VIII

ZONDI TENÍA SUS PROBLEMAS. Normalmente no había nada que vigilar en Trichaard Street. El Acta de Agrupación de Zonas la había colocado dentro de la única zona no-blanca de Trekkersburg, lo que significaba que hacía el trabajo de diez calles en cualquier otra parte de la ciudad. Así que siempre había montones de personas desde el amanecer hasta el toque de queda poco antes de la media noche, y muchos de ellos sin nada que hacer excepto dar vueltas. Era fácil pasar inadvertido. Uno se podía sumergir en la multitud de curiosos que jugaba con tapas de botellas de Coca Cola. O se podía sentar en la acera y extender los pies junto con los demás que nunca merecían ni una mirada de los transeúntes. Sólo hacía falta quitarse la corbata, dar la vuelta a la chaqueta para mostrar el forro como un muchacho de granja y ponerse al trabajo. Era muy sencillo, especialmente después del crepúsculo.

A menos que lloviera, como sucedía ahora. En torrentes que limpiaban el pavimento de cáscaras de naranjas y convertían los socavones en estanques. Durante dos días un cielo deslumbrante había estado sorbiendo todas las partículas de humedad del cielo para alimentar a sus nubes hasta que se volvieron gordas y pesadas… era como si una zarpa vengadora hubiera abierto sus panzas, pues las gotas eran cálidas y tan cegadoras como la sangre.

Se oyó un sonido de calicó rasgándose y entonces un relámpago iluminó con su destello a Zondi, que se acurrucaba ante una tienda. Una cortina se abrió y se cerró como un postigo.

Empezó a correr. Esquivó los charcos. Se resbaló en una cáscara de melón. Cayó al suelo.

El trueno se produjo cuando un alto indio ataviado con un fez sacaba un cuchillo y retrocedía hacia la caja registradora. Su cliente gritó, agarrándose el sari.

—¡Policía! —ladró Zondi.

El dependiente le reconoció y bajó la mano derecha.

—¡Cállate, Mary!

Todas las mujeres indias eran Coolie Mary. Esta se calló.

—¿Quién está en esa habitación de arriba? —demandó Zondi, cruzando la habitación—. No me hagas perder tiempo, Gogol.

—Moosa.

—¿Me estás diciendo la verdad?

—Puede mirar.

Entonces Gogol se encogió de hombros, indiferente, cogió una col y empezó a mondar su tallo. Zondi le quitó el cuchillo de la mano.

—Escúchame, basura, será mejor que sea Moosa, ¿me oyes?

—Venga —murmuró Gogol.

Zondi le siguió al pasillo obstruido con cajas de fruta donde el olor del curry era como una almohadilla en la cara. Las escaleras carecían de alfombra. El descansillo tenía un cuadrado de linóleo gastado por un lado pero no por el otro. Pisaron la parte más brillante.

—Ahí dentro —dijo Gogol, abriendo la puerta.

Un indio de mediana edad se levantó con toda la rapidez que pudo. Sin sus zapatos especiales le llegaba a Zondi a la altura del hombro. Ya tenía puesto su pijama.

—Sargento Zondi, qué placer —sonrió.

—Siéntate, tripas de curry… tú también.

Siempre dispuesto a todo, Moosa se sentó. Gogol, su patrón, se sentó con el ceño fruncido en una banqueta. Los musulmanes siempre miraban por los suyos, al contrario que los hindúes, que componían la mayoría de la población, y nunca se veía arruinarse un comercio musulmán. Moosa había cumplido seis años de cárcel, por aceptar objetos robados, después de un juicio que le había costado hasta el último céntimo de su almacén. Cuando salió, Gogol le llevó a su casa, le dio una habitación, y esperó a que se reinstalara. Esto empezaba a tomar demasiado tiempo. Gogol comenzó a notar que Moosa se sentía muy feliz con estar tumbado mirando sus fotos de Jane Russell y no hacer nada. La comunidad musulmana era piadosa, pero señaló el shock que sería la prisión para un hombre de la cultura de Moosa. No obstante, habían accedido a compartir algunos gastos aunque Gogol era soltero.

