CAMBIARON EL LLAMATIVO Chrysler por el sedán personal de Kramer, un enorme Chevrolet lo suficientemente plano para que sobre él pudiera aterrizar un helicóptero, que estaba aparcado a media manzana de distancia en Library Lane.
Zondi se puso al volante y Kramer le tiró la llave de contacto. Le alegraba dejarlo conducir, porque la vigilancia le había producido un molesto dolor de cabeza.
El Chev salió de los callejones y luego se dirigió al norte, adquiriendo velocidad. Zondi no había dicho una palabra, pero así era su forma de ser. Kramer se preguntó dónde habría puesto sus gafas de sol. Cerró los ojos.
Pero sólo durante un segundo. Zondi conducía como un granjero de camino a una final de rugby.
Corrían a casi noventa por la mitad de la calzada de una de las calles antiguas calculadas para el paso de carros de bueyes. Un autobús que se acercaba se acobardó, se hizo a un lado y casi chocó contra un Mini Minor en su búsqueda de la acera. Un coche deportivo trató de esconderse bajo una furgoneta de cinco toneladas. Un peatón que cruzaba la calle palideció, se dejó llevar por el pánico, rezó, pero quedó prácticamente intacto y se quedó mirando incrédulo su bragueta abierta.
—Hay que ajustar el retrovisor derecho —dijo Kramer. Zondi continuó a lo suyo.
Atravesaron la parte más antigua de la ciudad, con sus avenidas de Jacaranda y sus techos de metal acanalado y ladrillos rojos, dejaron atrás la prisión, pasaron bajo el puente del ferrocarril y salieron a la carretera de doble dirección: no se daba cuartel, ni se pedía.
Kramer, normalmente buen pasajero, se alegró de que la carretera volviera a estrecharse de nuevo a menos de cinco kilómetros para iniciar la ascensión de la colina. De hecho, la parte donde se podía ir rápido apenas duraba la longitud de Peacehaven, que los conductores blancos vulnerables atravesaban a toda velocidad, reduciendo las barracas y chozas a un pintoresco borrón, y proporcionaba una superficie excelente para el despliegue de vehículos militares en caso de algún disturbio civil.
Pero parecía que Zondi, de todas formas, no iba a recorrer toda la distancia. Frenó en la siguiente curva, cambió de marcha y se plantó en segunda cuando apareció la desviación. El coche se internó en la carretera de tierra y levantó una enorme polvareda roja en dirección a la vieja granja experimental que se extendía aproximadamente a un kilómetro más allá de las últimas chozas.
Kramer recordaba bien el lugar. Un año antes se había cometido un homicidio en aquella zona; un trabajador había apuñalado a otro en el cuello con una navaja en una pelea por una manzana. Pero ahora no había nadie, los cultivos híbridos habían fracasado y el Gobierno había decidido cortar las pérdidas. Los pocos edificios habían sido derribados para impedir que las familias sin hogar los ocupasen.
El tubo de escape del Chev chocó contra una piedra cuando llegó a la última elevación y se deslizó hacia el enorme patio. Kramer estuvo a punto de sugerir que examinaran la existencia de manchas de aceite cuando advirtió que un coche había aplastado un sendero entre los matojos. Guardó silencio cuando Zondi se internó en él.
El sendero terminaba a unos cincuenta metros más allá, al principio de otra carretera de tierra. Zondi continuó sin vacilación. A cada lado se encontraban enormes parcelas sin cultivar que conservaban su aspecto de simetría científica sólo porque cada una estaba dedicada exclusivamente a una variedad de cereal… y la cizaña seguía haciendo su labor.
Algún fertilizador olvidado tampoco lo hacía mal, por el aspecto de un inmenso campo de trigo cafre a la derecha. El trigo estaba extraordinariamente crecido y tenía un tono rojizo de lo más curioso.
Las huellas de un coche se extendían durante aproximadamente diez metros.
Zondi paró y desconectó el motor. El silencio era mortal, tanto, que cuando alargó la mano y cogió un tallo de trigo, Kramer oyó el chasquido al arrancarle su tensa capa de hojas.
