabría cómo manejar esto mejor que yo.
Se produjo una pausa bastante considerable.
—Gracias de todas formas —concedió Van Niekerk—. Podría haber sido algo grande. Nunca se sabe.
Y con esto se marchó, dejando al señor Abbot para consolar a la anciana y despedirla.
Van Niekerk aún estaba molesto cuando llegó a la oficina y encontró que el teniente y Zondi armaban un barullo con su informe escribiendo tonterías por todas partes.
—¿Qué es todo esto? —preguntó, con toda la brusquedad de la que se atrevió.
—Eso es lo que se dice en Robos —bromeó Kramer—. Fanie Brandsma dice que llegabas a treinta grados cuando pasaste junto a su ventana.
—Me refiero a esto del «cerdo de vapor» —murmuró Van Niekerk.
—¿Oh, eso? Bien podría ser una pista.
—¿De veras?
Kramer asintió. Ahora estaba claro por qué se encontraba de tan extraño humor.
—Acabamos de hacerle una visita a nuestro amigo Gershwin Mkize —explicó Kramer—. Queríamos comprobar algo que dijo anoche, esas palabras.
—¿Y…?
—Parece que Shoe Shoe las usó no una vez, sino varias veces cuando se dio cuenta de por qué estaba allí al descubierto haciendo de espantapájaros. De hecho siguió diciéndoselo a Mkize, que lo mataban por causa del Cerdo de Vapor.
—Lo gritó muchas veces —citó Zondi, leyendo su cuaderno de notas—. Dice que todo este problema es el problema del Cerdo de Vapor. Es mal asunto. Incluso asusta al jefe blanco. Oye al jefe blanco decirle al amigo que el Cerdo de Vapor significará su fin.
—Cristo.
—Sí, el eslabón, Willie. Estos casos están definitivamente conectados.
—¿Dijo Mkize bajo órdenes de quién lo hizo?
—Sigue diciendo que no los conoce. Pero pensándolo bien, ahora se pregunta si el Cerdo de Vapor no estaría detrás.
—Entonces es una banda, teniente.
—Eso parece. O alguien que dirige una banda. ¿Qué más podría ser?
—No lo sé. Nunca lo había oído mencionar.
—No tendrías que haberlo oído, si es secreto.
—Cierto.
—De todas formas, mandaré hacer comprobaciones. Zondi irá a interrogar a sus informadores. Pero quiero que tengas cuidado, ¿eh? No queremos poner a nadie en sobreaviso.
—Muy bien, jefe.
—Tú, Willie, te quedarás aquí para buscar el nombre en los archivos… mira a ver si puedes incluso encontrar a algún tipo con las mismas iniciales.
—Sólo dos cosas, señor: ¿por qué no confesó Gershwin eso antes…?
—Porque pensó que era una tontería.
—¿Y dijo a qué hombres blancos oyó hablar?
—No, Gershwin imaginó que Shoe Shoe oyó algo en el sitio donde se sentaba en las escaleras del ayuntamiento. Ahora que lo pienso, debe de haberlo hecho… es el tipo de lugar en que la gente habla francamente, especialmente cuando sale de reuniones donde ha tenido que tragárselo todo.
—¿Está diciendo que Shoe Shoe se enteró de esto por parte de algún concejal, señor?
—No, sólo ponía un ejemplo… Sé sensato, hombre. Estoy hablando de lo que pensaba Gershwin. Shoe Shoe podría haberlo oído en su carretilla… el aparcamiento está cerca del lugar donde duerme.
—Los europeos dicen a menudo cosas privadas delante de los bantúes —intervino Zondi—. No esperan que hombres como Shoe Shoe sepan hablar su idioma.
Kramer se dio cuenta súbitamente que había criticado a Van Niekerk delante de Zondi. Se apresuró a enmendarlo.
—Dime, viejo amigo, ¿dónde fuiste con tanta prisa? ¿Encontraste una buena pista?
Conocía la debilidad de Van Niekerk, pero falló. El hombre se rebulló y frunció el ceño antes de contestar.
—Acabo de tener una idea, señor —dijo con la ansiedad propia de un recluta—. Esta expresión, a falta de palabra mejor, es inglesa. Sé que hay un dicho inglés que es «cerdo de hierro», referido al hierro en lingotes… ¿cree que «cerdo de vapor» pueda ser otro de esos dichos?
—Merece la pena comprobarlo —accedió Kramer—. Ahora cuéntame, hombre, ¿qué ha pasado por aquí?
—Bueno, para abreviar una larga historia, recibió una información, señor, pero de Georgie Abbot. Llamó para decir que había alguien en su establecimiento preguntando por la señorita Le Roux.
—¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Por qué no lo dijiste antes? Iré para allá inmediatamente.
Van Niekerk deglutió con esfuerzo.
—La dejé marchar, señor.
Sólo la presencia de Zondi salvó a Van Niekerk de la castración. Cualquier cosa menos drástica no interesaba a Kramer, así que preguntó simplemente:
—¿Por qué?
—Porque no había mucho, señor. Dijo que era modista, que había hecho dos o tres vestidos para la señorita Le Roux hace dos o tres años. La recordaba porque era una joven bonita y agradable.
—¿Por qué no fue al funeral?
—No la conocía tan bien, señor. Dice que pensaba que sería una especie de intrusa.
—¿Por qué? ¿Sabía si la muchacha tenía familia?
—Se lo pregunté, señor. Dijo que nunca lo había mencionado, pero que tenía la impresión de que su cliente procedía del Cabo.
—Si sabía todo eso, ¿por qué no vino a contárnoslo?
—Eso le dije, señor. Respondió que no conocía el artículo de la Gaceta. Se sorprendió bastante cuando se lo dije.
—Entonces, en nombre de Dios, ¿qué estaba haciendo en la funeraria de Abbot?
—Bien, dijo que pasaba por delante y vio el anuncio del funeral y no pudo evitar preguntarse por qué una muchacha joven había muerto tan súbitamente. Esas son sus palabras, señor… están aquí en mi cuaderno de notas.
—Continúa, Willie.
La familiaridad animó a Van Niekerk.
—Así que entró y trató de hablar con Georgie. Ya sabe cómo son las ancianas.
—¿Entonces era una anciana?
—Oh, sí, muy agradable… de unos sesenta y cinco años.
—Ajá. Dime, ¿parecía… temerosa de hablar contigo? ¿Por qué dudas?
—Porque es difícil decirlo. La gente es muy curiosa cuando habla con la policía. Yo diría que no estaba más nerviosa que de costumbre.
—Bien. Entonces parece que has hecho un buen trabajo. Pero me gustaría hablar con ella, tal vez pudiera descubrir algo más.
—Naturalmente, señor, me dio su nombre y dirección. Es la señora Johnson. Gladys Johnson.
—Bien… ¿dónde vive?
—Ciento sesenta y nueve de Biddulph Street.
Van Niekerk se acercó confiadamente al mapa y pasó el dedo por Biddulph Street hasta donde estaba marcado el ciento sesenta y nueve. Zondi echó una ojeada y se marchó discretamente de la habitación.
Pues, según el mapa, la señora Gladys Johnson vivía en una fábrica de zapatos.