Un relámpago destelló de nuevo, y esta vez el trueno fue más fuerte. Moosa dio un respingo.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

—Ya sabe que nunca me ha gustado la violencia, sargento.

Zondi entendió la alusión y sonrió con saña.

—¿Sigues diciendo que te colocaron esas radios, Moosa?

—Así es.

Zondi miró en el armario e inspeccionó los decorados de la pared.

—¿Quién decías que fue? Hace mucho tiempo que no estoy en Robos.

—Gershwin Mkize.

Zondi se puso a observar a la Russell y siguió mirando hasta que sus ojos se desenfocaron. Entonces chasqueó los dedos.

—Por supuesto. Lo había olvidado.

—Es normal, sargento. Agua pasada bajo el puente.

—No tu puente —murmuró Gogol.

—¿Qué dices?

—Nada, sargento. Mi casero y benefactor puede ser un poco agrio a veces, que Alá le recompense.

—La puerta de la tienda está aún abierta —replicó Gogol—. Podría estar perdiendo todo lo que hay mientras farfullas tus tonterías.

—Tenías un cliente.

—Puede apostar a que se ha marchado hace rato, Zondi.

—¡Por favor, Gogol! Recuerda lo que representa este caballero africano.

—Sal —dijo Zondi suavemente—, baja, cierra y quédate allí.

Gogol se marchó mascullando entre dientes.

—Sí, ya basta de decir tonterías, Moosa. Quiero saber quién estaba en esta habitación cuando empezó la tormenta.

—Sólo yo.

—Si me estás mintiendo…

—En el nombre de Alá…

—Te he dicho que no…

—No había nadie más que yo. Se lo suplico.

—¿Qué estabas haciendo?

—Escuchaba Radio Springbook.

—¿En medio de una tormenta? ¿Con relámpagos?

—Oh, chirría un poco, pero…

Zondi extendió una mano para tocar el pequeño transistor. Estaba frío. Moosa se acurrucó en un rincón, manchando con la brillantina de su pelo una de sus fotos favoritas, de una niñita blanca con dos sabuesos dorados.

—Vamos a tener que charlar un poco más —dijo Zondi, sin apenas abrir los labios.

Moosa contempló con aprensión creciente cómo Zondi se quitaba la chaqueta. La visión le provocó un tic en el ojo derecho. Empezó a respirar por la boca.

—Eso está mejor —recalcó Zondi, volviéndose a poner la chaqueta del derecho. Se anudó la corbata en el espejito adornado con rosas. Entonces se sentó y colocó los pies sobre el regazo de Moosa.

—Habla —dijo—. Dime por qué tú, que tanto miedo le tienes a los rayos, estabas vigilándome a través de la ventana.

—¿Era…?

Zondi sacudió la cabeza melancólicamente.

—Sí, era usted, sargento. No pretenderé que no lo sabía.

—¿Has vigilado mucho tiempo?

—Sí, pero hasta el relámpago no vi quién era. Esta noche está muy oscuro.

—¿Pero por qué vigilas, Moosa? ¿Qué hay que ver?

—Cosas.

—¿Como qué?

—Esperaba a alguien.

—¿A quién?

—A Gershwin.

—Continúa.

—Gogol quiere saber por qué no salgo. ¿Lo haría usted si tuviera a ese monstruo en la puerta de al lado, junto a la escuela? Sí, lo haría. Es diferente a mí. Yo no soy un hombre de acción. Soy un…

—Pero lo vigilas.

—No puedo evitarlo. Es como vigilar a una serpiente. Una mamba. No le puedo quitar los ojos de encima. Algún día lo sabré.

—¿El qué?

—Por qué me hizo aquello.

—Esa era la parte débil de tu historia, ¿no, Moosa?

—¡Pero si él me dijo que lo hizo! Me lo dijo directamente. Y se rió en mi cara.

Moosa empezaba a excitarse de nuevo. Zondi se levantó y echó un vistazo entre las cortinas.