El híbrido era inconfundible. No era extraño que Zondi, hijo de granjeros, hubiera reconocido tan rápidamente una muestra hallada debajo del Dodge.
Zondi abrió la guantera. Kramer vio la fina película de polvo rojizo que cubría los mapas de carreteras. El polvo de Peacehaven podía penetrar en cualquier cosa, incluso en las fundas de gafas. Aquello no tenía nada de particular en sí mismo.
—Ya entiendo. De modo que limpiaron el Dodge por dentro excepto aquí… por eso miraste…
No tenía sentido hablar solo. Zondi ya había empezado a atravesar la plantación abandonada. No fue muy lejos.
Cuando Kramer se aproximaba, se produjo un súbito zumbido como el de una bala, tan inmediato y amenazador que le hizo crispar los puños.
Luego una nube se alzó sobre el trigo cafre, dibujó un punto brillante contra el cielo, y se desintegró en un manojo zumbón de moscas belicosas.
A cinco pasos más allá se encontraba sentado Shoe Shoe, exactamente en el lugar donde le habían dejado. Sólo que ahora parecía tener el doble de tamaño. Desde el amanecer, el sol había estado urgiendo vida y crecimiento en todas las cosas vivas. Shoe Shoe estaba muerto; pero millones de bacterias se multiplicaban y se alimentaban de él, rompiendo el viento millones de veces y llenando su cuerpo de gases que lo distendían horriblemente.
Aun así, el hedor no era tan malo y tanto Kramer como Zondi lo habían visto todo antes. Esto les permitió ignorar el implacable proceso de la naturaleza y buscar los signos que indicaran la mano del hombre en este siniestro proceso. No había ninguno. Se trataba de una muerte natural.
Si se ignoraba, naturalmente, el hecho de que alguien había cogido a un hombre, paralizado de cuello para abajo, y lo había abandonado en un desierto rodeado de señales de Prohibido el Paso donde nadie podía verle ni oírle. El sol, las hormigas y los escarabajos —incluso los moscones— habían hecho simplemente lo que la naturaleza les ordenaba.
Y mientras trabajaban, Shoe Shoe tuvo que romper su silencio.
KRAMER COLGÓ EL MICRO de la radio y aceptó el chocolate que le ofrecía Zondi.
—Estoy muerto de hambre —dijo—. ¿Qué hora es?
—Las tres.
—El furgón de la carne viene de camino. El doctor Strydom tiene que hacer una visita mientras… la viuda de un policía, o algo por el estilo. Calculo que estaremos de vuelta en la ciudad a eso de las cuatro.
—¿Por qué no has pedido una orden de busca y captura de Mkize, jefe?
—¿Gershwin? Porque quiero que vayas a por él, amigo mío.
Zondi emitió un gruñido de profunda satisfacción.
—Así es como vamos a llevar este asunto adelante, nosotros solitos. Se lo dije al coronel y está asustado de muerte por causa del aviso que le dio al asesino.
—Pero será mejor que no metamos la pata.
—Ach, si pasa algo le echaré la culpa a mi cafre.
Los dos se echaron a reír. El sonido espantó a un cuervo a punto de posarse en el trigo cafre, que se marchó aleteando resignado. En el cielo, aves más grandes con picos ganchudos mantenían su formación en columna.
—Shoe Shoe todavía conserva los ojos —recalcó Kramer.
—¿Lo dices por esos pájaros de ahí arriba? Están preocupados. Esperan que Shoe Shoe se tienda. No les parece lo bastante muerto.
—¿Y qué pasa entonces con el cuervo?
—Oh, es sólo otro maldito negro gilipollas.
—Vigílalo. ¿Cuánto tiempo crees que llevan esperando?
—Desde que llegó Shoe Shoe… uno, tal vez dos días. Se nota que ha estado al sol mucho tiempo.
—Y Gershwin dijo que se había marchado a las montañas el sábado. Es curioso que sólo se volviera importante para nosotros tres días después de que el doctor Strydom encontrara la herida del radio. Podríamos decir que es una chiripa.