—¿Por qué estabas vigilando? ¿Qué has oído?

Moosa se rió nervioso.

—Hubo rumores en la tienda hoy.

—¿Sí?

—Gogol me lo dijo. Se rumorea que Gershwin tiene problemas. Con ustedes.

—¿Y?

—El Dodge no ha vuelto en todo el día, ni una vez.

Volvió a reírse.

—Entonces he de hablar con Gogol.

—Eso es todo lo que sabe. A la gente no le gusta que la oigan hablando sobre Gershwin.

Zondi lo había descubierto por sí mismo.

—Malo.

—Si quiere saber mi opinión, sargento, será mejor que empiece a buscarlo en la frontera con Lesotho.

—O en Swazilandia. También está cerca.

—Cierto. Pero una vez al mes un coche con matrícula de Lesotho viene a ver a Gershwin.

Zondi lo tomó con toda la calma que pudo: Lesotho, un estado sin apartheid, en el que todas las razas podían aprender a confiar unas en otras, y la cuna del hombre del radio.

Pero su sonrisa transformó instantáneamente su relación.

—Eres un tipo listo, Moosa. ¿Quién viene en ese coche?

—Nunca lo he visto bien, siempre está de espaldas.

—¿Es un hombre blanco?

Moosa quedó perplejo.

—¡Me habría dado cuenta de eso, sargento!

Sin embargo, fue suficiente para que Zondi se marchara inmediatamente y corriera de regreso a la jefatura. Ya era tarde de todos modos.

DEBÍA SER la centésima vez que Kramer miraba el reloj de pared. Empezó de nuevo con la pila de revistas fotográficas extranjeras.

La exasperación convirtió el pasar cada página un simple ejercicio de autocontrol, pues no registraba nada. Había tenido que esperar durante más de una hora a que el sargento Prinsloo regresara del escenario del robo a una nómina. Y ahora el hombre llevaba casi veinte minutos en el cuarto oscuro sin siquiera usar el intercomunicador. Además, Zondi llegaba tarde y quería estar en casa de Trudeau a las ocho.

La puerta del cuarto oscuro se abrió y el sargento Prinsloo salió secándose las manos con una toalla. Vio que Kramer se había retenido en una página que había sido recortada por las tijeras del censor.

—Sí, me vuelve loco —dijo Prinsloo—. Vale, no queremos desnudos creando problemas por todas partes… pero quería leer el artículo de detrás sobre los revelados de grano fino.

Kramer casi le golpeó.

—Lo siento, teniente, no tengo nada que ofrecerle —continuó, metiéndose la mano en el bolsillo de su delantal y sacando el segundo retrato en forma de corazón—. Esta copia es lo único. Pensé que tal vez pudiera sacar algún detalle, aun colocándola detrás de una lámpara, pero no hay nada. Está plana y es lo único que hay.

—¿Y eso te ha llevado tanto tiempo?

Ach, no. Hice una copia y algunas ampliaciones de contraste.

—¿Para qué demonios?

El sargento Prinsloo se ruborizó. Colocó la foto del relicario delante de Kramer.

—Tenía que intentar algo. ¡Mire esto! Todos tonos grises. Una masa casi negra en el centro. Manchitas en el fondo, juntas. Grano como arena de playa. Es un auténtico callejón sin salida.

Y eso era. Kramer esperaba que pudiera revelar algo de lo que presumiblemente era un hombre de pie junto a un seto con el sol a la espalda. La cara era tan oscura que ni siquiera se podía distinguir la línea de la nariz.

—Es inútil. No sé por qué ella no la tiró con todo lo demás —murmuró Kramer, buscando una disculpa.

—Inútil no.

—¿Cómo es eso?

—Mire en cualquier álbum de fotos —dijo Prinsloo—. La mitad de las fotos son tan malas como esta. Este es el tío Frikkie, dicen, y todo lo que se ve es un dónut con sombrero playero. Primero ve algo nuevo, después se reconoce. Es como si librara un resorte en la memoria, y formara una imagen dentro de la cabeza. Y no es solo con las fotos. A mí me pasa con el bastón de mi padre.