—¿Jefe?
—Sí, no tiene nada que ver con el caso Le Roux. Es sólo un asunto privado de Gershwin. Se supone que nadie tenía que saber nada sobre la muchacha… ¿por qué buscarse problemas eliminando por adelantado a un testigo a quien de todas formas no habrían llamado nunca?
Zondi quitó el envoltorio al chocolate y lo lamió. Entonces hizo una pelotita de plata con el papel y lo arrojó a una mariposa que pasaba. Falló.
—No es un testigo, jefe —dijo—. Es un informador.
—¿Eh? Shoe Shoe era amigo tuyo, pero nunca te dijo ni una maldita palabra.
—Tal vez oyó lo que iban a hacerle a la muchacha.
—¿Quieres decir que iba a advertirnos? ¿Por qué tendría que hacer una cosa así?
—Oh, no, jefe… esperaría hasta después. Luego nos ofrecería información si lo lleváramos a un sitio seguro. Se quedaría allí hasta que ahorcaran a los culpables. Creo que eso le gustaría mucho, jefe.
Kramer encendió un Lucky Strike a cámara lenta.
—Pero no sería la misma banda, ¿no? El que empleó el radio era de Johannesburgo.
—Eso es lo que dice el doctor Strydom. Tal vez Shoe Shoe supiera otra cosa.
—Y aunque no lo supiera, sería uno de los que manejan el radio y eso sería lo que le importaba realmente.
—Sí, jefe.
—¿Y también implicaría a Gershwin?
—Eso parece, jefe.
Zondi cogió el Lucky Strike para encender con él su Texan. Su expresión era levemente sombría.
—Ach, no está mal pensado, Zondi, amigo… ¿pero por qué no habló Shoe Shoe cuando se lo hicieron hace cuatro años? ¿Por qué esperar todo este tiempo?
—Porque no lo mataron, jefe —recordó Zondi, con todo el tacto posible—. Lo máximo que puede caer por asalto son quince años, y después volverían a por él. O tal vez tuvieran amigos que pudieran hacerlo mientras tanto.
Kramer se enderezó.
—¿Amigos? ¡Entonces esta vez tendríamos que meter a todo el mundo en la trena para mantenerlo a salvo!
—Eso es, jefe. También nuestro amigo blanco.
Jesús, con unos tallos tan altos era sorprendente que estuvieran tan seguros de que el tratamiento de exposición al sol fuera a funcionar. Zondi leyó su mirada.
—Probablemente dejaron a un hombre aquí para vigilar que Shoe Shoe muriera sin problemas —dijo.
—Muy bien, tú ganas. Y si no hubiera sido por el trigo cafre bajo el coche, estaríamos verdaderamente jodidos. No tendríamos ni por donde empezar.
EL FURGÓN DE LA CARNE llegó como si hiciera repartos por un distrito plagado de perros rabiosos. Todas las semanas el sargento Van Rensberg manejaba una media de una docena de cadáveres destrozados en accidentes de tráfico, y su loca manera de conducir parecía una especie de reacción inversa. Como había recalcado Kramer en una ocasión, con Van Rensberg uno sólo se podía sentir a salvo si ya ocupabas uno de los dos cajones bajo el techo curiosamente inclinado que cubría la parte trasera de la furgoneta Ford.
El sargento salió tosiendo y dando manotazos a la nube de polvo que había provocado, intentando buscar un pañuelo. Era un hombre colosal. La combinación de dedos como plátanos y muslos apretados en los pantalones estrechos convertían la búsqueda en todo un espectáculo.
Kramer dio un manotazo a Zondi para que dejara de sonreír y los dos salieron del coche, cubriéndose los ojos.
Van Rensberg llegó junto a ellos, dio su ancha espalda a Zondi y saludó a Kramer. Un saludo excelente que todos los reclutas deberían estudiar. Un saludo de libro de texto lo bastante lento para que Kramer notara el brillante surco bajo el antebrazo derecho de Van Rensberg. Así que, después de todo, no había encontrado lo que estaba buscando.