Kramer vio súbitamente el significado auténtico de la foto: era completamente íntima, aunque totalmente irrelevante. Ahora estuvo seguro de que la señorita Le Roux ocultaba un pasado doloroso.

Las lentillas aumentaron de importancia.

Zondi se encontró con él en las escaleras, pero Kramer le gritó furioso y siguió corriendo, negándose a oírle hasta que estuvieron en el coche camino de Greenside. Entonces escuchó con mucha atención, sin decir nada por el hecho de que Zondi no hubiera acatado sus órdenes. La principal virtud de Zondi era la arrogancia.

EL OLOR DE LOS MUEBLES PULIMENTADOS tranquilizó a Kramer en un entorno tan desacostumbradamente elegante. Su abuela también creía que los muebles tenían que ser escamondados todos los días hasta que brillaran como el flanco de un caballo de carreras. Naturalmente, había que tener muebles como los que le rodeaban para que mereciera la pena. Todos eran de imbuía o estramonio de los bosques de Kenya y los diseños eran del Cabo.

La apreciación de Kramer sobre la habitación terminó en este punto. Le gustaba que las pinturas tuvieran un montón de árboles y no sólo uno. También prefería incluso un jarrón de flores de plástico a una vieja botella de vino con hierba muerta pegada en todos los ángulos.

El señor Trudeau cruzó cansinamente el suelo de parqué pulido trayéndole una bebida. Kramer la aceptó y continuó contemplando Trekkersburg a través del ventanal. La tormenta había pasado y se veía una hermosa noche de luna. Vio el destello de una amplia piscina debajo, en el césped.

—¿Le gusta, teniente? A nosotros nos encanta. Un panorama maravilloso, todas esas luces son como collares sobre terciopelo negro, o eso es lo que dice siempre Susan.

—Es una casa muy bonita —dijo Kramer.

—¿De veras? Nosotros estamos encantados. Acabamos de encontrar un cocinero excelente… curiosamente, antes era el jardinero. No querríamos vivir en ninguna otra parte del mundo.

—Muy bonita —dijo Kramer, vaciando su brandy de un trago.

—Pensaba que ustedes… ¿no está de servicio?

—No.

—Ah, ya veo. ¿Entonces qué le ha traído hasta aquí? Susan dice que parecía importante.

Kramer se lo dijo, y la voz de whisky-con-soda de Trudeau se volvió plana.

—¿Asesinada, dice?

—Sí, me temo que en este momento no puedo divulgar más detalles.

—No, no, muy bien. Quiere que le diga lo que pueda sobre las lentes de contacto. ¿Las trae usted?

Kramer le tendió el sobre.

—Santo Dios, son muy poco comunes.

—¿Por qué tan sorprendido, señor?

—Nunca pensé que me encontraría con ninguna fuera de un estudio de cine. Verá, son simplemente lentes cosméticas, sin ninguna cualidad óptica. Se usan sólo por el efecto.

—¿Nunca por prescripción médica?

—Bueno, a veces hacemos una versión de este tipo para ciertas condiciones de hipersensibilidad, pero no se trata de este caso.

—Ya veo, señor. ¿Dónde se podría conseguir un par como estas?

—Yo diría que en el extranjero. Los Estados Unidos, Alemania… posiblemente Londres. ¿Viajaba mucho?

—¿En la República no?

—Que yo sepa nunca ha habido demanda. Aunque supongo que sería posible enviar la receta al extranjero.

—¿Eso tendría que hacerlo un especialista óptico como usted?

—Oh, no. Cualquier óptico eficiente puede tomar un molde del globo del ojo… un pequeño anestésico local y ya está.

—¿En Trekkersburg?

—Es bastante posible. Sí, no veo por qué no.

—¿Le viene algún nombre a la mente, señor?

El especialista se volvió remiso… ética profesional y todo eso.