—He oído que tiene uno realmente apestoso para mí, señor.
—Lo siento, sargento. Ha estado al sol un día o más.
—Muy bien, señor… le diré a su bantú que lo empuje al cajón.
Kramer miró por encima del hombro.
—El sargento Zondi no es muy grande.
—Ach, puede hacerlo rodar, señor.
—Bien, pero espere primero al doctor, ¿quiere?
—Muy bien, señor.
Fue una larga espera. Kramer y Zondi pasaron el rato ejecutando los detalles más molestos de la investigación; midiendo la distancia entre la carretera y el cadáver, calculando la anchura de la rueda del coche que había dejado las huellas, haciendo burdos esquemas y recopilando notas. Van Rensberg los siguió, hablando con nostalgia excesiva de sus días de patrulla en Durban, donde, según parecía, no había hecho más que resolver casos famosos. Pronto resultó obvio que un destello de genio ejecutivo le había dado a los muertos por toda compañía.
El doctor Strydom recibió una calurosa bienvenida por su parte.
—Así que volvemos a vernos, doctor.
—Yo diría que una vez al día es suficiente, sargento. ¿Qué es esta vez, teniente?
—Un bantú, un lisiado.
—¿Eh?
—Su viejo amigo Shoe Shoe.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Durante demasiado tiempo.
—Tengo que verlo.
Y se puso en marcha, cegándose mientras se ponía el delantal blanco sobre la cabeza, por lo que casi chocó contra el cadáver. Le echó un largo vistazo.
—No es frecuente que estas cosas me afecten, teniente, pero debo decir que esto me repugna. Es la manera más jodidamente inhumana…
No encontró obscenidades suficientes.
—Diría que la muchacha, en comparación, lo tuvo fácil —murmuró Kramer.
—Tiene razón. Rápido y limpio. En esta axila no hay más que insectos.
—¿Qué?
—Sobaco —explicó Van Rensberg rápidamente. Esta era otra de sus características: tenía todas las irritantes manías de los puñeteros médicos.
—Vaya a por la camilla, sargento Van Rensberg —ordenó Kramer.
—Ven —le ordenó Van Rensberg a Zondi.
—Sí, no hay mucho que pueda decirle ahora —dijo el doctor Strydom—. Creo que tiene razón. La muerte ha sido producida por la exposición al sol. Buscaré venenos y todo lo que se me ocurra en la autopsia. Por supuesto, no hay magulladuras. No tiene por qué haberlas.
—Lo importante es saber cuánto tiempo ha estado aquí.
—Oh, al menos tres días enteros… Hoy es miércoles… pongamos que desde el sábado.
Zondi se puso en pie, arrastrando la camilla tras él.
—¿Hemos terminado, doctor?
—Es todo suyo, Van Rensberg. Haré un examen interno mañana.
—Muy bien, doctor. ¿Has oído eso, Zondi? Puedes usar el pie para empujarlo. Deja la camilla ahí… así. Ahora empuja con fuerzas, hombre.
Shoe Shoe empezó a moverse lentamente con un fuerte eructo como un borracho que deja su banco para tumbarse en el suelo. Un grupo de sorprendidos escarabajos peloteros, súbitamente al descubierto en medio de un parche húmedo en el suelo, se dispersó en busca de refugio.
Kramer se sintió de pronto muchísimo más feliz por no haber almorzado; uno de los escarabajos se le metió por dentro de la pernera del pantalón.
—¿Lo dejamos para los expertos? —sugirió el doctor Strydom.
—Muy bien —replicó Kramer, quitándose al intruso de encima mientras regresaban a la carretera.
—Por cierto, teniente, ¿le parecieron satisfactorios los informes del laboratorio respecto a la muchacha?
—No estaban mal.
—¿Ha visto a Matthews?
—Sí, mantuvimos una pequeña charla. Es buen tipo. Un poco descuidado.
—Todos los somos en un momento o en otro.
—No, quiero decir que incluso se equivocó con el color de ojos de la muchacha en su informe… que sólo se molestó en rellenar después de que usted le llamara.