—Lo siento, teniente, me temo que ninguno.

—¿Puede decirme entonces algo más sobre estas?

—Hmmmm. Pintadas a mano, por supuesto… Puede ver cómo están hechas, dejando sólo la zona de la pupila translúcida. La pupila es bastante pequeña, lo que demuestra que se hicieron para que las utilizaran con luz brillante. Ése es el problema con estas cosas, no permiten que el ojo de quien las usa se adapte a las condiciones ambientales. Haría falta un agujero cuatro veces más grande con poca luz.

—¿Igual que los ojos de los gatos?

—Más o menos, teniente.

—¿Y cuánto costarían… mucho?

—Unas cincuenta guineas. Quizás más, con los gastos de envío y todo eso.

—¿Nada más?

—¿Qué más puedo decir? Si no fuera por el iris pintado, serían iguales que cualquier otra lente de contacto. Tienen sus ventajas y sus desventajas. Algunas personas se adaptan a ellas, otras no.

—¿Eh?

—Quiero decir que algunos ojos se irritan y hay que descartarlas. Mientras que con otros, después de un poco de práctica, pueden ser utilizadas durante ocho horas seguidas… tal vez más.

—Muy interesante.

—Oh, sí, la práctica es lo más importante. AL empezar, a todo el mundo le corren las lágrimas por la cara. El ojo piensa que tiene un objeto extraño y hay que expulsarlo. Algunos aprenden, otros no.

Estaba empezando a repetirse… y esto era lo que Kramer había estado esperando: algún signo para poder pillarlo de nuevo desprevenido.

—Sin duda la ciencia encontrará un medio tarde o temprano, señor. Otra cosa más: ¿tiene usted una paciente llamada Theresa Le Roux?

Pronunció el nombre con indiferencia. Trudeau lo recibió con un redoble.

—No intente ese tipo de juegos conmigo, Kramer. No soy tonto.

—¿La tiene?

—No.

—Está muy seguro.

—Sí.

—Le Roux no es nombre poco común… debe tener un montón de pacientes en sus libros.

—Muy extendido, como usted mismo dice. Era el nombre de soltera de mi madre, y siempre me he sentido particularmente sensible al respecto.

—Ya veo —dijo Kramer. Le dio las gracias y se marchó atravesando las ventanas francesas.

Zondi se había echado a dormir en el coche.

LO PRIMERO ES LO PRIMERO. Hay un viejo proverbio nativo que dice que es mejor llenar la panza con la carne de un cerdo silvestre antes que perseguir al ciervo cuya mierda está seca. Empezarían deteniendo a Gershwin Mkize.

Kramer rechazó la sugerencia de Zondi para que llamaran a jefatura e iniciaran la búsqueda inmediatamente. Quería encargarse él mismo: de esa manera, se haría adecuadamente, o, con más exactitud, a su manera. Si al coronel se le diera media oportunidad, colocaría controles de carreteras en toda la República, desde Costa Esqueleto a Maputo. Tenía en mente un plan más sutil. Naturalmente, había perdido una hora, pero eso no importaba demasiado.

Regresaron a la central de policía y se dirigieron a la oficina de guardia para ver al oficial encargado.

Entraron por el lado de los blancos y vieron que el lugar parecía desierto. Así que Kramer miró la alta partición cubierta de carteles de búsqueda y avisos y encontró al sargento Grobbelaar apoyado en el mostrador de los no-blancos, leyendo un periódico. El sargento ignoró su llegada y continuó mordisqueando su lápiz mientras completaba el crucigrama infantil.

—Maldito inglés —dijo súbitamente, retirando el crucigrama. Cada vez que se palmeaba la rubia coronilla de su pelo cortado al cepillo, Kramer esperaba que rebotara como una pelota de tenis. Deseó que así fuera. Odiaba a aquel estúpido.

—¿Ocupado, Grobbelaar?

—Siempre. ¿Cómo estás, Viernes?

Zondi miró en otra dirección.

—No tan ocupado para no poder escuchar seriales en Springbook, ¿eh?