—Eran marrones.
—Sí, pero él jura que eran azules. Aunque apuesto a que nunca los miró antes de ayer.
—¡Qué curioso! El viejo Georgie Abbot también dice que eran azules.
Kramer se detuvo en seco.
—Entonces es más que curioso, es jodidamente peculiar. Pero yo los vi entreabiertos y me di cuenta de que eran marrones. ¿Los abrió usted adecuadamente?
—Sí, de la forma prescrita.
—¿Qué es…?
—¿Está dudando de mi palabra, teniente?
—No, hombre, no se moleste. Sólo quería saberlo.
—Es de la manera siguiente: dedos en las sienes, los pulgares sobre los párpados, un leve empujón hacia arriba.
—Ya veo.
—¿A dónde le lleva todo esto?
—A ninguna parte, lo siento.
—Lástima.
Kramer le dio una patada a una piedra.
—¿Y la vidriera de la funeraria? ¿No podría haber afectado la observación?
—La luz estaba encendida. No sé, supongo que podría. ¿No es un tema demasiado trivial?
—Sí, pero resulta extraño.
—Entonces vayamos a echar otro vistazo, ¿quiere? Tengo tiempo antes de los castigos.
—¿Qué hora es, las cuatro?
—Y veinte.
—Sería llevar las cosas demasiado lejos. Como usted ha dicho, es un tema demasiado trivial.
—Como prefiera.
Kramer le ayudó a quitarse el delantal. Zondi llegó oliéndose las manos, vacilante.
—¿No tendría algunas servilletas de papel en su maletín para mi sargento? —preguntó Kramer.
El doctor Strydom pareció sorprenderse un poco, pero empezó a buscarlas.
—Conduce mi coche, ya ve.
—Ah, claro. ¿Qué le parece un poco de polvo de talco? Eso servirá. Y estará seco.
—Muy bien —dijo Kramer, dejando los agradecimientos efusivos para Zondi.
Entonces el furgón de la carne pasó dando tumbos junto a ellos. Van Rensberg se asomó por la ventanilla y bramó su despedida por encima del tronar del motor. Kramer llegó a entender algo referido a las horas de oficina y devolvió el saludo. Con eso se deshicieron de él. Se marchó despejando el tráfico hasta Trekkersburg.
—Aceptaré esa oferta suya, doctor —dijo Kramer súbitamente—. Vamos, Zondi, no te preocupes tanto, hombre. Ahora dejarás por fin de hurgarte la nariz.
DIERON UN RODEO para pasar por la Plaza del Mercado, con el doctor Strydom siguiéndolos, y confirmaron que el Dodge amarillo se había marchado.
—Esto no debe de tardar mucho, pero quiero ver a Farthing si puedo —explicó Kramer—. Quiero que me dejes el coche y vayas a pie a Trichaard Street. No hagas demasiado ni te acerques mucho. Puedes preguntarle a Maisy si la banda de Gershwin ha comprado más bebidas de la cuenta últimamente.
—Muy bien, jefe.
—Terminaré temprano, y luego cruzaré rápidamente Trichaard Street, una vez. Reúnete conmigo en Buller’s Walk.
—Vale.
—Si no, vuelve a la oficina a las siete.
—Sí, jefe.
Zondi se bajó en el semáforo siguiente y Kramer condujo el resto del camino maldiciéndose por no haber pensado antes en llamar a jefatura y pedirles que advirtieran al señor Abbot que iban de camino.
Pero allí estaba, frotándose las manos en la puerta del depósito. Parecía un poco perplejo por la súbita llegada de la ley. Y un poco preocupado. Pobre Georgie.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted esta vez? —preguntó.
—Dígame el color de los ojos de la señorita Le Roux.
—¿Cómo? Azules, por supuesto.
—¿Por qué por supuesto?
—Porque sus cabellos son de un rubio encantador.
No era muy agradable oír a un hombre de su profesión hablar de los muertos en presente. No obstante, podía ser solamente un desliz lingüístico, igual que pensar que una rubia tenía que tener los ojos azules podía ser un desliz mental.