El transistor estaba pobremente oculto entre los archivos sobre la chimenea.

—¿Qué quieres, hombre?

Algunos de los tipos de uniforme eran así. Tenían tantos resentimientos hacia los detectives que parecía que creyeran toda la basura que leían sobre rubias calientes y coches deportivos. No tenían en cuenta las largas horas que hacían parecer un turno de dos a diez una bicoca. Y pasaban por alto el hecho de que la mayoría de ellos había intentado unirse al Departamento y habían suspendido el examen. El sargento Grobbelaar era uno de ellos. Se había dejado llevar por el pánico cuando un sujeto esposado trató de escapar de la sala de interrogatorios. La bala le había devuelto al uniforme azul.

—El oficial de guardia… ¿quién es esta noche?

—El capitán Johns.

—Entonces llámale.

—No le hará gracia. Está resfriado y aún se encuentra en el Buttery. Iba a acostarse temprano.

—Llámale. Ahora.

La idea divirtió a Kramer. El Buttery era un hotel privado situado encima de un restaurante en el centro de la ciudad; los clientes eran viajantes y servía comidas de negocios, pero su principal fuente de ingresos procedía de un puñado de viudas decrépitas que se sentaba en el vestíbulo a todas horas esperando que la vida pasara y llegaran los gusanos. Formarían un buen alboroto al ver al capitán Johns andar tambaleándose hacia la cabina telefónica con la gabardina puesta y cubriéndose la cara con un puñado de pañuelos de papel.

Grobbelaar se volvió con el teléfono en la mano.

—Está comunicando.

—Entonces cuelga.

Kramer le dio la vuelta al periódico. Era el Daily Post, que antiguamente había sido la fuente semanal de noticias gubernamentales y ahora se había convertido en una piltrafa que no servía ni para colocarlo en la caja de arena del gato. Comprobó con cuidado los titulares. Bien, el coronel había resistido la tentación. Ni una línea sobre el caso. Echó un vistazo a las páginas interiores, deteniéndose en la sección deportiva. Entonces pensó en las noticias de última hora del final. Le dio la vuelta al Post y sonrió.

Zondi se le acercó.

—¡Mira esto, hombre!

Zondi miró y vio un pequeño artículo que decía:

REVUELTA EN EL MERCADO

Quince personas de color arrestadas a mediodía en el mercado de Trekkersburg después de una pelea. Policía herido.

—Prueba tú mismo —gruñó Grobbelaar, soltando el auricular. Estaba claramente molesto por hallarse excluido de la diversión.

—Dame el libro de detenciones.

Grobbelaar no hizo ningún movimiento hacia el ejemplar, que se encontraba en la mesa junto a la máquina de escribir.

—¿Qué quieres saber?

—Este asunto del mercado… ¿sabes a quiénes han detenido?

Ach, no, a un montón de negros. Khumalo los fichó.

—¿Dónde está?

—¡Khumalo! —aulló Grobbelaar.

La puerta del porche se abrió y el agente bantú Khumalo asomó la cabeza.

—¿Sí, mi sargento?

—Ven, los detectives quieren hablar contigo.

—Señor, tengo cinco prisioneros esperando aquí fuera.

Kramer alzó una mano.

—Dime, Khumalo, ¿a quién detuviste en el mercado?

—Todos son basura.

—¿A quiénes, puñetero babuino?

—Lily Francis, Bop Jafini, Trueman Sithole, Gershwin Mkize, Banana…

—El libro, y rápido esta vez.

Grobbelaar no pudo oponerse. El libro de detenciones, abierto por el sitio preciso, se desplegó ante Kramer.

—Al pie dice que llevaron el Dodge al depósito —dijo Zondi.

Kramer leyó la lista de nombres de las entradas. Luego miró a Grobbelaar, que intentaba hacer lo mismo boca abajo.

—Tráeme a este tipo, Mkize.

—Khumalo está ocupado —replicó Grobbelaar—. Ve a por él tú mismo.

Pero sabiamente entregó las llaves de la celda a Zondi.

Luego, después de seguir soportando unos instantes la compañía de Grobbelaar, Kramer decidió marcharse también. Alcanzó a Zondi en el largo pasillo que conducía al patio. Las luces estaban apagadas, pero las paredes recién pintadas reflejaban el brillo anaranjado de tugsteno en el otro extremo como una bengala. Sus pasos resonaban y se repetían en el techo. La comisaría había sido construida en los días de la antigua policía montada, y el arquitecto aparentemente había hecho extravagantes concesiones para que un pelotón pudiera galopar con las lanzas levantadas.

El joven agente bantú de guardia ante el bloque de celdas los saludó con la pasión de un dormilón secreto. Conectó las luces, cogió las llaves y abrió la puerta de acero. Entonces se produjo la pausa de costumbre antes de dejar atrás el aire fresco. En realidad, Kramer nunca había encontrado el olor del interior completamente desagradable; la mezcla de vómito, orina y ácido fénico formaba un nostálgico recordatorio del uniforme de cierta enfermera que a menudo utilizaba como almohada.

Las tres celdas de la izquierda tenían cerrojos extra y candados, obligatorios en las puertas de los presos políticos desde la huida de Goldberg. Ningún sonido procedía de ellas.

Enfrente se hallaban las otras tres celdas reservadas a los blancos. El agente se detuvo en la segunda y sonrió, señalando con el pulgar la ventanilla de inspección. Kramer la retiró y se asomó.

Un hombre de mal aspecto de unos cuarenta años estaba tendido en su estera sobre el suelo, gimiendo y maldiciendo, borracho. Le habían confiscado el cinturón y tenía los pantalones bajados hasta las rodillas.

—Puta negra —pronunció el prisionero con sorprendente claridad.

El agente soltó una risita, buscando aprobación con los ojos. Al parecer, Grobbelaar había pasado allí una jocosa media hora anteriormente.

—Te quiero, puta negra, te quiero —gimió el borracho, rodando para apagar su agonía en la picante estera.

—Contravino la Ley de Inmoralidad —explicó innecesariamente el agente. Y se rió elaboradamente, como hacía Grobbelaar, sacudiendo los hombros como para desalojar una percha errante.

Kramer cerró los puños. Zondi ejecutó un simulado acto de caridad frotando sus talones en una pulida puntera.

El prisionero vomitaba. Kramer volvió a mirarle. Conocía al hombre de alguna parte. Eso era: la oficina de billetes de la estación de ferrocarril. Era el empleado que nunca se equivocaba en nada. El que siempre decía que le gustaría ir contigo y parecía buena compañía. Ahora aquello se había acabado para el resto de su vida. Nadie querría que lo vieran con él de nuevo, ciertamente no en un lugar público como un vagón restaurante. Cincuenta contra uno a que tampoco había sido una prostituta, sino más probablemente una de esas grandes y gordas con cara simpática que todas las madres querían tener. Si era soltero, tal vez no sería tan malo. Tendría el dinero para un buen abogado y saldría sin problemas. Pero aunque el caso fuera sobreseído después de un traslado por la mañana, había acabado con él definitivamente. Estúpido bastardo.

—Gershwin Mkize —dijo Kramer, soltando la mirilla.

El agente se sorprendió. Vaciló un momento antes de quitarle el corcho a la punta de su pica y guiarlos hacia la celda de los no-blancos.

Se oyeron sonidos en el interior y el agente gritó que todo el mundo se tumbara en el suelo y permaneciera quieto. Entonces abrió la cerradura en silencio y dio un paso atrás. Con la tranquilidad que da la práctica, usó la pica para alzar el cerrojo mientras saltaba hacia adentro y abría la puerta de una patada.

Había más de treinta prisioneros en la celda, y aproximadamente la mitad se sentaron, parpadeando ante la luz. Un viejo presidiario, pensando que había amanecido, había enrollado ya su jergón. El único sonido era un ronquido continuo.