—Gracias, Georgie. A nuestro amigo el doctor Strydom le gustaría echar otro vistazo a la persona en cuestión.
—Naturalmente, naturalmente, vengan por aquí, caballeros. Por favor, disculpen el desorden.
El desorden al que se refería era una ordenada exposición de una carretilla de instrumentos de embalsamación, dos tubos de drenaje y un cubo esmaltado lleno de vísceras. En el centro de todo, yacía un hombrecito encogido de unos ochenta años con la mortaja retirada.
—Buenas suturas —dijo el doctor Strydom, echando una mirada profesional al trabajo del señor Abbot.
—Es americano —confesó Abbot casi con un susurro—. El pobre hombre acababa de bajar del barco. Venía de viaje. Infarto. Tengo que llevarle al avión de Durban mañana temprano.
Eso explicaba el cuidado extra con las suturas… era cuestión de orgullo nacional.
—No te entretendremos mucho —dijo el doctor Strydom, abriendo el cajón de la señorita Le Roux—. ¿Podríamos usar un poco más de luz?
Esperó a que el señor Abbot la suministrara antes de retirar la sábana.
—Cristo, ¿qué le ha pasado en la cara? —dijo Kramer.
—No hay nada de que preocuparse, sólo unas manchitas —le aseguró el señor Abbot—. Puedo deshacerme de ellas fácilmente con talco.
—No he venido a llevármela —respondió Kramer.
—Tranquilo, hombre —aconsejó el doctor Strydom—. Hemos tenido un mal día, Georgie… un fiambre descompuesto.
—Comprendo.
Sin embargo, se retiró herido.
—Ahora veamos esos ojos —replicó Kramer.
El doctor Strydom colocó las manos a ambos lados de la cara y retiró los párpados con sus pulgares. Los ojos eran marrón oscuro, sin ningún reflejo avellana o amarillo.
—Apretó demasiado fuerte —murmuró Kramer.
—¡No hay por qué ser amable! Además, es posible que estén un poco pegados.
—Pensaba que necesitaban monedas…
—No siempre. Depende.
Kramer inspiró profundamente.
—¿Puedo intentarlo?
—Georgie, ¿puedes traernos otro par de guantes?
Kramer y el señor Abbot hicieron las paces mientras se debatían con los guantes, que eran de una talla demasiado pequeña. Entonces, Kramer adoptó exactamente el mismo procedimiento del doctor Strydom.
Dios, la cabeza de la muchacha pesaba. Los párpados, sin embargo, se movieron rápidamente, como pieles de uva. El estómago de Kramer se tensó.
—¿Bien? —el tono del doctor Strydom tenía más de un matiz de desafío.
—Espere un momento.
Bajo las yemas de sus dedos, mucho más sensibles que sus pulgares, Kramer palpó cada párpado hasta el fondo de la cuenca.
—Doctor, ¿tenemos bultitos aquí? —preguntó con mucho cuidado.
—Los lacrimales. No, ahí no. Más cerca de la nariz.
—Me refiero exactamente aquí.
—No.
—Palpe usted mismo.
El doctor Strydom extendió una mano confiadamente y la retiró, claramente sorprendido.
—¿Puedo echar un vistazo debajo?
—Puede —replicó Kramer, haciendo con la boca aquel gesto que odiaba la viuda Fourie. Se estremeció involuntariamente mientras se quitaba los guantes prestados.
El señor Abbot sacó una pequeña bandeja de uno de los cajones de la pared y el doctor Strydom seleccionó un fino bisturí. Kramer apartó la mirada y estudió el rostro del turista americano; tenía un bigote como Wyatt Earp.
—Tenga, teniente.
La voz del doctor Strydom era apenas audible. En la mano tenía dos diminutas lentejuelas de cristal. Y eran de un profundo color azul, a excepción de un círculo en el centro, que era claro.
—¡Lentes de contacto! —exclamó el señor Abbot—. Santo Cielo, sí que nos han dado problemas.
—Yo… debí empujar demasiado fuerte… Estaban insertados… probablemente resbalaron hacia arriba… ésta es la curva donde el globo del ojo presiona contra el hueso, el pabellón superior, y…
—Olvídelo —dijo Kramer.
—Por favor, teniente, déjeme explicarme.
—Mire, doctor, ahora tengo lo que quería y no me interesan sus excusas.
Entonces la aturdidora sensación de tener una pista le ablandó.
—Todos cometemos errores, usted mismo lo dijo.
—¿Pero qué dirá el coronel?
—No es asunto suyo, no se preocupe.
—Se lo agradezco.
—No hay de qué.
—Si hay algo que pueda…
—Sí, dígame quién fabrica estas cosas por aquí.
El doctor Strydom tragó saliva.
Entonces intervino el señor Abbot para ayudar a su amigo, a quien debía un favor:
—Mi esposa usa lentillas. Hay un especialista que las fabrica, el señor Trudeau.
—¿Eh?
—Es un apellido francés, pero vive en Trekkersburg.
—¿Dónde?
—Puede que esté aún en su consulta —dijo el doctor Strydom—. Déjeme intentar localizarlo. Conozco el panorama.
El doctor Strydom se ausentó durante tres minutos. Cuando regresó, parecía cabizbajo.
—No está en su consulta, ni en casa —informó—. Su esposa dice que no está realizando ninguna visita, así que no hay manera de ponerse en contacto con él. Pero espera que vuelva a cenar a casa a las ocho.
—¿Dirección?
—47 Benjamin Drive, Greenside.
El doctor Strydom estaba ya implicado en el baile y quería seguir estándolo.
Kramer anotó la dirección.
—Bien —dijo.
El señor Abbot se aclaró la garganta.
—¿Le apetece una copa, teniente?
—¿Van a tomar ustedes una?
—Yo la necesito —rió el doctor Strydom, y los tres salieron a la sala de exposiciones, cogieron sus vasos y se sentaron en silencio hasta que Farthing llamó para decir que llegaría tarde.
A LAS CINCO MENOS CINCO, el doctor Strydom se marchó a la prisión, pero Kramer se quedó. Georgie, ahora que la gata rabiosa no estaba, había comprado un brandy verdaderamente bueno.
No tenía otra cosa que hacer que no pudiera hacer aquí hasta las siete. Y eso era pensar.
Pensar en la señorita Le Roux. Ordenar los hechos y analizarlos. Georgie no le interrumpía porque estaba demasiado ocupado paladeando cada sorbo.
Pero antes de que pudiera empezar, lo conocido fue una vez más abrumado por lo desconocido… como la cinta y las lentes de contacto. Sí, aquellas lentes azules sugerían algo más significativo que las ropas simplonas sobre la ropa interior llamativa. Deseó poder ver al maldito especialista inmediatamente.
Kramer sacó la tarjeta en la que había escrito la dirección del hombre y la miró cansinamente. Miró por el otro lado… el resguardo de la joyería de la señorita Le Roux. Dios, se le había olvidado por completo.
No tenía ni idea de la naturaleza del artículo, pues solamente decía: «Ajuste». Una joyería. Aquello era raro. Por supuesto, Georgie había dicho que no tenía ninguna joya encima cuando la examinó. Ni siquiera un anillo. Muy extraño, porque incluso las monjas llevaban anillos. Un momento, tal vez se pudiera agrandar o reducir un anillo ajustándolo. Todos los afrikaners sabían que el inglés era un idioma peliagudo.
—Eh, Georgie. ¿Ha oído hablar alguna vez de ajustar un anillo?
—¿Es un chiste? —preguntó el señor Abbot, esperanzado.
—No, una pregunta en serio. ¿Lo sabe o no lo sabe?
—Bueno, pues claro que sí.
—Bien.
—¿Eso es todo?
—Bien, ¿qué clase de anillo mandaría ajustar?
—Entregamos un montón a los parientes, que los cambian para que les estén bien.
—Naturalmente.
—Y…
—¿Sí?