El agente se echó a un lado, señalando. Su gesto apenas fue necesario. Gershwin, el matón y el conductor, todos con sus trajes amarillos, se encontraban junto al muro del fondo como tres semáforos contra un cielo gris.

Kramer advirtió varias cosas inmediatamente: que sólo se hacían los dormidos, que Gershwin se acostaba sobre cinco jergones mientras cuatro jóvenes a su alrededor lo hacían sobre el suelo pelado, y que el matón y el conductor, ambos manchados de sangre, habían decidido que tres jergones extra eran lo conveniente para su categoría.

—Quítalos de en medio —ordenó Kramer, señalando a los prisioneros que se encontraban entre él y Gershwin.

Zondi le hizo un gesto al agente para que permaneciera junto a la puerta con la pica y luego arrastró a un lado a las formas que se interponían. Aunque era pequeño, tenía la fuerza de un estibador… o tal vez era sólo habilidad.

Kramer se detuvo a medio metro de la pila de jergones.

—Gershwin.

El matón meneó un ojo.

—Gershwin Mkize.

Hubo un murmullo de excitación entre los otros prisioneros. El agente ordenó silencio.

—Es hora de irnos, Gershwin.

El conductor se puso en pie tambaleándose. Kramer le dio un fuerte golpe en el estómago con el codo.

—¿Adónde? —preguntó Gershwin mientras su sicario se derrumbaba boqueando junto a él.

El matón apretó los ojos con fuerza, como si soñara que lo estaban empalando.

—Ah, no te preocupes —replicó Kramer suavemente.

—No, gracias, jefe.

—¿Eh?

—Tengo un abogado judío número uno. Decir que Gershwin…

—¿Sam Safrinsky? Necesitarás un abogado para el Tribunal Supremo, no un consultor.

—¿Supremo? ¿Para una tontería como ser esta? El señor Safrinsky decir que yo tener buena coartada. Yo simplemente bajar al mercado en busca del Dodge y…

Gershwin había advertido la expresión de Zondi. Lo mismo habían hecho otros prisioneros, que se habían dado la vuelta.

—Lo que dice Sam está muy bien —dijo Kramer—. ¿Pero sabe también lo de Shoe Shoe?

Los labios de Gershwin se encogieron. Miró a Kramer sin parpadear. Entonces miró a lo que Zondi dejó caer entre sus rodillas. Una cabeza de trigo cafre rojo.

—Hay más —dijo Kramer—. Y está atascado bajo el Dodge que los agentes de tráfico nos tienen guardado.

—¿Intervengo? —preguntó Zondi.

—No, creo que el señor Gershwin quiere venir con nosotros. La verdad es que estaba pensando en dar un paseo por el estanque infantil de Wilderness Park.

Gershwin se enderezó.

—No es mala idea, ¿verdad? —rió Kramer—. Lo curioso es que sólo la gente que queremos creer lo hace. Los jueces oyen hablar del parque y sólo sacuden la cabeza. Qué mentirosos son esos hijos de puta negros.

—Y ahora no está lloviendo, jefe.

Zondi hizo una mueca malvada.

—Pensándolo mejor, tal vez sea preferible tener una pequeña charla en la oficina. ¿Qué dices, Gershwin?

Gershwin se levantó con dificultad, pues las piernas le temblaban. Extendió las muñecas.

—Nada de esposas —dijo Kramer—. No hay que ir muy lejos.

Zondi le cogió por un codo para guiarle.

—¡Agente! ¡Coja a estos dos canarios y póngalos en celdas separadas!

—¡Sí, teniente!

—Y nada de jergones… ¿comprende?

—¡Sí, señor!

Kramer contempló al agente ejecutar sus órdenes. Nunca era seguro para un policía quedarse solo en el bloque. Todo se llevó a cabo con sorprendente eficacia. Kramer estaba a punto de marcharse cuando se le ocurrió algo.

—Y, agente, llévese los baldes de esas celdas… no queremos que esos bastardos estén demasiado cómodos.

Shoe Shoe había tenido que estar sentado, hasta el final.