—Iba a decir anillos de compromiso. A veces el novio los compra en otra ciudad o algo por el estilo.
El señor Abbot se sintió gratificado, aunque sorprendido, por el efecto que sus sabias palabras tuvieron sobre Kramer.
—¡Cristo, eso es! ¡Él no vive aquí!
Y Kramer se marchó.
EL REMILGADO HOMBRECITO tras el mostrador lleno de relojes no se sintió demasiado ansioso por atender a un cliente que empujaba al mozo mientras cerraba las puertas al sonar las campanadas de las cinco y media.
Kramer mostró la tarjeta.
—Por favor, deme esto —pidió.
—Hmm, usted no es la señorita Le Roux —replicó el dependiente.
—No, pero…
—Comprenderá que no podemos darle a nadie un material caro por el precio de la reparación. ¿Tiene usted una nota de esa señorita?
—No.
—Entonces no puedo entregárselo.
—Vamos, por favor, es tarde.
—Si no le molesta que lo diga, señor, ese es uno de los trucos más antiguos del oficio.
—¿Qué?
—Venir aquí metiendo prisa a la hora de cerrar y esperar coger al dependiente desprevenido.
Kramer no se había identificado a propósito. Cada vez que se topaba con este tipo de lloriqueante miserable, se encargaba de que su trabajo fuera aún más mísero. Salvaguardar una propiedad era una cosa… y ser antipático era otra. Siempre tenía tiempo para dar una lección.
—Pagará cara esa observación.
—Oh, claro que sí. Ahora largo.
—¿O llamará a la policía?
—Sí.
El dependiente tendió el resguardo mientras Kramer se desabrochaba el botón de la chaqueta y se inclinaba hacia adelante.
—Ahora, hombrecito, dígame muy amablemente qué ve aquí.
No hizo falta que le dijera al dependiente dónde mirar. En cuanto vio la chaqueta abierta, sus ojos se clavaron en la Smith & Wesson del 38 guardada en la cintura. Se agarró al mostrador y su corazón empezó a redoblar. Entonces se tambaleó.
—¿Cuál es el problema, Finstock?
Kramer se volvió y sonrió amablemente a un anciano caballero que se acercaba.
—¡Cuidado, señor Williams, tiene una pistola! —advirtió Finstock, echándose a un lado.
El señor Williams se colocó las llaves a la espalda y miró a Kramer con solemnidad.
—¡La tiene, se la he visto en los pantalones!
—Buenas tardes, señor, soy del Departamento de Investigación Criminal… aquí tiene mi identificación.
El señor Williams la leyó desde el lugar donde se encontraba y luego se volvió hacia Finstock.
—¿Otra vez sus nervios, Finstock? Ya es suficiente por hoy. Puede retirarse.
—Un tipo curioso —dijo Kramer un momento después.
—A veces llega a resultar agotador —coincidió el señor Williams—. Tengo que hablar con él. Y bien, agente, ¿puedo servirle de alguna ayuda?
—Sí, se trata de una reparación. Su empleado insistió en que mostrara una carta de la señorita, pero desgraciadamente está muerta.
—Dios bendito, pobre criatura. ¿Tiene usted el resguardo?
—Creo que se ha caído tras el mostrador. Sí, aquí está.
—¡Extraordinario! Si quiere pasar a la otra habitación, podrá llevárselo inmediatamente. Cierro esta parte del local durante la noche.
Kramer le siguió sonriendo para sus adentros, alborozado por su lección y por la perspectiva de conseguir el anillo. Qué buena pista sería que el diseño fuera raro.
—Aquí tiene —dijo el señor Williams, señalando una cajita que contenía un montón de artículos etiquetados.
Kramer extendió la mano.
—No, el anillo no.
—¿Eh?
—Número cuatrocientos nueve.
—¿Este?
—No, agente, ese hermoso camafeo.
Era un pequeño camafeo. Un hermoso camafeo. Un camafeo que se abrió para revelar dos fotografías con forma de corazón. Uno de los retratos era de la señorita Le Roux… El otro no.